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– No -dijo él-; es decir, esperaba que se me facilitase una expectativa un poco más explícita.

El funcionario puso cara de extrañeza.

– Tan pronto vuestro documento haya sido informado, tendréis noticias de la Agonía y de vuestro Príncipe.

– Muy bien -dijo Ígur, y se fue sin querer dar ocasión a ningún otro vacío entre él y el funcionario.

Se encontró en la calle sin ganas de emprender nada nuevo, cansado de arrastrarse por las administraciones y también de la permitida esclavitud sentimental a que le sometía la idea de Sadó. Hacía días que se le arrugaba en el bolsillo la dirección que le había dado, donde se suponía que se encontraba Fei. Ígur se sentía cada día más desligado de los requerimientos del Imperio, y de un arranque subió a un transporte y se fue hacia allá.

La dirección estaba en el Sur, fuera del núcleo urbano, cerca del tramo del Sarca que, procedente de la Falera, toma la dirección meridional entre las dos grandes curvas; a medida que se acercaba, aumentaba el debatirse entre la impaciencia y el pesar. Entró en un portal agreste, y un minuto después de llamar a los timbres, el portero automático lo instruyó para que se identificara con el sello y los códigos pertinentes; una vez lo hubo hecho, la puerta se abrió, y cuando estuvo dentro se cerró tras él y aparecieron cuatro hombres armados que le apuntaron con fusiles láser. Un quinto individuo entró y se le aproximó.

– Caballero Neblí, previamente a cualquier consideración futura, os ruego que me digáis cómo habéis encontrado esta casa.

– Señor -dijo Ígur-, si conocéis los usos, sabréis que un Caballero no revela nunca sus fuentes si con ello puede comprometer a terceras personas y, en cualquier caso, nunca lo hará bajo amenaza de armas.

– Caballero -dijo el otro-, no tengo que daros explicaciones. Vos sois quien pretende entrar en nuestra casa, y tengo que saber punto por punto vuestras intenciones. -Un sexto individuo entró y murmuró brevemente al oído del que hablaba-. Parece ser que habéis venido solo, pero tengo que saber qué queréis y quién os manda.

– No me manda nadie, y quiero ver a Fei.

– ¿Quién os ha dicho que esté aquí?

– No es asunto vuestro -dijo Ígur, un poco preocupado, porque el otro empezaba a impacientarse.

– ¿Ah no? -lo miró inquisitivo-. Como queráis, pero os garantizo que si mantenéis esa actitud, seguro que pronto será asunto vuestro.

Ígur se dio cuenta de que había ido a parar a un refugio astreo preparado para hacer frente a un asalto imperial, y si no conseguía hablar con Fei la situación sería cada vez más delicada, conque hizo una rápida evaluación y tomó una decisión.

– De acuerdo, vos ganáis -dijo, exagerando la entonación de la transigencia-; ha sido una ramera del Palacio Conti la que me ha dicho que Fei está aquí -dijo, especialmente divertido por la parte de verdad que tenía la afirmación.

– ¿Cómo se llama? -dijo el astreo.

– No lo sé.

– Mentís, Caballero, y los usos dicen que un Caballero no miente nunca.

– De acuerdo, miento. ¿Qué queréis, que condene a muerte a una dama diciéndoos su nombre?

– Caballero, o sois un criminal o sois un loco. Me cuesta creer que el Entrador del Laberinto, el único invicto de la Capilla después de Hydene y Vega, no se dé cuenta de que su presencia nos condena a todos a muerte, y de la única solución que nos deja su actitud; lo siento, Caballero. -Se volvió a los hombres armados-: Matadlo. -Y se encaminó al interior.

En la puerta lo detuvo alguien que entraba, y a Ígur le dio un vuelco el corazón: era Fei.

– ¿Qué pasa? -dijo.

– No salgáis. Duquesa -indicó el astreo con deferencia.

– ¡Fei! -gritó Ígur.

– Meine Tage in dem Leide! -dijo ella, y sonrió con ternura-, ¡Si es nuestro Caballero!

– Duquesa, permitidme -insistió el interlocutor de Ígur.

– Está bien, amigo mío -dijo ella-, el Caballero es bien recibido aquí. -El otro le dirigió unas palabras al oído, deprisa y perentorio-. No os preocupéis, no tengo ninguna duda. -Se dirigió a los hombres armados-. Podéis retiraros.

Se quedaron a solas.

– ¿Duquesa? -dijo Ígur riendo; se abrazaron.

– Era el título de mi abuela. Mi padre no lo usó nunca, y ahora yo, ya lo ves…

Se les llenaron los ojos de lágrimas.

– Estás mejor que nunca -dijo él con sinceridad, y se separó para mirarla: sin maquillaje, vestida con sencillez, el cuerpo manteniendo la formidable elegancia de siempre, las facciones que una tenue melancolía magnificaba-, y tienes que contarme muchas cosas.

– Poco, créeme -rió-, qué le vamos a hacer. ¿Y tú? -Lo miró con ojos brillantes-. El vencedor del Laberinto no es demasiado prudente yendo a visitar a los rebeldes. -Ígur sintió una punzada de pesar; se volvieron a enlazar-, ¡Pienso tanto en los buenos momentos!

Entraron abrazados a una nueva dependencia de generosas dimensiones. Ígur pensaba en Sadó, y que seguramente Fei le preguntaría por ella; decidió no mencionarla por propia iniciativa.

– He venido porque te quería ver, y también para que me digas cómo te puedo ayudar.

Nada más decir eso, se oyó una explosión procedente de la entrada, y la onda expansiva los tiró al suelo. Entre la polvareda se miraron desconcertados y, antes de poder reaccionar, aparecieron los Guardianes armados, y el Astreo que había recibido a Ígur le apuntó con el fusil láser a la cabeza.

– ¡Lo sabía! -dijo con ferocidad-, ¡lo sabía! ¡No sé por qué no te he matado nada más verte! -Cargó el fusil, cuando ya desde la entrada se oía el zumbar de las armas.

– Fei -dijo Ígur-, te juro que no tengo ni idea de lo que está pasando.

Ella cogió un arma; llegó un personaje que parecía ejercer la máxima autoridad, y se dirigió al que tenía a Ígur apuntado.

– No lo mates, nos puede servir de rehén.

– No te preocupes -dijo el otro, y esposó a Ígur a la barandilla de una escalera sin que él se resistiera, porque tan sólo le preocupaba que Fei pensara que la había traicionado-; cuando esto se haya resuelto nos ocuparemos de ti como te mereces.

– Fei, por piedad -suplicó Ígur-, dime que me crees.

Atareada preparando las armas, ella no lo miró.

– Está bien -dijo sin fijarse-, te creo -y se desembarazó del vestido; debajo, unos pantalones ceñidos y una camiseta negra sin mangas.

En ese momento la Guardia Imperial irrumpió en la habitación, todos con máscaras antigás, y el fuego láser la recorrió en todas direcciones. Ígur se sintió imbécil amarrado a la barandilla sin poder hacer nada, convencido de que o los unos o los otros lo matarían en cualquier momento; los Astreos disparaban mejor, en especial Fei resultó ser una guerrera formidable, pero por cada Imperial que caía entraban cinco, y pronto la situación se decantó a favor de los asaltantes. Cuando ya había más de diez por cada uno, Ígur vio con horror cómo disparaban sobre Fei, que se había cobijado en la escalera.

– Atención a la dama, el Jefe la quiere viva -dijo uno de los Imperiales-. Dardos paralizantes.

Poco después, Fei caía bajo el fuego de la abrumadora superioridad de los contrarios, y de un vistazo Ígur comprobaba desolado que, salvo los Imperiales, nada más que una multitud de cadáveres llenaba la sala; los Guardias, aún sin bajar las armas, abandonaron la posición de combate y se irguieron. Alguien llegó a la sala por el pasillo de entrada; era Sari Milana.

– Vamos a ver qué tenemos por aquí -dijo, burlón-; muy bien, hemos limpiado una célula Astrea. ¡Vaya, vaya, el Fidai Neblí en connivencia con los rebeldes! -Se le acercó a una distancia prudencial, porque Ígur lo miraba con una expresión inequívoca y conservaba los pies libres-. ¿Te parece bonito? -adoptó un tono jocoso-. ¿Qué dirán Bruijma y Noldera cuando sepan dónde vas a cometer fechorías? -Dos Guardias cogieron el cuerpo de Fei y se lo presentaron-. ¡Mírala, esto es caza mayor! -Miró a Ígur con complacencia-. Creo que la Duquesa tenía veleidades escénicas… -rió-. Me parece que le daremos una oportunidad -se sacó del bolsillo una máscara de pantera-murciélago, y se la mostró a Ígur-; la tenía reservada para ti, pero me parece que será más divertido que la lleve ella. -Le dio la máscara a un Guardián-. Ten, dásela al Caballero Neblí; suéltalo, seguramente querrá ponérsela él mismo.