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«Me vuelvo loco -pensaba Gibreel-. Ella se muere, pero yo pierdo el juicio.» Había salido la luna y la respiración de Rosa era el único sonido de la habitación: roncaba, al inhalar y al exhalar el aire penosamente, con un leve gruñido. Gibreel trató de levantarse de la butaca y descubrió que no podía. Incluso en aquellos intervalos entre visiones, su cuerpo seguía estando increíblemente pesado. Como si tuviera un pedrusco en el pecho. Y las imágenes, cuando llegaban, seguían siendo confusas, de manera que en un momento estaba en un granero de Los Álamos con ella en brazos, que susurraba su nombre una y otra vez, Martín de la Cruz, y al momento siguiente ella le trataba con indiferencia ante los ojos atentos de una cierta Aurora del Sol, de manera que no era posible distinguir el recuerdo del deseo, ni las rememoranzas culpables de las verdades confesables, porque ni en su lecho de muerte Rosa Diamond sabía cómo contemplar su pasado.

La luna entraba en la habitación. Cuando dio a Rosa en la cara, parecía que la atravesaba, y Gibreel incluso empezaba a distinguir la muestra del encaje de la almohada. Entonces vio a don Enrique y a su amigo, el puritano y severo doctor Babington, de pie en el balcón, tan sólidos como puedas desear. Gibreel creyó advertir que, a medida que las apariciones ganaban consistencia, Rosa quedaba más y más desdibujada, diluyéndose como si se intercambiara por los fantasmas. Y, puesto que él también había comprendido que las manifestaciones dependían de él, de aquel dolor de su vientre, del peso de la piedra en su pecho, empezó a temer por su propia vida.

«Querías que falsificara el certificado de defunción de Juan Julia -decía el doctor Babington-. Lo hice por nuestra amistad. Pero estuvo mal y ahora veo el resultado. Has amparado a un homicida y quizás es tu propia conciencia la que te consume. Vuelve a casa, Enrique, vuelve a casa, y llévate a esa mujer tuya, antes de que ocurra algo peor.»

«Ésta es mi casa -dijo Henry Diamond-. Y no me gusta que hables de mi esposa en ese tono.»

«Dondequiera que los ingleses se instalen, nunca salen de Inglaterra -dijo el doctor Babington, mientras se deshacía en el claro de luna-. A no ser que, como doña Rosa, se enamoren.»

Una nube pasó sobre la luna y, ahora que el balcón estaba vacío, Gibreel Farishta consiguió por fin dejar la butaca y ponerse de pie. Caminar era como arrastrar por el suelo una bola y una cadena, pero llegó a la ventana. En todas las direcciones y hasta donde alcanzaba la vista, había unos cardos gigantes que se mecían en la brisa. Donde antes estuviera el mar había ahora un océano de cardos que llegaba hasta el horizonte, tan altos como un hombre. Entonces Gibreel oyó la voz incorpórea del doctor Babington que murmuraba a su oído: «La primera plaga de cardos en cincuenta años. Al parecer, el pasado vuelve.» Vio a una mujer correr entre la espesa maleza, descalza, con el negro pelo suelto. «Lo hizo ella -la voz de Rosa dijo claramente a su espalda-. Después de engañarle con el Buitre y de convertirle en asesino. Él no quería ni mirarla después de aquello. Oh, es muy peligrosa esa mujer. Mucho.» Gibreel perdió a Aurora del Sol entre los cardos; un espejismo borró al otro.

Sintió que algo le agarraba por la espalda, le hacía girar y lo tumbaba de espaldas. Allí no había nadie, pero Rosa Diamond estaba sentada en la cama, muy erguida, mirándole con ojos muy abiertos, haciéndole comprender que había abandonado la esperanza de aferrarse a la vida y que le necesitaba para ayudarle a completar la última revelación. Como le ocurriera con el comerciante de su sueño, él se sentía inerme, ignorante… ella, empero, parecía saber cómo extraer de él las imágenes. Él vio un reluciente cordón que los unía ombligo con ombligo.

Él estaba ahora al lado de un estanque en la inmensidad de los cardos, abrevando el caballo, y ella llegaba cabalgando en su yegua. Ahora él la abrazaba, le soltaba la ropa y el pelo, y luego yacían juntos. Ella le susurraba cómo es posible que te guste si soy mucho más vieja que tú y él le decía palabras tranquilizadoras.

Ahora ella se levantaba, se vestía y se alejaba en su yegua, y él se quedaba allí, con el cuerpo lánguido y caliente, sin advertir que una mano de mujer salía de los cardos y agarraba el cuchillo de puño de plata.

¡No! ¡No! ¡Así no!

Ahora ella llegaba cabalgando hasta la orilla del estanque y en el momento en que desmontaba, mirándole nerviosamente, él se abalanzaba sobre ella, le decía que no podía seguir soportando su desprecio y caían juntos al suelo, ella gritaba, él le arrancaba la ropa, y las manos de ella, que le arañaban, tropezaban con el mango del cuchillo.

¡No! ¡No, nunca, no! Así, ¡ahora!

Los dos estaban tiernamente abrazados, con muchas caricias lentas; y entonces un tercer jinete entraba en el claro junto al estanque, y los amantes se separaban; y entonces don Enrique sacaba su pequeña pistola y apuntaba al corazón de su rival, y él sintió que Aurora le clavaba el cuchillo en el corazón, una y otra vez, ésta por Juan y ésta por dejarme, y ésta por tu distinguida puta inglesa, y él sentía en el corazón el cuchillo de su víctima que Rosa le clavaba una vez y otra, y otra, y después de que la bala de Henry le matara, el inglés tomaba el puñal del muerto y se lo clavaba muchas veces en la herida sangrante.

Entonces, Gibreel, con un alarido, perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, la anciana de la cama hablaba consigo misma, con una voz tan débil que él casi no podía distinguir las palabras. «Llegó el pampero, el viento del Suroeste, que doblaba los cardos. Entonces lo encontraron, o quizás antes.» El fin de la historia. Cómo Aurora del Sol escupió a la cara a Rosa Diamond en el funeral de Martín de la Cruz. Cómo se acordó que nadie fuera acusado del asesinato, a condición de que don Enrique se llevara cuanto antes a doña Rosa a Inglaterra. Cómo subieron al tren en la estación de Los Álamos y los hombres del traje blanco estaban en el andén con sus sombreros borsalino, para asegurarse de que se marchaban. Cómo, una vez arrancó el tren, Rosa Diamond abrió el maletín de mano en el asiento y dijo en tono de desafío: Me he llevado una cosa, un pequeño recuerdo. Y de un hato sacó un cuchillo de gaucho con mango de plata.

«Henry murió durante el primer invierno de nuestro regreso. Después, no ocurrió nada más. La guerra. El fin. – Hizo una pausa-. Tener que reducirse a esto, habiendo conocido aquella inmensidad. No se soporta. -Y, después de otro silencio-: Todo se encoge.»

El claro de luna fluctuó, y Gibreel sintió que le quitaban un peso de encima, tan bruscamente que le dio la impresión de que se elevaría hasta el techo. Rosa Diamond yacía quieta, con los ojos cerrados y los brazos descansando en la colcha de retazos. Estaba normal. Gibreel comprendió que ya nada le impediría salir por la puerta.

Bajó las escaleras con cuidado, todavía con piernas un poco inseguras; encontró una pesada gabardina de Henry Diamond y un sombrero flexible de fieltro gris, dentro del cual el nombre de don Enrique había sido bordado por la mano de su esposa, y salió sin mirar atrás. En cuanto cruzó el umbral, el viento le arrancó el sombrero y se lo llevó rodando por la playa. Él corrió tras él, lo cogió y se lo encasquetó. Londres, shareef, allá voy. Tenía la ciudad en el bolsillo: Geographers' London, la guía de la metrópoli, muy sobada, de la A a la Z.

«¿Qué hago? -pensaba-. ¿Llamo o no llamo? No; me presento sin más, toco el timbre y digo nena, tu sueño se ha hecho realidad, del fondo del mar a tu cama, hace falta algo más que una catástrofe aérea para mantenerme lejos de ti… Bueno, quizá no exactamente así sino algo por el estilo. Sí. La sorpresa es la mejor táctica. Allie Bibi, ay de ti.»

Entonces oyó el canto. Venía del cobertizo del pirata tuerto pintado en la pared, y la canción era extraña pero familiar: era una canción que Rosa Diamond tarareaba con frecuencia, y la voz también era familiar, aunque un poco diferente, menos temblona; más joven. Inexplicablemente, la puerta del cobertizo estaba abierta y el viento la batía. Él fue hacia la canción.