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– Trata de acordarte -le dijo Diego en el tono áspero con que se habla a los enemigos.

Emilia le respondió volviendo al llanto y Josefa tuvo a bien resolver las dudas de su marido diciendo que la niña tenía miedo de cantar y bailar en casa de los Cuenca el domingo siguiente. Furioso de haber vuelto a la realidad de modo tan abrupto, Diego le pidió a su mujer que no interpretara las emociones de su hija, y exigió que la niña dijera cuál había sido su sueño y volviera cuanto antes a su cama. Entonces Emilia se atrevió a decir que había soñado con el diablo, y que aunque Diego le había explicado mil veces que el diablo no existía, ella le había visto la cara burlona de Daniel Cuenca diciéndole "sí existo". Tras oírla, Diego increpó a Josefa por permitir que la niña tratara con gente que le hablaba del diablo y Josefa se defendió diciendo que era la cara del niño Cuenca y no el diablo lo que tenía espantada a su hija. Diego la llamó burra y ella le dijo que era él quien rebuznaba.

La luz del día siguiente los sorprendió en distintas camas por primera vez en diecisiete años de vida juntos. Josefa se había quedado dormida a un lado de Emilia, sin darse cuenta. Lo último que recordó fue que había estado un rato rascándole la espalda y riéndose del diablo y de Daniel Cuenca. Quién sabe qué soñaría, pero despertó con el peso de una plancha en el hueco del alma. Se levantó sin hacer ruido y caminó a su cuarto de labores en el otro lado de la casa. Ahí tenía un sillón de respaldo alto en el que se acomodaba a leer o a bordar, una mesa redonda de encino claro sobre la que siempre había un desorden de papeles que, en los últimos tiempos, le había servido para a enseñarle a Emilia el abecedario, un pequeño librero y un escritorio lleno de cajoncitos en el que guardaba desde las escrituras que la hacían dueña de su casa, hasta las notas de la mercería y la tienda de ultramarinos. Buscó en una caja forrada de tela, sacó un papel claro y escribió: Querido: Tienes razón, el diablo no existe, la niña no es tímida. ¡Cesen las armas! Josefa.

Cuando volvió del mercado había sobre la mesa del comedor un ramo de flores pálidas del que colgaba una notita que Diego escribió en el papel de sus recetas. Decía: La niña sí es tímida. Su papá espera rendirte las armas en mejor ocasión. Diego.

Para antes de la comida el pacto se formalizó sobre el terreno que lo había roto la noche anterior. Diego volvió de la botica chiflando, y entró hasta la recámara sin detenerse. Josefa reconoció el estilo de sus pasos y fue tras él preguntándose si se habría quitado los zapatos. Si Diego se quitaba los zapatos durante el día, era señal de guerra santa, si no, podía pensarse que sólo había ido al cuarto por una siesta de perro que hacía con los zapatos sobre la colcha, porque así era la costumbre yucateca. Al menos eso creía Josefa, cuya única referencia de lo yucateco provenía de su marido. Por eso, para ella, todo lo que Diego hacía distinto de los poblanos era señal de su origen. Llamarla lechuga en los momentos más arrobados era muestra inequívoca de su ser yucateco. Así la llamó esa tarde antes de rendir sus armas. Al día siguiente Emilia fue a su primer ensayo en la casa de los Cuenca.

V

Fue un domingo memorable.

Josefa Veytia había crecido sabiendo que la ropa de los domingos debía ser elegante y que desde los niños hasta los viejos estaban obligados a pasear sus mejores disfraces en ese día. Sólo entre aquel grupo de amigos estrafalarios que su marido y el doctor Cuenca habían ido pizcando, se usaba vestirse los domingos con atuendos más desvalijados que los de la semana.

– Así va a ser en el futuro -le dijo Diego sacando del ropero su chaquetón más viejo-. Y a nosotros nos toca abrir el camino a esa libertad.

– ¿También eso te toca? -le preguntó Josefa-. Diego, por favor no te des tantos deberes. Un grupo de treinta locos no puede hacerse cargo de cambiarlo todo.

– Todo no. El modo en que fruncen el ceño algunas mujeres cuando discuten, no hay para qué cambiarlo -dijo Diego poniéndose el saco que tenía un codo zurcido y una rotura en el forro.

– Yo no creo que dentro de cien años haya alguien capaz de salir a la calle en tus fachas -aseguró Josefa saltando sobre el elogio.

– Lástima que no voy a vivir para demostrártelo.

– En eso estamos de acuerdo. La gente como tú no debería morirse, pero por lo pronto que la niña se vista hoy como es correcto -pidió Josefa.

– ¿Por qué lloras si te dejaron como muñeca de porcelana? -le preguntó Diego a su hija cuando la vio ataviada con un vestido lleno de olanes y adornado con una banda color de rosa en la cintura.

– Por eso -contestó Emilia, corriendo a meter la cara entre las cortinas de la sala, para que nadie la viera llorar.

Cuando la llamaron para salir había recuperado el control y se puso junto a Diego con una sonrisa. Dejó que su madre la contemplara como a una obra maestra y salió con los dos rumbo a casa de los Cuenca.

Milagros Veytia esperaba en la puerta cuando vio acercarse a los Sauri caminando como si el tiempo fuera todo suyo. Parado junto a ella, estaba Daniel Cuenca con sus diez años dentro de los primeros pantalones largos de su vida y una camisa de lino azul, heredada de su hermano.

– Disfrazaron a la niña de muñeca, por eso tardaban -dijo Daniel.

– No la molestes -le ordenó Milagros cuando los Sauri estuvieron a veinte pasos de la puerta. Después se quedó callada viendo caminar a Emilia con la escasa libertad de su cuerpo entre tantos olanes. ¿Por qué se empeñará Josefa en vestirla así?, se preguntó sintiendo cierta compasión por su ahijada. Sin embargo, cuando la tuvo cerca, no pudo sino rendirse ante la fuerza con que miraban sus ojos de almendra oscura. Había tenido razón la mañana en que nació aquella niña. Ese par de ojos era la muestra más nítida de que su ahijada no conocería jamás la delicia de ser inocente.

– Tómenlo con calma -dijo con sorna cuando los Sauri pudieron oírla al cabo que nadie los está esperando desde hace dos horas.

Diego se acercó a besarla y ella lo saludó preguntándole si podría hacerse cargo de colgar el telón que se necesitaba para darle a la sala el aspecto de un teatro. Luego le preguntó a Josefa si recordaba la música con la que acompañaría la canción a cargo de los niños y a Emilia si ya se había aprendido la letra.

Emilia sintió sobre ella los ojos burlones de Daniel y respondió que la había olvidado, pero como si no la hubiera oído, Milagros le ordenó que se la enseñara a Daniel, porque él no se sabía ni una palabra. Luego tomó a Josefa del brazo y se alejó junto con ella.

– Ni don Porfirio ha de ser tan mandón como tú cuando te vuelves empresaria de teatro -concluyó Josefa.

– No lo llames "don Porfirio". Es un viejo arbitrario, ruin, seco, malvado.

– ¿Será para tanto?

– Pregúntale a tu marido.

– No necesito preguntárselo. Todo el día repite cosas así.

– ¿Y tú te haces la sorda?

– Por supuesto. No quiero que lo maten por andar de hablador.

– Aquí se van a morir hasta los mudos, Josefa. No vale la pena callarse.

– No digas esas cosas -pidió Josefa.

– Como si no las supieras -le contestó Milagros.

Los niños se habían quedado junto a la fuente. Daniel tenía en una mano la rama de un arbusto y la meneaba rascando el suelo sin dejar de recorrer a Emilia con la censura de su mirada.

– No me mires así --dijo ella.

– No te estoy mirando -le contestó Daniel riéndose con unos ojos distintos de los que la habían aterrado en su pesadilla.

– Ya sé que estoy horrible.

– No estás horrible, pero no puedes correr -dijo Daniel.

– Te gano -contestó Emilia.

– Gáname -retó Daniel echándose a correr.

Emilia corrió tras él como si no la estorbara la rigidez de sus crinolinas, lo siguió hasta el fondo del jardín y lo vio encaramarse por una escalera de palos hasta la mitad de un fresno enorme. Supo que con aquel vestido no podría ir más allá del segundo escalón. Se lo quitó. Abajo llevaba un fondo almidonado del que también se deshizo. Libre de trapos subió por la escalera.