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Manuel Rivadeneira era un hombre rico, de placeres sencillos. Disfrutó siempre todo lo que la vida le fue dando, sin pedir nunca más de lo que le tocaba. Con esa resignación había aceptado la negativa de Milagros a casarse con él, y con esa sabiduría había logrado quedarse junto a. ella sin más explicaciones.

Vivía solo, pero tenía instantes de luz que ningún casado soñó jamás. Se encontraba con Milagros cuando ella quería. Así que nunca vio una mala cara, ni sintió la oscuridad del tedio cruzar por la sonrisa de la mujer que le llenaba la vida. Leía sin horario y vivía sin prisa. Su casa tenía un silencio de iglesia.

El tren arrancó haciendo un ruido que a Emilia le entibió la piel. Por primera vez emprendían un viaje de los mil que a diario ambicionaba su padre para ella.

Tres estaciones y casi dos horas después, llegaron a San Andrés Chalchicomula. Cuando el vagón en que viajaban cruzó despacio frente al andén, Emilia vio por la ventana la figura larga y la cabeza alborotada de su amigo. Tenía a sus pies la maleta de cuero con la que iba y volvía cada fin de año y sobre la cara una larga mecha de cabello cobrizo con la punta levantada. Al verlos aparecer, Daniel sacó de su bolsillo una flauta y se puso a tocar algo de su propia invención.

– A este niño se le nota la libertad en cuanto lo dejan suelto -dijo Milagros viéndolo desde la ventana con toda la complacencia de la madre que no era.

– Se nota que lo adoras -dijo Rivadeneira.

En cuanto se abrieron la puertas, Daniel irrumpió en el vagón haciendo más escándalo que una feria. Emilia le dio la bienvenida a gritos. Se abrazaron riéndose hasta rodar por el suelo y sólo cuando el movimiento volvió a sacudir el tren, Josefa logró acomodarlos en dos sillones contiguos dándoles unas barajas españolas y una bolsa con galletas para que se hicieran al ánimo de entrar en paz.

Jugaron brisca y discutieron hasta llegar a las cumbres de Maltrata. El tren subía una cuesta muy empinada y estaban rodeados de nubes. Caía una llovizna menuda sobre los cerros que perforaban la niebla. El valle por el que habían viajado un rato largo se convirtió en un acantilado por cuyas laderas a veces se suspendían cabañas y a veces giraban arroyos. Todo era verde o agua a su alrededor.

Anduvieron por ese paisaje hasta quedarse dormidos uno contra otro. Empezaban a sentir frío cuando un largo silbar de la máquina les anunció que habían llegado a Boca del Monte. Las puertas del vagón se abrieron de par en par y el tren quedó enfrente de una cabaña con la mesa servida y una gran lumbre de colores. Desde entonces, siempre que sentía frío, Emilia añoraba esa noche junto al fuego de la posada.

Al día siguiente, cuando llegaron a Veracruz para instalarse en el Hotel de México, justo en la playa del muelle, frente al primer mar de sus ojos, Emilia conoció el calor del trópico y el café en que sus padres se enamoraron de golpe y sin regreso.

Otras vacaciones, Milagros los hizo recorrer todo el estado de Puebla. Les enseñó el valle que según sus conocimientos habían gobernado en otro tiempo los designios del dios Xólotl, y les habló durante horas de los conocimientos astronómicos que cabían en la reverencia a un dios cuyo nombre quiere decir Caminante Celeste. También los llevó a Cholula, el centro religioso más importante del valle de Anáhuac, para que subieran la pirámide erigida en honor de Quetzalcóatl, el dios del aire.

– Era el dios inteligente y bueno, había enseñado a los hombres el arte de trabajar los metales, y el arte, más difícil aún, de gobernar a los pueblos. Cuando le hablaban de guerra se tapaba los oídos -les dijo Milagros Veytia mientras se acercaban al templo en un tranvía jalado por mulas.

Al llegar corrieron por la cuesta que sube a la punta de la pirámide hasta la iglesia que los españoles del siglo XVI plantaron encima del gran templo, sin ningún respeto por el dios con que los habían confundido los primeros habitantes de México.

– Españoles arbitrarios -dijo Daniel contemplando el paisaje sobre el que reinaba el atrio de la iglesia construida para la Virgen de los Remedios.

– Su religión y su tiempo eran los arbitrarios. Además, hijo, no conviene criticar a los antepasados -le dijo Milagros Veytia.

– Mis antepasados eran aztecas, no españoles -dijo Daniel.

– ¿Por eso tienes nalgas de torero? No es como uno quiere, sino como es -dijo la tía.

– Y los aztecas también eran arbitrarios -afirmó Emilia. Tenía las mejillas ardiendo y el fleco húmedo rizándose contra su frente:

– ¿Cuándo regresas al colegio? -preguntó.

– El martes -dijo Daniel pasándole un brazo por el hombro mientras caminaban hacia una mujer que vendía naranjas.

Ese domingo, por primera vez, Emilia encontró urgente pedirles algo a dos dioses al mismo tiempo. Sin embargo, ni Quetzalcóatl ni la señora de los Remedios pudieron ayudarla a evitar que el doctor Cuenca llevara a su hijo de regreso a Chalchicomula.

– Ya entiendo por qué ustedes no le rezan a ningún dios -les dijo a sus padres al poco tiempo.

– ¿Ya? -le preguntó Josefa levantando la cabeza, que había perdido entre los hilos con los que bordaba una servilleta.

– De todos modos no conceden nada -dijo Emilia.

– La única que concede cosas es la vida -intervino Diego tras las hojas abiertas de su cuarto periódico del día-. Y es generosa. Muchas veces concede lo que no se le pide. Pero nunca nos basta.

– A mí me ha bastado -confesó Josefa.

– A ti porque naciste con luna llena -le dijo Diego.

– ¿Yo con qué nací? -preguntó Emilia.

– Tú naciste con luz eléctrica -contestó su padre-. Quién sabe cuántas cosas vas a querer de la vida.

Los domingos extrañaba a Daniel más que los otros días. El jardín de los Cuenca se le hacía tan inmenso como era largo el tiempo.

A su amiga Sol García nunca la dejaban ir con ella a lo que en su familia llamaban tertulias de anarquistas. Así que mientras los adultos preveían la democracia, Emilia recorría la casa como un gato aburrido o se quedaba quieta en una silla de mimbre escuchándolos hablar de música y política. Se entretenía mirándolos desde lejos mientras ellos imaginaban y discutían el futuro como si dependiera de sus designios. Al hablar, Milagros movía las manos de un modo que a Emilia le resultaba elocuente de por sí. Verla desde el silencio era presenciar una danza memorable que sólo a ella le pertenecía y que se le quedó para siempre en el abismo donde uno acomoda sus mejores recuerdos.

Algunas veces, los Sauri llegaban tarde a las reuniones del doctor Cuenca, porque con la misma intensidad de sus pasiones republicanas, Diego cultivaba una irrebatible pasión por los toros que se propuso contagiarle a su hija. Ésa era tal vez una de sus escasas diferencias con Milagros su cuñada, quien no bajaba de carnicería lo que él exaltó siempre como un arte mayor.

Durante todo el siglo XIX, el asunto de los toros fue motivo de discusiones no sólo entre cónyuges y familiares, sino hasta en el Congreso. En 1867 el presidente Juárez prohibió lo que consideraba "una diversión bárbara, salvaje y estúpida que sólo podía agradarle a un gobierno despótico".

En ese punto Diego Sauri no estaba de acuerdo con aquel presidente al que llamaba en sus conversaciones "el implacable y buen señor Juárez". Así que cuando las corridas de toros se aprobaron en la Cámara, él fue uno de los primeros en celebrarlo.

Los Sauri habían conocido mucha gente inolvidable durante el largo itinerario en busca de yerbas medicinales al que llamaron su viaje de bodas. Su amistad con Ponciano Díaz, el primer torero mexicano de la época, se inició en aquel entonces, durante una pesada travesía entre Querétaro y Guadalajara. Cuando recibió la alternativa en la plaza de Puebla, el torero vivió y bebió unos días en la casa de sus amigos poblanos. Al poco tiempo se hizo famoso.