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– ¿Sobreviviste? -le preguntó al verlo en el suelo, guardándose una colección de improperios con la cabeza bajo los brazos.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó Milagros saliendo al pasillo para encontrarse a su hermana echada sobre el cuerpo de Diego y hablándole al oído.

Tembló. En un segundo le cupieron muchas preguntas: ¿lo venían persiguiendo? ¿Le habían disparado? ¿Estaría muerto? Maldita fuera la santa idea de la revolución. ¿Para qué se habrían metido ellos donde nadie los llamaba?

– Se tropezó con el rodapiés que puse tras la puerta -explicó Josefa respondiendo a la pregunta que su hermana había hecho en voz alta y de paso a todas las que había recitado para sus adentros.

"Esto va a conducir a un pleito conyugal que no quiero presenciar", se dijo Milagros dando la vuelta tras hacerle a su hermana una seña con las manos, para enviarle su complicidad.

– ¿Por qué discuten? -le preguntó Emilia somnolienta cuando la vio entrar de regreso a la recámara que compartían algunas veces.

– Nada grave, se cayó tu papá -le contestó Milagros. Pero aún no lograba reponerse de la sensación de catástrofe que le había provocado su imaginación.

– ¿Qué?

– Se tropezó al entrar, pero está vivo -dijo Milagros-. Sabes, hija, yo también le tengo miedo a la revolución.

Emilia estaba acostumbrada a que Milagros hablara dormida, pero no a que dijera incongruencias mientras deambulaba por la recámara con su larga bata clara haciéndola parecer un fantasma. Así que en cuanto se creyó despierta del todo, se levantó y fue al pasillo a ver qué sucedía.

Para entonces Diego Sauri se había sentado en el suelo y Josefa hablaba de prisa pidiéndole disculpas.

– ¿Qué te pasó mi amor, mi corazón, mi luz, mi torero, mi tesoro? -dijo Emilia acercándose a su padre.

– Venía pensando en ti y se me olvidó pensar en las trampas que me pone tu madre -le contestó Diego dejándose querer por su hija.

– ¿No será que te preocupó de más la junta esa? -preguntó Josefa que de repente dejó de sentirse malhechora y decidió echarle la culpa de todo a la reunión en casa de los Serdán-. ¿Por qué tienen que verse a media noche? Esos tipos son unos encaminadores. Como la junta es en su casa no corren el peligro de salir a estas horas a caminar por la ciudad como si fuera lógico.

– En Madrid a estas horas la gente anda cantando por los callejones. Lo que pasa es que esta ciudad es recatada y tediosa como una iglesia -dijo Diego Sauri levantándose.

– No empieces, Diego, que vives aquí porque quieres. En tu tierra ya te hubieran comido los piratas, los mayas o los federales -se defendió Josefa, que consideraba los ataques a la ciudad como insultos a su estirpe.

– Los federales nos van a comer a todos en alguna parte -dijo Milagros volviendo a salir de la recámara.

– ¿Por qué? -preguntó Emilia.

– No le hagas caso a tu tía, ya sabes cómo exagera -pidió Josefa.

– ¿Por qué la engañas? -indagó Milagros-. Si nos vamos a meter en esto, que lo sepa la niña que ya no es tan niña.

– ¿A qué llamas "esto", Milagros? -preguntó Josefa.

– A estar en contra de la dictadura, a tener amigos que trabajan para hacerle la guerra, a saber dónde están escondidos los exiliados políticos y cuántas armas consiguen sus partidarios -dijo Milagros.

Emilia los oía con los ojos creciéndole en la curiosidad. Ya le había dicho Daniel algunas cosas. Había presentido un peligro en que él se fuera, pero no se le había ocurrido pensar que la paz de su casa podría perturbarse.

– Tiene razón, Milagros -aceptó Diego-. ¿Cómo andas de sueño, Emilia? Te ves despierta como ardilla. Ven, vamos a platicar lejos del chiflón que puede matar a tu mamá.

– Ves cómo sí hay chiflón -dijo su mujer ayudándolo a levantarse y caminando con él hasta la estancia en el centro de la casa.

Después fue a la cocina a preparar un agua de azahares que pusiera en orden el estómago de toda la familia, y se instaló con él como auxilio en la conversación.

Eran más de las dos cuando Emilia regresó a su cama.

– Habrá que espantarse el miedo -le dijo a Milagros que aún estaba de pie dando vueltas por el cuarto.

– Nada le va a pasar a tu Daniel -aseguró Milagros sentándose junto a ella.

– Que te pudiera oír la diosa Ixchel -dijo Emilia.

– Ya me está oyendo -le contestó Milagros metiéndose por fin entre las sábanas.

La mañana del día siguiente sorprendió tarde a Josefa que desde siempre tenía la responsabilidad oficial de hacer las veces de un reloj. Eran casi las ocho cuando despertó con el ruido de protesta que hacían los pájaros del corredor, acostumbrados a la puntualidad cotidiana con que ella les quitaba las capas a sus jaulas. Como los pájaros, Emilia y Diego amanecieron también protestando por lo tarde que los había despabilado.

Emilia se fue a la escuela con una trenza a medio cepillar y la raya de la sábana aún marcada en una de sus mejillas. Diego abrió la botica sin haber preparado el jarabe de Ruibarbo y el vino de Peptona que tenía como encargos desde el sábado anterior. Sólo Milagros había desaparecido con el alba. Porque así era ella, olía la madrugada y se le abrían los ojos y el camino de las obsesiones.

Sin embargo, pensó Josefa mientras alborotaba en el aire las sábanas de su cama, a pesar del desbarajuste con que empezó el día, todo estaba más claro después de la conversación de media noche, y no había nada que temer aparte de lo imprevisto.

– Claro que en estos casos, lo imprevisto es justo lo que uno supone que debió prever -le dijo Milagros cuando se encontró con ella al regresar del mercado.

– Por eso te quiero, hermana -sonrió Josefa-, por la delicadeza con que me arruinas la vida.

– Te pongo en la realidad, Josefa, pero tú no vas a salir nunca de las novelas. Hago esfuerzos inútiles, todo lo quieres ver color de rosa.

– Las novelas están llenas de catástrofes -defendió Josefa.

– Entonces no te quejes de la realidad -contestó Milagros.

IX

Durante los siguientes años, Josefa Veytia se volvió tan asidua lectora de los periódicos como lo fue siempre su marido. Todos los días el recuento de lo que iba sucediéndole al país la mantenía en vilo igual que una novela por entregas de aquellas que la hacían despertar a media noche tratando de imaginarse lo que seguiría.

Su pasión por los escritores y sus ocurrencias se redujo frente a las historias que la realidad le iba regalando cada mañana. Leía tantos periódicos como Diego y les dedicaba aún más tiempo. Se conocía como las tablas de multiplicar quién quería qué y quién vaticinaba qué, quién buscaba o quiénes se oponían a la octava reelección del dictador que en sus recuerdos era el héroe de muchas batallas importantes, y en su juicio había estado siempre como el único hombre que logró conseguir un largo periodo de tranquilidad desde que no sólo ella sino sus padres nacieron en el aguerrido país del siglo XIX.

Sin embargo, de tanto leer los elogios que a diario le hacían en los periódicos los favorecidos con su régimen y enfrentarlos a las docenas de folletos clandestinos que informaban de las arbitrariedades que se permitían en todo el país, y en el caso de Puebla de la perversión del gobernador al que respaldaba desde hacía varios lustros, Josefa dejó de llamarlo don Porfirio y se convirtió en otra militante de la causa antirreleccionista.

Hasta entonces se dio cuenta Diego de lo benéficas que habían sido siempre las treguas de sus conversaciones con Josefa: cuando las vio perdidas y ella empezó a parecer otro de sus compañeros de causa. Su mujer sólo quería hablar de las posibilidades electorales que tenía el señor Madero, del Club Central Antirreleccionista y de lo que le parecía cada uno de los folletos y libros que fueron apareciendo.