Изменить стиль страницы

El se incorporó, furioso. «Bien, pues esto es lo que hay dentro -estalló-. Un indio traducido al inglés. Ahora, cuando trato de hablar en indostaní, la gente me mira con cara de circunstancias.» Atrapado en la gelatina de su lenguaje adoptado, empezaba a oír, en la Babel de la India, una amenazadora advertencia: no regreses. Cuando has pasado a través del espejo, es peligroso retroceder. El espejo puede hacerte pedazos.

«Esta noche me he sentido muy orgullosa de Bhupen -dijo Zeeny, metiéndose en la cama-. ¿En cuántos países podrías entrar en un bar cualquiera y empezar semejante debate? Con esa pasión, esa seriedad, ese respeto. Ya te regalo tu civilización, inglés de quiero y no puedo. Yo me quedo con ésta muy contenta.»

«Abandona -le suplicó-, déjame. No me gusta que la gente entre a verme sin avisar. He olvidado las reglas de cortesía y kabaddi, no sé decir mis oraciones, no sé lo que se hace en una ceremonia nikah, y en esta ciudad en la que crecí me pierdo si voy solo. Ésta no es mi casa. Me da vértigo porque parece mi casa y no lo es. Me estremece el corazón y me da vueltas la cabeza.»

«Eres estúpido -le gritó ella-. Un estúpido. ¡Vuelve atrás! ¡Maldito imbécil! Claro que puedes.» Ella era un vórtice, una sirena que le tentaba a regresar a su viejo yo. Pero era un yo muerto, una sombra, un fantasma, y él no quería convertirse en fantasma. Tenía en la cartera el pasaje de vuelta a Londres y pensaba usarlo.

* * *

«¿Por qué no te has casado?», dijo él de madrugada, cuando ninguno de los dos podía dormir. Zeeny resopló. «Desde luego, has estado fuera demasiado tiempo. ¿Es que no me ves? Yo soy morena.» Apartó la sábana, arqueando la espalda para exhibir sus opulencias. Cuando Poolan Devi, la reina de los bandidos, salió de las cañadas para rendirse y ser retratada, los periódicos destruyeron de inmediato el mito inventado por ellos mismos acerca de su belleza legendaria. Ella, en lugar de apetitosa, era ahora fea, vulgar, repulsiva. Lo que hace la piel oscura en el norte de la India. «No me convence -dijo Saladin-. No esperarás que yo me lo crea.»

«Bien, aún no eres del todo idiota -rió ella-. ¿Quién quiere casarse? Yo tenía cosas que hacer.»

Y, después de una pausa, ella le devolvió la pregunta: Bueno, ¿y tú?

No sólo casado sino, además, rico. «Anda, cuenta. ¿Cómo vivís, tú y la señora?» En una mansión de cinco plantas en Notting Hill. Últimamente, él empezaba a sentirse inseguro allí, porque la última partida de ladrones se habían llevado no sólo los consabidos vídeo y estéreo, sino también el perro guardián pastor alemán. No era posible, empezaba a creer él, vivir en un sitio en el que los elementos criminales raptaban animales. Pamela le dijo que era una antigua costumbre local.

En los Viejos Tiempos, dijo (para Pamela, la Historia se dividía en: la Antigüedad, la Edad Media, los Viejos Tiempos, el Imperio británico, la Edad Moderna y el Presente), el secuestro de animales domésticos era un buen negocio. Los pobres robaban los canes de los ricos, les enseñaban a olvidar sus nombres y los vendían a sus afligidos e indefensos amos en las tiendas de Portobello Road. La historia local de Pamela era siempre muy detallada y, con frecuencia, inexacta. «¡Santo Dios! -dijo Zeeny Vakil-. Vende la casa y múdate cuanto antes. Yo conozco a esos ingleses, son todos iguales, gentuza y nawabs. No puedes luchar contra sus jodidas tradiciones.»

Mi esposa, Pamela Lovelace, frágil como la porcelana, grácil como una gacela, recordó él. Yo echo raíces en las mujeres a las que amo. Las trivialidades de la infidelidad. Él las desechó y se puso a hablar de su trabajo.

Cuando Zeeny Vakil descubrió cómo ganaba el dinero Saladin Chamcha, lanzó una serie de gritos que impulsó a uno de los árabes de medallón a llamar a la puerta para preguntar si ocurría algo malo. Vio sentada en la cama a una hermosa mujer a la que algo que parecía leche de búfala le resbalaba por las mejillas y le goteaba por la barbilla y, después de pedir disculpas a Chamcha por la intrusión, se retiró apresuradamente, perdón, amigo, eh, es usted un hombre afortunado.

«Pobre infeliz -jadeó Zeeny entre carcajadas-. Esos cochinos angrez, bien te han jodido.»

Conque ahora resultaba que su trabajo era chistoso. «Tengo un don para los acentos -dijo él, ufano-. ¿Por qué no había de aprovechar?»

«¿Por qué no habría de aprovechar? -remedó ella agitando las piernas en el aire-. Mister actor, acaba de volver a resbalarle el bigote.

Ay, Dios mío.

¿Qué me ocurre?

¿Qué diablos?

Socorro.

Porque él tenía realmente aquel don, de verdad que lo tenía, él era el Hombre de las Mil y una Voces. Si querías saber cómo debía hablar tu botella de ketchup en el anuncio de televisión, si no estabas segura de la voz que correspondía a tu bolsa de fritos con sabor a ajo, él era tu hombre. Él hacía hablar a las alfombras en los anuncios de los grandes almacenes, imitaba a personajes célebres, judías fritas, guisantes congelados. Por la radio, podía convencer al auditorio de que era ruso, chino, siciliano o presidente de los Estados Unidos. Una vez, en una obra de radioteatro para treinta y siete voces, él las interpretó todas, con una serie de seudónimos, y nadie lo notó. En compañía de Mimi Mamoulian, su equivalente femenina, él dominaba las ondas hertzianas de la Gran Bretaña. Dominaban un segmento tan amplio del círculo de la voz que, como decía Mimi: «Vale más que delante de nosotros nadie mencione la Comisión Antimonopolios ni en broma.» Ella tenía una gama asombrosa; podía representar cualquier edad de cualquier lugar del mundo en cualquier tono del registro vocal, desde la angelical Julieta hasta la fatal Mae West. «Tú y yo tendríamos que casarnos cuando estés libre -le sugirió Mimi-. Entre los dos, podríamos ser las Naciones Unidas.»

«Tú eres judía -repuso él-. A mí me educaron con ciertas opiniones sobre los judíos.»

«Bueno, soy judía -dijo ella encogiéndose de hombros-. Pero el circunciso eres tú. No hay nadie perfecto.»

Mimi era muy bajita, con unos rizos negros muy prietos y aspecto de anuncio de Michelin. En Bombay, Zeeny Vakil se desperezó y bostezó, ahuyentando de su pensamiento a las otras mujeres. «Demasiado -rió-. Te pagan para que los imites, siempre y cuando no tengan que verte la cara. Tu voz se hace famosa, pero a ti te esconden. ¿Adivinas por qué? ¿Verrugas en la nariz, ojos bizcos, etcétera? ¿Alguna idea, monín? Menos seso que una maldita lechuga, palabra.»

Es verdad, pensó él. Saladin y Mimi eran una especie de leyendas, pero leyendas con lunar, estrellas opacas. El campo de gravedad de sus dotes atraía el trabajo hacia ellos, pero ellos permanecían invisibles, abandonando el cuerpo para asumir voces. Por la radio, Mimi podía convertirse en la Venus de Botticelli, podía ser Olympia, la Monroe, cualquier maldita mujer que quisiera. A nadie le importaba un pito su aspecto; ella se había convertido en su voz, valía un potosí, y había tres muchachitas perdidamente enamoradas de ella. Además, compraba inmuebles. «Conducta neurótica -confesaba sin avergonzarse-. Excesiva necesidad de arraigo, debida a hecatombes en historia armenio-judía. Cierta desesperación causada por la edad y pequeños pólipos detectados en la garganta. Las fincas son tan sedantes… Las recomiendo.» Poseía una rectoría en Norfolk, una granja en Normandía, un campanario toscano y una costa marina en Bohemia. «Todas, encantadas -explicaba-. Cadenas, aullidos, sangre en las alfombras, señoras en camisón, lo que quieran. Y es que nadie renuncia a la tierra sin pelear.»

Nadie, excepto yo, pensó Chamcha, sintiendo cómo le atenazaba la melancolía, allí tendido, al lado de Zeenat Vakil. Quizás yo sea ya un fantasma. Pero, por lo menos, un fantasma con un pasaje de avión, éxito, dinero, esposa. Una sombra pero una sombra que vive en el mundo tangible, material. Con Activo. Sí, señor.