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«Quítate la gabardina», dijo. Ella vestía como el día de la isla blanca: falda y botas negras y blusa de seda blanca, sin sombrero. Él extendió la gabardina en el suelo del cobertizo. Su forro escarlata relucía en aquel pequeño espacio iluminado por el claro de luna. Ella se tendió entre el revoltijo de una vida inglesa, palos de criquet, una pantalla amarillenta, jarrones desportillados, una mesita plegable, baúles, y extendió un brazo hacia él. Él se tendió a su lado.

«¿Cómo puedo gustarte? -murmuró-. Soy mucho mayor que tú.»

3

Cuando le quitaron el pijama, en el furgón sin ventanas de la policía y él vio el vello espeso y rizado que le cubría los muslos, Saladin Chamcha se derrumbó por segunda vez aquella noche; pero ahora empezó a reír histéricamente, contagiado quizá por la persistente hilaridad de sus captores. Los tres funcionarios de inmigración estaban muy animados, y fue uno de ellos -el tipo que ponía los ojos en blanco y que resultó llamarse Stein- quien «desenfundó» a Saladin al grito de «¡Hora de abrir los regalos, "paki"; vamos a ver de qué estás hecho!» Arrancaron las rayas rojas y blancas a Chamcha que protestaba echado en el suelo del furgón con dos gruesos policías sujetándole cada brazo y la bota de un quinto agente firmemente plantada en el pecho, pero sus protestas quedaron ahogadas por la festiva algarabía. Sus cuernos tropezaban con las cosas, las paredes y el suelo del furgón o la espinilla de un policía -en cuyo caso era sacudido contundentemente por el agente de la ley, comprensiblemente furioso- y estaba, en suma, de un humor más negro que nunca en la vida. No obstante, al ver lo que había debajo del pijama prestado, no pudo impedir que una risita de incredulidad se le escapara entre los dientes.

Sus muslos se habían vuelto mucho más anchos y robustos, además de peludos. Debajo de las rodillas terminaba el vello y sus piernas se afinaban en unas pantorrillas duras y casi descarnadas, rematadas por un par de relucientes pezuñas como las de cualquier carnero. Saladin también quedó asombrado al ver el pene, considerablemente aumentado y bochornosamente erecto, un órgano que no pudo reconocer como propio sino con gran dificultad. «¿Y qué es esto? -bromeó Novak, anteriormente llamado "Siseos", dándole un pellizquito-. ¿Te gusta alguno de nosotros?» A lo que "Gemidos", el funcionario de inmigración Joe Bruno, se descargó una palmada en un muslo, dio a Novak un codazo en el costado y gritó: «Na, no es eso. Es que, por fin, le hemos cabreado.»

«¡Ya lo pesqué!», gritó Novak mientras accidentalmente golpeaba con el puño los desarrollados testículos de Saladin. «¡Je! ¡Je! -gargarizó Stein con lágrimas en los ojos-. Ésta es todavía mejor… ¡No es de extrañar que esté tan jodidamente cachondo!»

A lo que los tres, repitiendo muchas veces «Cabreado… cachondo…», se abrazaron dando alaridos de hilaridad. Chamcha quería decir algo, pero temía averiguar que su voz se había transformado en balido y, además, la bota del agente estaba oprimiéndole el pecho con más fuerza que nunca y le costaba trabajo articular palabras. Lo que desconcertaba a Chamcha era que una circunstancia que le parecía totalmente insólita y sin precedentes -es decir, su metamorfosis en criatura sobrenatural- fuera tratada por los otros como si fuera lo más trivial y normal que pudieran imaginar. «Esto no es Inglaterra», pensó y no por primera ni por última vez. ¿Cómo podía ser, después de todo; dónde, en aquel país moderado y lleno de sentido común, cabía un furgón como aquél, en cuyo interior semejantes hechos podían ser tratados como cosas plausibles? Se sentía impulsado hacia la conclusión de que, en realidad, había muerto cuando el avión estalló y todo lo que había seguido era una especie de más allá. En tal caso, su rechazo de tantos años de la vida eterna empezaba a resultar bastante ridículo. Pero, ¿en dónde, en todo esto, había un atisbo de un Ser Supremo, ya fuera benévolo o maligno? ¿Por qué el purgatorio, o el infierno, o lo que fuera este lugar, se parecía tanto a aquel Sussex de premios y hadas que todo colegial conocía? Quizá, pensó, no había muerto en la catástrofe del Bostan sino que se encontraba gravemente enfermo en algún hospital, aquejado de delirio. Esta explicación le atraía, especialmente porque restaba significado a cierta llamada telefónica nocturna y a una voz masculina que en vano él trataba de olvidar… Sintió un fuerte puntapié en las costillas, lo bastante doloroso y real como para hacerle dudar de la verdad de tales teorías de la alucinación. Concentró su atención en el presente, un presente en el que figuraba un furgón de policía que contenía tres funcionarios de inmigración y cinco policías y que, por lo menos de momento, era todo el universo que él poseía. Un universo de miedo.

Novak y los demás habían perdido bruscamente la alegría. «Animal», le insultó Stein administrándole una serie de puntapiés, y Bruno se sumó a él: «Todos sois iguales. No se puede esperar de los animales que observen normas civilizadas. ¿Eh?» Y Novak tomó el hilo: «Estamos hablando de jodida higiene personal, cerdo.»

Chamcha estaba perplejo. Luego, observó que en el suelo del furgón había aparecido un gran número de cositas blandas y redondas. Se sintió abrumado por la mortificación y la vergüenza. Al parecer, hasta sus procesos naturales eran caprinos. ¡Qué humillación! ¡Él, que era -que tanto se había esforzado por ser- un hombre sofisticado! Semejante degradación podía ser propia de la chusma de las aldeas de Sylhet o de los talleres de reparación de bicicletas de Gujranwala, pero él era de otra madera. «Miren ustedes, señores míos -empezó tratando de adoptar un tono de autoridad que era bastante difícil de conseguir en aquella postura tan poco digna, tendido de espaldas esparrancado, entre montones de bolitas de su propio excremento-, señores míos, les conviene reparar su error antes de que sea tarde.»

Novak puso una mano detrás de la oreja. «¿Qué ha sido ese ruido?», preguntó, mirando en derredor, y Stein dijo: «A mí que me registren.» «Ha sonado así -describió Joe Bruno que, haciendo bocina con las manos, bramó-: ¡Maa-aa-aa!» Entonces los tres volvieron a reír, de manera que Saladin no pudo saber si estaban insultándole o si sus cuerdas vocales habían sido infectadas, como temía él, por aquella macabra demoniasis que le había acometido sin el menor aviso. Estaba tiritando otra vez. La noche era muy fría.

El funcionario Stein, que parecía ser el jefe de la trinidad o, por lo menos, primus inter pares, volvió bruscamente al tema de las bolitas que rodaban por el suelo del furgón. «En este país -informó a Saladin-, cada cual limpia lo que ensucia.»

El policía dejó de mantenerle echado y tiró de él obligándole a arrodillarse. «Eso es -dijo Novak-. Límpialo.» Joe Bruno puso una mano grande en la nuca de Chamcha y le empujó la cabeza hacia el suelo. «Empieza -dijo en tono coloquial-. Cuanto antes empieces, antes acabarás.»

* * *

Mientras realizaba (por no tener alternativa) el ritual último y más inmundo de su humillación injustificada -o, dicho con otras palabras, mientras las circunstancias de su vida milagrosamente salvada se hacían más infernales y escandalosas-, Saladin Chamcha empezó a advertir que los tres funcionarios de inmigración ya no se conducían de un modo tan extraño como al principio. En primer lugar, ya no se parecían entre sí en nada. El oficial Stein, a quien sus colegas llamaban «Mack» o «Jockey», resultó un hombre corpulento con una narizota en forma de montañas rusas y un acento exageradamente escocés. «Así se hace -observó con aprobación mientras Chamcha masticaba tristemente-. ¿Actor has dicho? A mí me gusta ver trabajar a un buen cómico.»

Esta observación indujo al oficial Novak -es decir, «Kim»-, que había adquirido una coloración alarmantemente pálida, una cara ascética y delgada que recordaba un icono medieval, y un pliegue en el entrecejo que sugería un profundo tormento interior, le indujo, decía, a lanzarse a una breve perorata acerca de los artistas de las series de telefilmes y presentadores de concursos de televisión que más le gustaban, mientras que el oficial Bruno, que, según observó Chamcha con cierta sorpresa, se había convertido en un sujeto extraordinariamente bien parecido, con el pelo brillante y engominado, peinado con raya en medio y una barba rubia que contrastaba dramáticamente con el tono más oscuro del cabello, Bruno, el más joven de los tres, preguntó lascivamente qué había de las mujeres, que eso era lo bueno. Este nuevo enfoque animó a los tres a rivalizar en la narración de anécdotas de la más diversa especie que dejaban sin terminar, cuajadas de frases de doble significado, pero cuando los cinco policías trataron de meter baza, los tres funcionarios cerraron filas, adoptaron un aire severo y pusieron a los policías en su lugar. «Los niños -les reprendió Mr. Stein- son para vistos y no para oídos.»