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Ponciano Díaz era un hombre sencillo al que Emilia conoció una tarde en que su padre la llevó a los toros, vestida de china poblana y cargando un ramo de claveles más grande que ella.

A mitad de la corrida Diego bajó al ruedo con su hija y ella le entregó las flores a aquel hombre sudado y exhausto vestido de andaluz, a quien la autoridad de la plaza en Puebla había condecorado con una banda verde, blanca y roja igual a la que usan los presidentes de la república.

Emilia le dio los claveles con una sonrisa más bien tímida y Ponciano, que tras la niña descubrió a su amigo Diego Sauri, no tuvo mejor idea que cargarla y dar de vueltas con ella en brazos.

Le habían puesto una corona de laurel, tenía manchado el traje oscuro y olía a sangre como si él mismo fuera un toro lastimado.

Yo no quiero a Mazzantini

ni tampoco a Cuatro Dedos,

al que quiero es a Ponciano

que es el rey de los toreros

cantaba la gente para acompañar la danza de su torero preferido.

Cuando Ponciano la regresó al suelo después de besarla mientras felicitaba a Diego Sauri por su "hermosa vaquilla", Emilia vio su falda bordada de lentejuelas, sucia de sangre y tierra, miró a los tendidos en que la gente seguía gritando su delirio patrio por el primer torero mexicano y se encajó los dientes en la orilla de un labio para no ponerse a llorar. Desde entonces, la fiesta de los toros provocó en ella una mezcla de horror y entusiasmo que le costaba esconder.

Trece meses y dos días después, el famoso primer torero mexicano murió de lo que llamaron una afección hepática. Bien sabía Diego cuántos fueron los tragos que se la causaron.

Una multitud de fanáticos desfiló atribulada ante su féretro. Emilia entró al comedor cuando su padre leía la crónica sobre el entierro en uno de los periódicos que tenía extendidos sobre la mesa.

– Cómo es que no se muere mejor el otro Díaz -le oyó decir mientras una lágrima grande caía sobre su taza de café.

Porfirio Díaz llevaba entonces veinte años gobernando México. Veinte años durante los cuales pasó sin reparos de héroe republicano a dictador. Por eso mismo Diego Sauri lo había convertido en su enemigo personal.

Empezaba a iluminarse la mañana. Emilia sintió frío. Estaba descalza y medio desnuda.

– Me piqué con algo -dijo extendiendo su dedo para que Diego pudiera verle sangrar la yema del índice.

Su padre revisó la pequeña herida, la chupó y luego le dio un beso.

– ¿Por qué me lames?

– La saliva desinfecta. Te picaste con algo.

– ¿Con qué? Si estaba durmiendo.

– Tu mamá va a saber-dijo Diego cuando su mujer entró al comedor y tras besarlos estuvo de acuerdo en que la niña se había picado con algo.

– ¿Con qué? -volvió a preguntar Emilia, aún estremecida por la sorpresa que la había despertado.

– Con algún alambre -le dijo su madre llevándosela a vestir.

– ¿No sería tu amigo Ponciano? -le preguntó Emilia a Diego-. Dicen que los muertos regresan.

– Regresan, pero no así -contestó Diego Sauri. Luego volvió al fondo de los periódicos con todo y su alma.

A media mañana Josefa se presentó en el colegio para llevarse a Emilia. El punzón que le había herido el dedo era el diente de una rata encontrada bajo su cama.

En su casa, congregados en tomo al animal que Diego logró guardar en una jaula, estaban el doctor Cuenca, Milagros Veytia y hasta el poeta Rivadeneira. Todos miraban al animal con el horror de quienes ven tras él a la peste bubónica y a la rabia, pero al entrar Emilia disimularon el pánico mientras ella saludaba enseñando su mordida a cada uno de los presentes.

El doctor Cuenca consideró que no podía saberse nada de momento, y los Sauri decidieron conservar a la rata en la casa para observarla durante ocho días. Diego puso la jaula en el patio trasero del primer piso y ahí la dejó correr su tiempo. A los diez días de observarla viva y sana, quedó claro que Emilia estaba a salvo de cualquier daño. Para entonces Diego y su hija habían trabado amistad con la rata y cada tarde posponían su ejecución para el día siguiente. Como al mes no se habló más de ejecutarla y la rata se volvió una invitada habitual, a la que Diego le bajaba zanahorias cada mañana y Emilia pasaba a visitar al volver de la escuela.

– Es un encanto ese animal -dijo Diego Sauri durante la comida de un jueves-. Hasta voy a creer que algo tiene de Ponciano.

– La gente no reencarna en animales. Uno se muere y ya -declaró Josefa.

– Y ya ¿qué? -preguntó Emilia.

– Y ya quién sabe, hija -le contestó Josefa con una tristeza que puso a temblar a Emilia.

– Mi tía Milagros dice que uno se convierte en árbol, Sol García dice que uno se va al cielo, la señorita Lagos dice que al infierno, en casa del doctor Cuenca creen que los espíritus se quedan en el aire y ustedes dicen que quién sabe.

– Eso decimos -aceptó Josefa-. Así que te aseguro que la rata no es Ponciano. Pobre hombre, tanto bregar para que lo quieran ver en un animal de porquería. Ya que se muera, Diego, dale algo.

– Le voy a bajar una copita de oporto -dijo Diego sirviéndose un brandy-. ¿Tú quieres una, Emilia?

– Tienen razón mis amigas -dijo Josefa-. La estamos haciendo una niña rara.

– Pobre criatura si la dejamos ser como las demás -dijo Diego.

– Soy como las demás. Sólo que ustedes son más raros que otros padres -opinó antes de levantarse con la copa de la rata en la mano-. Si se la toma fue torero, si no la envenenamos -dijo.

A la rata no le gustó el oporto, pero Diego se había encariñado tanto con ella que sólo aceptó sacarla de su casa quince meses después y para otorgarle la libertad.

Subidos en uno de los primeros autos de motor que circulaban por la ciudad, los Sauri la dejaron atrás muy temprano en busca del campo. La ceremonia de abandono cobró tanta importancia que iban como invitadas Milagros Veytia y Sol García. El auto era un préstamo a Diego de su amigo el poeta Rivadeneira, quien además de su pasión por Milagros Veytia tenía en su haber una fortuna menos inasible que aquella mujer ingrata y luminosa.

Todos formaban un cortejo, en el que prevalecía la tristeza, presidido por la contundente Josefa Veytia y Rugarcía, como llamaba Diego a su mujer cuando ella se daba la obligación de comportarse como el único miembro de la familia capaz de mantener la cabeza en su lugar.

Caminaban entre las flores lilas que pespuntean el campo en octubre. Diego llevaba la jaula con una mano y de la otra iba colgada Emilia, tarareando una cancioncita que su padre insistía en silbar de madrugada: Agua quisiera yo ser a donde vas a bañarte. Cruzaban un llano buscando el centro.

– Aquí ya está bien -decidió Josefa al poco rato de andar.

Diego Sauri se detuvo a poner la jaula en el suelo.

– Yo le abro -dijo Emilia agachándose para levantar el pestillo que abría la puertecita. Ni un segundo tardó la rata en salir corriendo a estrenar el campo en que se perdería.

– Adiós Ponciano -murmuró Diego cuando la vio desaparecer entre unos matorrales.

– Ponciano era más educado. Ésta ni las gracias dio -dijo Milagros.

– Tienes razón -aceptó Diego melancólico-. Ustedes las Veytia siempre tienen razón.

– Hasta cuando les creemos a los yucatecos -soltó Josefa que había sacado un mantel de la canasta y lo hacía volar contra el viento empeñada en colocarlo sobre el pasto sin una arruga. Cinco veces lo dejó caer y volvió \a levantarlo porque no le gustaba cómo había quedado. La última lo abandonó como estaba para evitarse las burlas de su hermana en torno a su espíritu perfeccionista.

Sentada en el suelo, Milagros la vio trajinar hasta que hubo acomodado sobre el mantel platos, vasos, vino, queso, ensalada, pan, mantequilla y hasta un florero al que le clavó unas flores que le llevaron Emilia y Sol. Milagros detestaba los trabajos que la costumbre les había dado a las mujeres, le parecían suertes menores en las que miles de talentos mayores dejaban el ímpetu que debía ponerse en cosas más útiles.