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– ¿Y él qué ha dicho?

– Teniente, él sostiene un pasado doloroso con la Princesa Gimdrail -y ante el gesto de escepticismo del interlocutor, abrió los brazos-; da igual si se lo inventa, el efecto que le produce es el mismo. Parece que le tranquiliza saber que ella no ha obtenido finalmente el poder que muchos le auguraban, y la parte de él que la odia se alegra. Pero también parece que le duela la decadencia de la Princesa, que habría preferido desesperarse al verla convertida en una Emperatriz prepotente, porque por lo menos algo se salvaría de su recuerdo, y no que hasta lo que le había sido adverso se precipite poco a poco hacia la nada.

El Teniente sonrió.

– Que algo sobreviva del pasado, aunque sea el enemigo.

– Eso parece ser, Señor.

Se miraron, distanciados por la dirección de los pensamientos.

– Podéis retiraros -dijo el Teniente.

Trius Pavi, funcionario de la IIIa sección provincial del Catastro, de vuelta del viaje anual de constatación de datos, se alojaba en el Palacio de la Isla de Lauriayan, invitado por el Conservador, compañero de trabajo en otros tiempos. El invierno era ventoso, y el comedor interior no podía resultar más acogedor. En los postres, Trius no fue capaz de contener más su curiosidad.

– Por cierto, hace rato que te lo quiero preguntar. ¿Aún vive aquí aquel individuo…? -se detuvo viendo la sonrisa condescendiente del otro.

– O eres un hombre muy curioso, o tienes muy buena retentiva, porque ya no queda nadie que se acuerde.

– Ni una cosa ni otra; lo leí en las memorias de Deiri Cotom.

– Ah -dijo el Conservador, decepcionado-, es por eso. Parece mentira, la fortuna literaria de un oscuro Secretario de Parapotropía…

– Yo diría que era bastante más que eso, pero en fin… No has respondido a la pregunta.

El Conservador del Palacio se encogió de hombros.

– Aún vive aquí, por desgracia.

– Me gustaría hablar con él -dijo Trius.

– No te lo aconsejo. Es decir, incluso hemos procurado que no te viera. Creería que eres uno de los que han de venir a por él, ya sabes…

– ¿Aún le dura?

– ¡Desde luego! Y, además, ahora ya ni se digna razonar. Tampoco se lo reprocho, pobre hombre. Hay que entender que los que conocían a sus amigos ya hace tiempo que han desaparecido, y hasta han desaparecido los que le pueden hablar de éstos, así es que ahora vive entre desconocidos.

– Una vida muy triste -resolvió Trius, y quedó sobreentendido que renunciaba a la petición; el Conservador aprovechó para desviar la conversación.

– Bueno, ¿y cómo tenemos la política?

A Trius se le alegraron los ojos.

– Más hiperpiramidal que nunca, en manos del Cuantificador y, claro está, la casta en ascenso son los analistas, que son los que lo manejan. Es una tendencia de inercia larga, porque ya se sabe, las sociedades con tantos intermediarios establecidos nunca han tenido entusiasmo por rejerarquizarse. Los Apótropos no calculan su poder en la ascendencia sobre el Hegémono, ni en los presupuestos, sino en la báscula -rieron-; y el Emperador, encerrado en Silnarad otra vez, cada día más prisionero de los Astreos.

– ¿Y el Hegémono?

– Marterni no tiene el poder de hace tan sólo dos años, sobre todo desde que el Príncipe Uldasto sube con ese empuje…

– Es el Primero entre los Príncipes, realmente -dijo el Conservador-, por más que lo acusen de favorecer a la mesocracia.

– Realmente. Lo único que le faltaría… -se interrumpió riendo-; más vale callar, ¡no vaya a ser que tu huésped esté escuchándonos por detrás de la puerta!

Rieron. Acabados los licores, el Conservador le enseñó el Palacio al invitado.

– Esta es la antigua sala principal. Normalmente la tenemos cerrada.

– ¡Pues es espléndida! ¿Y esta inscripción? -leyó:

Der Cherub steht nicht mehr dafür

– Es una invocación al Querubín mercurial -explicó el Conservador-. Más que una evocación es una despedida, como en las edades heroicas: 'que las caídas no vayan más allá de una generación…' -recitó-. Quizá sea una bienvenida a las horas felices en que la vigilancia militar ya no es precisa.

Trius esbozó un gesto de escepticismo.

– ¿Horas felices, crees? Yo diría que es una clave Astrea. La autosatisfacción por la victoria eliminará los ejércitos, pero la nostalgia por la culpa puede reinstituir la policía. Yo me inclino por un sentido más profundo, o más general, si lo prefieres. ¿No lo has buscado en el Índice?

Fueron a otra estancia.

– Quizá sí -dijo el Conservador-, toda clave de horas felices, en dominio de colectividad, no es más que una deformación producto de la perspectiva.

– No lo sé, porque lo mismo podría decirse de las horas desafortunadas, y lo cierto es que…

Se acercaron a una maqueta sucia y en lamentable estado de conservación.

– Esto era…

– Sí, ya lo identifico -dijo Trius-. ¿Y esta parte?

– La pirámide de cráneos. No fue descubierta hasta más tarde, en las obras de reutilización.

– ¡No me extraña que los afectados vivan en el rencor! Del infierno, al vencedor del recorrido tuvieron que sacarlo.

– Es lo que dice la tradición -dijo el Conservador en tono de excusa-. Y las tradiciones, ya se sabe.

– Donde impera la sinceridad, no hay que matarse a remover conciencias.

– Pero tampoco hay que olvidar el precepto: 'La memoria es como la acidez, la temperatura o la presión atmosférica: tan sólo habitable por el hombre dentro de unos límites concretos, traspasados los cuales, tanto el máximo como el mínimo, se vuelve inhóspita, aniquiladora…'

– Ni este otro: 'Curación y agravamiento no son direcciones opuestas, sino momentos consecutivos.'

Rieron.

– ¡El altar del Gran Miedo!

– Más bien el teatro del sufrimiento del mundo -dijo Trius, y pasó hojas de una carpeta llena de cartulinas y páginas atadas de grandes dimensiones, amarillentas y raídas; entre medio había alas y residuos de polillas de peral espinoso-. ¿Provienen de Bracaberbría estos papeles?

– No lo sé. Quizá es que la invasión está aquí.

Trius separó la última hoja.

– ¿Y esto?

– Un testamento -dijo el Conservador-; quizá un poema.

– ¿Otra invocación? -dijo Trius-. ¿De quién, esta vez? -el Conservador rió.

– Parece más bien una declaración de acatamiento.

– ¿De qué? ¿De las direcciones prohibidas de la naturaleza?

– Lo dices por… ¡no, es anterior! En todo caso puede servir para reinterpretar la otra invocación: la vigilancia ya no es necesaria, pero no porque el acceso esté permitido, sino porque ya nadie lo intenta.

Trius leyó en voz alta:

El día se ha levantado sin inventarse
la sombra que de la noche lo distingue.
Por la mañana ya se ha visto el fin de la sangre seca
de la oscuridad perdida;
como brasas en la ceniza, se ha helado en el gris
de granito resquebrajado; si el cielo era de piedra,
nubes de plomo han desangrado las casas.
¿Qué hora será? El vacío sin latidos
es el mismo a media mañana,
cuando otros días culminaba
besándose ofrenda y promesa;
es el mismo en la cúspide del día,
que, no brillante y puntiagudo, sino
desmayado, indeciso en el pasaje,
talmente inclinación de vieja,
transita sin cuerpo;
es el mismo a media tarde,
que no ha sentido transformación
en la defensa del celaje.
¡Horas sin vaivén
de fina lluvia contenida
inmóvil para cualquier fín!
El relámpago distante revela desenlace.
Truena, todo se enfrenta dentro de sí,
todo en azote, en una sacudida de rabia
y desnudaje:
figura de huracanes donde reconocer,
derrota para elevar aceptación
– recuerdo donde la soberbia se inclina,
brotes del resentimiento,
quejidos del anhelo, de la fealdad
de no saber querer como se quiso!-,
el estallido del espejo donde purificarse,
saetas de agua,
tormenta desclavada, negritud voluminosa
del más largo de los largos días!
Y llueve, ya sin relámpagos, sin más ruido,
y salvo los olores, que se desenroscan,
todo se retira, corre el agua,
cristal después del barro, y cae la tarde
y poco a poco para de llover,
el aire respira.
Recobrar desarmados esos colores,
sin palabras cerrar una mirada,
brizna de recogimiento, demudanza de compasión…
Cuando ya la escasa luz declina,
se abren las entrañas del nublaje.
¿Aún da tiempo?
Aparece un viento exangüe, tiemblan
las aguas de los charcos, de las hojas
y del aire. ¿Es demasiado tarde tal vez?
Brotan con silencio de pétalos
los alambres del cielo, las claridades se enderezan,
la cimera lejana con desvelo
de bronces se perfila, como unos ojos que se abren.
Se vuelve ala de cuervo el gris profundo,
oro viejo el gris aéreo en la sangre lateral renacida,
y en su último instante, justo antes de sumirse,
me seca las lágrimas
el sol.