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Zeeny le acariciaba los rizos de encima de las orejas. «A veces, cuando estás callado -murmuró-, cuando no haces voces graciosas ni actúas con grandilocuencia, y cuando te olvidas de que la gente te mira, pareces un espacio en blanco. ¿Sabes? Una pizarra vacía, no hay nadie en casa. Me pone frenética, me entran ganas de abofetearte, de sacudirte para que despiertes. Pero también me da pena. Y es que eres tan tonto, tú, la gran estrella con la cara del color no apto para sus teles en color, que tiene que viajar al país de los wogs con una compañía de mala muerte, y, además, haciendo el papelito de babu, para poder salir en una obra. Te dan de puntapiés y aun así te quedas, los amas, jodida mentalidad de esclavo, palabra. Chamcha -le agarró por los hombros y lo sacudió, a horcajadas sobre él, con sus pechos prohibidos a pocas pulgadas de su cara-. Salad baba, o como te llames, por el cielo, vuelve a casa.»

La gran oportunidad de Saladin, la que pronto podría hacer que el dinero perdiera su significado, empezó en pequeña escala: televisión infantil, una cosa que se llamaba La hora de los aliens por Los Monsters de La guerra de las galaxias, inspirada en Barrio Sésamo. Era una comedia sobre un grupo de extraterrestres entre mono y psicópata, animal y vegetal, e incluso mineral, porque intervenía una artística roca espacial que podía explotarse a sí misma para extraer sus materias primas y regenerarse antes del episodio de la semana siguiente y que se llamaba Pygmalien. También aparecía una criatura brutal y eructadora, como un cactus con vómito, producto del basto sentido del humor de los productores del programa, oriunda de un planeta desierto situado en el confín del tiempo: ésta era Matilda, la austra-alien; y tres sirenas espaciales, rollizas y cantarínas, conocidas por Alien-Hadas, acaso por su talante risueño y distante; y una cuadrilla de hippies venusinos y artistas del spray de los ferrocarriles metropolitanos y similares que se llamaban Alien-Nacion; y, debajo de una cama de la nave que era el principal decorado del programa, vivía Bugsy, el escarabajo pelotero gigante de la Nebulosa de Cáncer, que se había escapado de su padre; y, en un tanque de peces, podías encontrar a Cerebro, el abalone gigante superinteligente al que chiflaba comer chinos; y Ridley, el más aterrador del reparto habitual, que parecía un juego de dientes pintado por Francis Bacon al extremo de una bolsa ciega y que tenía obsesión por la actriz Sigurney Weaver. Las estrellas del programa, los equivalentes de Kermit y Miss Piggy, eran Maxim y Mamá Alien, pareja elegantísima, de seductor atuendo y peinado asombroso, que ansiaban ser – ¿y qué si no?- celebridades de la televisión. Eran interpretados por Saladin Chamcha y Mimi Mamoulian que, de una secuencia a otra, cambiaban de voz al mismo tiempo que de traje, y no digamos de pelo, que pasaba del púrpura al bermellón, se erizaba en diagonal hasta un metro de distancia o desaparecía del todo; o de facciones y órganos, porque podían intercambiarlo todo: piernas, brazos, nariz, orejas, ojos, y cada cambio conjuraba una voz diferente de sus legendarias gargantas proteicas. El éxito del programa se debió a la utilización de novísimas imágenes creadas por ordenador. Los fondos eran simulados: nave, paisajes extraterrestres y escenarios intergalácticos; también los actores eran procesados por las máquinas, obligados a pasar cuatro horas al día soportando la aplicación de maquillaje protésico que -una vez los vídeo-ordenadores habían hecho su trabajo- les hacía parecer no menos simulados que los escenarios. Maxim Alien, playboy espacial, y Mamá, invicta campeona galáctica de lucha libre y reina universal de la pasta, tuvieron un éxito fulminante. Pasaron a los horarios preferentes y fueron solicitados por América, Eurovisión, el mundo.

A medida que La hora de los aliens adquiría preponderancia, empezó a suscitar las críticas políticas. Los conservadores lo encontraban espeluznante, obsceno (Ridley se ponía materialmente erecto al pensar intensamente en Miss Weaver), estrambótico. Los comentaristas radicales empezaron a atacar su tendencia al estereotipo, su énfasis en la idea de que lo extraño es monstruoso, su falta de imágenes positivas. Se presionó a Chamcha para que abandonara el programa; él se negó y se convirtió en blanco de ataques. «Tendré problemas cuando regrese -dijo a Zeeny-. El maldito programa no es una alegoría. Es entretenimiento. Sólo pretende distraer.»

«¿Distraer a quién? -preguntó ella-. Además, incluso ahora sólo te dejan salir al aire después de cubrirte la cara de pasta y ponerte una peluca roja. Gran cosa el Deluxe, palabra.»

«La verdad es -dijo ella cuando despertaron a la mañana siguiente-, Salad, cariño, que eres bien parecido, no un palurdo. Una piel como la leche, recién vuelto de Inglaterra. Ahora que Gibreel ha dado el esquinazo, tú podrías sucederle. Hablo en serio, sí. Necesitan una cara nueva. Vuelve a casa y tú podrías ser una gran estrella, mejor que Bachchan, más grande que Farishta. Tu cara no es tan rara como la de ellos.»

Cuando era joven, dijo él, cada una de las fases de su vida, cada personalidad que asumía, parecía temporal y eso le tranquilizaba. Sus imperfecciones no importaban, porque él podía sustituir fácilmente un momento por el siguiente, un Saladin por otro. Ahora, empero, el cambio empezaba a resultar doloroso; las arterias de lo posible habían empezado a endurecerse. «No es fácil decirte esto, pero ahora estoy casado, y no sólo con mi esposa, sino con mi vida. -Otra vez se le escapaba el acento-. En realidad, vine a Bombay por un motivo, y no era la obra. Él tiene más de setenta años y yo ya no tendré muchas oportunidades. Él no ha ido al teatro; Mahoma tendrá que ir a la montaña.»

Mi padre, Changez Chamchawala, dueño de una lámpara maravillosa. «Changez Chamchawala, pero hablas en serio, no creas que vas a poder dejarme. -Ella palmoteo-. Estoy deseando verle en persona.» Su padre, el famoso recluso. Bombay era una cultura de imitaciones. Su arquitectura reproducía el rascacielos, su cine reinventaba incansablemente Los siete magníficos y Love Story obligando a todos sus héroes a salvar por lo menos un pueblo de los bandidos asesinos y a todas sus heroínas a morir de leucemia por lo menos una vez en su carrera, a poder ser al principio. La invisibilidad de Changez era el sueño indio del infeliz crorepati que vivía enclaustrado en Las Vegas; pero un sueño no es ni siquiera una fotografía, al fin y al cabo, y Zeeny quería verlo con sus propios ojos. «Cuando está de mal humor, hace muecas a la gente -le advirtió Saladin-. Nadie lo cree hasta que lo ve, pero es la verdad. ¡Y qué muecas! Gárgolas. Además, es un puritano y te llamará descarada y, de todos modos, probablemente, yo me pelearé con él, está escrito.»

Lo que había traído a la India a Saladin: el perdón. Éste era el motivo de su viaje a su ciudad natal. Pero no habría podido decir si venía a darlo o a recibirlo.

* * *

Aspectos curiosos de las circunstancias actuales de Mr. Changez Chamchawala: en compañía de Nasreen Segunda, su nueva esposa, durante cinco días a la semana habitaba en un complejo rodeado de un alto muro conocido por el nombre de Fuerte Rojo, en el distrito de Pali Hill, favorito de las estrellas del cine; pero el fin de semana volvía, sin su esposa, a la vieja casa de Scandal Point, para pasar sus días de descanso en el mundo perdido del pasado, en compañía de la primera, y difunta, Nasreen. Además, se decía que su segunda esposa se negaba a poner los pies en la casa vieja. «O no se lo permiten», conjeturó Zeeny en el asiento trasero del largo Mercedes de cristales opacos que Changez había enviado a recoger a su hijo. Cuando Saladin acabó de ponerla en antecedentes, Zeenat Vakil silbó admirativamente: «Alucinante.»