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Vivamente ofendido por ser comparado con un crío meón, Saladin mantuvo lo que él consideraba un silencio digno. Cuando iba a licenciarse, había adquirido pasaporte británico, habiendo llegado al país antes de que las leyes se hicieran más severas, por lo que pudo informar a Changez en una lacónica nota que tenía intención de quedarse en Londres y buscar trabajo de actor. La respuesta de Changez Chamchawala llegó por correo urgente. «Lo mismo podrías ser un condenado gigoló. Creo que un demonio ha penetrado en ti y te ha trastornado. Tú, a quien tanto se ha dado, ¿no crees que debes algo a los demás? ¿A tu país? ¿A la memoria de tu querida madre? ¿A tu propio espíritu? ¿Vas a pasarte la vida contoneándote y pavoneándote ante las luces, besando a mujeres rubias ante la mirada de desconocidos que han pagado para presenciar tu vergüenza? Tú no eres hijo mío, tú eres una aberración, un hoosh, un demonio del infierno. ¡Actor! Contesta a esto: ¿Qué les digo a mis amigos?»

Y, debajo de la firma, la posdata, patética y petulante. «Ahora que tienes tu propio djinni malo, no esperes heredar la lámpara mágica.»

* * *

Después de aquello, Changez Chamchawala escribía a su hijo a intervalos irregulares, y en cada una de sus cartas volvía sobre el tema de los demonios y la posesión: «El hombre que no es fiel a sí mismo se convierte en una mentira con dos patas, y estas bestias son la mejor obra de Shaitan», escribía, y también, en vena más sentimental: «Yo tengo tu alma bien guardada, hijo, aquí, en el nogal. El demonio sólo tiene tu cuerpo. Cuando estés libre de él, vuelve a reclamar tu espíritu inmortal. Ahora florece en el jardín.»

La letra de aquellas cartas cambió a lo largo de los años, perdiendo la florida confianza que la hiciera instantáneamente identificable y haciéndose más estrecha, más sobria, más pura. Al fin las cartas dejaron de llegar y Saladin supo por otros conductos que la preocupación de su padre por lo sobrenatural había ido profundizándose hasta hacer de él un recluso, quizá con el propósito de escapar de este mundo, en el que los demonios podían robarle a uno el cuerpo de su propio hijo, mundo inseguro para un hombre auténticamente religioso.

La transformación de su padre desconcertó a Saladin, aun a tan gran distancia. Sus padres eran musulmanes, a la manera superficial y perezosa de los bombayitas; Changez Chamchawala, a los ojos de su pequeño hijo, era más divino que cualquier Alá. Que este padre, que esta divinidad profana (aunque desacreditada ahora), a su vejez, se hubiera puesto de rodillas e inclinado hacia La Meca, era algo que el ateo de su hijo encontraba difícil de aceptar.

«La culpa la tiene esa bruja -se dijo, adoptando para sus fines retóricos el mismo lenguaje de conjuros y duendes que su padre utilizaba-, esa Nasreen Número Dos. ¿Soy yo el que está endemoniado, yo el poseso? No es mi letra la que ha cambiado.» Las cartas dejaron de llegar. Pasaron los años; y un día Saladin Chamcha, actor, hombre que todo lo debía a su propio esfuerzo, volvió a Bombay con la compañía de los Prospero Players, para interpretar el papel de médico indio en La millonaria de George Bernard Shaw. En escena, él adoptaba la voz y el acento que el papel requerían, pero aquellos giros tanto tiempo reprimidos, aquellas vocales y consonantes descartadas, empezaron a escapársele de la boca fuera del teatro. Su voz empezaba a traicionarle; y luego descubrió que otras partes de su cuerpo también eran capaces de la traición.

* * *

El hombre que decide cambiarse a sí mismo asume el papel del Creador, según una cierta manera de ver las cosas; es antinatural, es blasfemo, abominación de abominaciones. Desde otro ángulo, también podías ver patetismo en él, heroísmo en su lucha, en su voluntad de arriesgarse: no todos los mutantes sobreviven. O, considerándole desde el punto de vista sociopolítico: la mayoría de los emigrantes aprenden y pueden convertirse en disfraces. Nuestras propias falsas descripciones para contrarrestar las falsedades inventadas sobre nosotros esconden, por razones de seguridad, nuestra personalidad secreta.

El hombre que se inventa a sí mismo necesita a alguien que crea en él para demostrar que ha conseguido lo que se proponía. Otra vez haciendo de Dios, dirán ustedes. O también pueden bajar unos cuantos escalones y pensar en el Hada Campanilla; las hadas no existen si los niños no dan palmadas. O podrían decir, simplemente: es sólo ser un hombre. No es únicamente la necesidad de que otros crean en uno, sino la de creer en otro. Ahí lo tienen: el amor.

Saladin Chamcha conoció a Pamela Lovelace cinco días y medio antes del fin de los años sesenta, cuando las mujeres todavía llevaban pañuelos en la cabeza. Estaba en el centro de una sala llena de actrices trotskistas y le miraba con unos ojos tan brillantes, tan brillantes… Él la monopolizó toda la noche y ella nunca dejó de sonreír y se fue con otro. Él volvió a casa y se puso a soñar con los ojos, la sonrisa, la esbeltez y la piel de Pamela. La persiguió durante dos años. Inglaterra es reacia a entregar sus tesoros. Él estaba asombrado de su propia perseverancia y comprendió que ella se había convertido en artífice de su destino, que si ella no cedía, sus intentos de metamorfosis, fracasarían. «Permíteme -suplicaba él luchando cortésmente en la moqueta blanca que le dejaba cubierto de delatora pelusa en la parada del autobús de medianoche-. Créeme. Yo soy el hombre de tu vida.»

Una noche, sin más ni más, ella consintió, dijo que le creía. Él se casó con ella sin darle tiempo de arrepentirse, pero nunca llegó a aprender a leerle el pensamiento. Cuando se sentía desgraciada, se encerraba en el dormitorio hasta que se le pasaba. «No tiene nada que ver contigo -le decía-. No quiero que nadie me vea cuando estoy así.» Él la llamaba almeja. «Abre», él golpeó todas las puertas cerradas de su vida en común, primero un sótano, después una casita y, por fin, una mansión. «Yo te quiero. Déjame entrar.» Él la necesitaba tan desesperadamente para cerciorarse de su propia existencia que no llegó a advertir la desesperación de su sonrisa deslumbrante y permanente, el terror que había en la vivacidad con que ella encaraba el mundo ni las razones por las que ella se escondía cuando no conseguía encender el brillo. Hasta que ya era tarde no le contó que sus padres se habían suicidado juntos cuando ella empezaba a menstruar, que estaban agobiados por las deudas de juego y la habían dejado con un acento aristocrático que la señalaba como una chica de oro, una mujer digna de envidia, cuando en realidad era una criatura abandonada, perdida, que no tuvo ni unos padres que quisieran esperar a verla crecer, eso era lo que la querían, por 1o que ella no tenía ni la menor confianza y todos los momentos que pasaba en el mundo eran momentos de pánico, así que sonreía y sonreía y quizás una vez a la semana se encerraba para temblar y sentirse como una concha vacía, como una cáscara de cacahuete hueca, como un mono sin cacahuete.

No llegaron a tener hijos; ella se echaba la culpa. Al cabo de diez años, Saladin descubrió que sus propios cromosomas tenían algo raro, dos palitos más o menos, no lo recordaba. Herencia genética; por lo visto, si se descuida no nace, o nace monstruo. ¿Era por su madre o por su padre? Los médicos no lo sabían; es fácil adivinar a quién lo atribuía él; al fin y al cabo, no hay que pensar mal de los muertos.

Últimamente, tenían problemas.

Él lo reconoció después, pero no mientras tanto. Después se dijo: estábamos en las últimas, quizá por falta de niños, quizá porque fuimos distanciándonos, quizá por esto, quizá por lo otro.

Mientras tanto, él no se daba por enterado de toda la tensión, de los roces, de las peleas que no llegaban a empezar; él cerraba los ojos y esperaba hasta que ella volvía a sonreír. Él se permitía a sí mismo creer en aquella sonrisa, aquella brillante falsificación de alegría.