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Daniel no le dijo una palabra, pero tampoco dejó de mirarla mientras ella, todavía jadeante, se montaba sobre una rama y recargaba la espalda contra el tronco del árbol. Miró su cara sonrojada y brillante, miró sus piernas columpiándose, sus medias blancas hasta las rodillas, sus zapatos de moño yendo y viniendo como el colgante que hace sonar una campana.

– ¿Cómo dice la canción? -preguntó.

– El limón ha de ser verde/para que tiña morado/el amor para que dure/ha de ser disimulado -cantó Emilia moviendo los pies como si bailara sentada en el aire.

Daniel siguió el ir y venir de sus piernas, dejándose tocar por un encanto parecido al que le provocaba ver su cometa cortando el aire. Lo hacía llegar muy alto y cuando estaba lejos, pero sujeto a él por la cuerda que lo reconocía como su dueño, se ponía a gritar de orgullo lo mismo que si también él anduviera en el cielo.

Emilia le notó algo de aquel vuelo y dejó de cantar para dedicarle una de sus más satisfechas sonrisas. Entonces, Daniel brincó a las escaleras y bajó del árbol como un gato perseguido por una escoba.

– Ahí te quedas -dijo volteando hacia arriba cuando llegó al suelo y recogió el vestido sobre el que habían caído sus pies.

Al final de la huerta, el doctor Cuenca había construido un estanque, poco antes de que su mujer muriera, en el que ella había sembrado unas truchas. Hasta allá corrió Daniel con el vestido de Emilia. Salvador, su hermano mayor, estaba cerca acompañado de un amigo, fumándose el cigarro que le habían robado a un visitante, y lo vio llegar como a la caterva de siempre.

Daniel en cambio ni los vio. Se detuvo un momento junto a la orilla antes de dejar caer todos aquellos olanes al agua. No sería ésa la mejor manera de evitar que su padre lo mandara cuanto antes a un internado, pero no pudo negarse el placer de mirar aquel vestido suspendido en el estanque como un barco con muchas velas, así que lo echó al aire y lo vio revolotear hasta que sus alas y la reverencia con que Josefa las había cosido se aposentaron sobre el agua. Un aire suave lo hizo girar sin hundirse, como si de verdad hubiera sido hecho para flotar igual que los barcos.

– Chamaco cabrón, ¿de quién es? -dijo Salvador festejándolo.

– Mío -gritó Emilia empujando a Daniel por la espalda para que fuera a flotar junto al vestido.

Ni Salvador ni su amigo la habían visto acercarse. Pero nada pudo divertirlos tanto como aquella niña gritona que había aparecido de pronto en paños menores, lo mismo que un conejo a medio pelar, para vengarse. Porque aunque Daniel hubiera ya sacado la cabeza para decir que estaba feliz dentro del agua, Salvador sabía reconocer muy bien lo que era el orgullo vulnerado de su hermano.

Él y su amigo se reían tanto mientras seguían echando humo, que Emilia dejó de celebrar su triunfo y recordó que no llevaba puesto el vestido. Sintió que la quemaban con su risa los muchachos mayores y no encontró mejor salida que saltar al estanque para esconder su confusión en el agua.

Así acabó el ensayo de aquella tarde.

Poco tiempo después, el doctor Cuenca decidió que Daniel debía dejar las sonrientes faldas de Milagros Veytia para obedecer de una vez por todas las normas de vida que le parecían necesarias a su padre.

Todavía pudo conseguir Milagros, tras el inteligente palique con que era capaz de alegar que su legitimidad como tutora le venía de las últimas palabras que María Esparza le había puesto en el oído, la anuencia del doctor para esperar. Lo convenció pidiéndole que lo dejara cerca al menos hasta concluir el siglo, y quién sabe qué cosa tocaría en su ánimo con tal súplica, pero el hecho fue que Daniel permaneció en la ciudad un año más, cerca de la voluntaria tía postiza cuyo rescoldo se le había vuelto imprescindible para salir bien librado de cuanta temeridad se le ocurría.

Sólo al empezar 1901 la cabeza alborotada y el acertijo que vivía en la risa de Daniel Cuenca fueron enviados al colegio para jóvenes que dirigía don Camilo Aberamen, un italiano riguroso, experto en formar el carácter de niños imposibles.

Para entonces Emilia y Daniel habían cambiado su litigio por complicidad. Pasaban las tardes del domingo trepando árboles, intercambiando las piedras que coleccionaban durante la semana, pateando el agua del estanque mientras se turnaban para rascarse la espalda. Esto último en cumplimiento de un contrato que había establecido Emilia para evitarse una desavenencia con su amigo.

Una tarde, mientras mojaban los pies con el ánimo de no curarse jamás la tos que compartían, Daniel le pidió que le rascara la nuca.

– ¿Cuánto tiempo?

– Hasta que yo te diga.

– No -dijo Emilia-. Te rasco toda la espalda, pero cuento hasta sesenta y luego tú me rascas a mí.

A Daniel le había parecido justa la idea, y de aquella conversación se derivó un acuerdo.

El último domingo de aquel febrero, cada uno de los juegos tuvo el cuidado de un rito. El cambio de piedras duró menos tiempo que otras veces, porque Emilia no tuvo que exhibir una por una todas las ganancias de su colección para ver si con alguna convencía a Daniel de que le cambiara una piedra negra, brillante y tersa como la seda, a la que él llamaba su amuleto y que llevaba consigo a todas partes. La ponía bajo su almohada antes de dormirse y era lo primero que tocaba al despertar. La habían encontrado juntos una seca mañana de invierno en que Milagros los llevó a caminar junto a las aguas del río Atoyac. Emilia la había visto brillar entre las otras y había perdido el tiempo en señalarla mientras Daniel seguía su dedo con los ojos y se agachaba para ganársela.

– ¡Es mía! -gritaron los dos al mismo tiempo, pero estaba en la mano de Daniel y ahí se quedó por varios meses de intercambios durante los cuales Emilia pasó de la condescendencia al chantaje sin lograr jamás nada.

– Abre la mano -dijo Daniel al empezar el intercambio de aquel domingo.

Emilia extendió su mano y sintió caer la piedra en el cuenco de su palma. El amuleto de Daniel brilló un segundo bajo el sol que palidecía.

– ¿Estás seguro? -preguntó Emilia como si apretara un brillante entre sus dedos.

– Vamos al estanque -le contestó Daniel, al que desde niño le costaba trabajo exhibir su generosidad.

Metieron los pies al agua helada. Empezaron a moverlos asustando a los peces de la orilla.

– ¿Te rasco la espalda? -preguntó Emilia.

– Hasta sesenta -le contestó Daniel.

Emilia empezó a recorrerle la espalda con sus dedos delgados, mientras contaba despacio como ninguna otra vez. Iba en el veinte cuando Daniel cruzó su brazo con el de ella y se puso a peregrinarle la espalda sin contar. Emilia se detuvo en el veintitrés y tampoco habló más. Estuvieron así un rato, sin aquietar los pies hasta que Emilia dejó caer su mano y se atrevió a decir:

– No quiero que te vayas.

– ¿Y eso qué?

– Te prometo cuidar tu piedra.

– Ya es tuya -le contestó Daniel. -¿Allá te vas a buscar otra?

– No. Allá no hay piedras -dijo Daniel sacando los pies del agua.

– ¿Y niñas?

– Tampoco -dijo Daniel.

Caminaron rumbo a la casa con los zapatos en la mano y la tos de febrero en la garganta. Milagros Veytia había salido a encontrarlos y fingió un disgusto.

– Par de escuincles locos: ¿qué hacían con los pies en el agua? -dijo al encontrarlos.

– Despedirnos -contestó Emilia, que aprendió de su madre a contar sin recato las tribulaciones de su corazón.

Milagros los llevó a una recámara, les frotó los pies con alcohol, les preparó una infusión de yerbas olorosas y les contó uno de sus cuentos aventureros y heroicos. Cuando Josefa entró al cuarto para recuperar a su hija, encontró a Milagros presa de una extraña sonrisa, sentada al borde de una cama en la que dormían dos niños exhaustos.

– Te ayudo a cargarla -le dijo Milagros al verla mover despacio el cuerpo de Emilia.