Pasadas las formalidades de rigor, el primer recepcionista le informó de que como el Agon no estaba, le atendería el Primer Bibliotecario; Ígur esperó unos minutos en una salita donde, al igual que en todas las estancias y pasillos que había visto, nada indicaba la naturaleza específica del edificio, sino que podía haberse tratado de cualquiera de las instancias que conocía.
– Caballero Neblí, vuestra visita es un honor inesperado para esta Biblioteca -dijo el funcionario, un hombre más joven de lo que Ígur esperaba, pero demacrado y ojeroso como si hiciera años que no viera la luz del día-. Disponéis de mi ayuda para todo aquello en lo que pueda serviros.
Se mantuvo a la espera.
– En realidad, no sé demasiado bien lo que busco -dijo Ígur, que se sentía cada vez más vacío-. ¿Tenéis una sección de documentación Histórica? Busco antecedentes sobre los Laberintos, en relación con los clanes Astreos.
El Primer Bibliotecario lo invitó a seguirle.
– Caballero, os explicaré las dificultades de una gestión del orden que me pedís. Nuestra institución sufre en este momento un arduo proceso de conciliación entre las tres Bibliotecas verticales que coexisten actualmente en el edificio: la Biblioteca de papel, que en realidad es un residuo del pasado que hemos mantenido por amor a las tradiciones, aunque se habla de imposiciones concretas de algún alto personaje, la Biblioteca cuantificada, que es, de hecho, una rama del Cuantificador del Imperio, protegida por los códigos correspondientes, y la Biblioteca de la Memoria, de la que no estoy autorizado a hablar, me dispensaréis por ello, y que de hecho es el origen del problema, porque las partes interesadas no se ponen de acuerdo para establecer su alcance, su disponibilidad y su naturaleza -soltó una risita nerviosa y miró a Ígur de reojo-, y aún menos desde que vos habéis eliminado, tan brillantemente por cierto, el obstáculo del Ultimo Laberinto.
– ¿Ah sí? -dijo Ígur, desconcertado-. ¿Cómo es eso?
El Bibliotecario lo miró y rió como si se tratara de una broma.
– El problema añadido -prosiguió- es que no hay manera de acabar las obras de la sección etiópica -entraron en una sala inmensa descuidadamente iluminada con reflejos ocres, donde coexistían el trajín de los albañiles, entre andamies y hormigoneras, y el de los empleados de la casa que transportaban bultos de un sitio a otro-, y ahora, además, se han añadido las del ala ptolemaica, que conseguí aplazar durante más de tres años con la esperanza de no juntarlas con las otras -hizo un gesto de impotencia-, y ya lo veis. El problema es que el Subcuantificador particular de la Biblioteca está pendiente del proceso de sistematización; aquí también hay el mismo conflicto, pero con otros elementos, que con las tres Bibliotecas, que es unificar criterios de lenguaje, o códigos de calificación, como queráis llamarlo, y ahora mismo es complicadísimo identificar un tema o una época, y ya no digamos una obra concreta, porque hay más de mil directorios y veinticinco mil subdirectorios, a saber con cuántos códigos diferentes, introducidos a lo largo de más de cincuenta años por miles de empleados, prisioneros morales de la Apotropía de Juegos, que más de una vez, a causa de una jugada, ha colapsado en el Cuantificador una conexión interactiva que nos afecta, y, por las propias exigencias del Juego, son incapaces ya no de ayudar a recuperarla, sino incluso de reconocer el trastorno originado -entraron en otra sala, aún mayor que la anterior, sin ventilación exterior y con una altura de más de doce metros, y diversas conexiones con pasillos acabados en salas cerradas unas veces, otras en escaleras ascendentes que llevaban a buhardillas de las que no se veía el final, o bien en escalinatas descendentes hacia húmedos sótanos, y todo, igual que antes, con ese tráfico febril que confiere al espíritu ansioso el desasosiego de la provisionalidad, de conflictos producto de la ineficacia, finalmente de la inutilidad más absoluta-. ¿Me entendéis Caballero? Las dificultades se sobreponen: ¿Qué os puedo ofrecer de lo que me pedís? ¿Dónde buscarlo? ¿Cómo encontrar la referencia oportuna, si las hay a miles? Imaginad que la hemos encontrado, y nos remite a una pieza concreta: ¿esa pieza, existe? Está claro que si existe la debemos tener, pero ¿dónde? Y, aunque la podamos localizar, quedan los problemas prácticos: ¿pertenece a una zona en proceso de remodelación? Si es así, ¿cuál es su localización provisional? -bajó la voz-. ¿Sabéis qué creo, Caballero?
– Decídmelo -dijo Ígur.
– Que la sección etiópica, como ya ha pasado con la cefalenia y con la lapersia, no se recuperará jamás de la remodelación; es como el cuento de la expedición que se aleja y envía mensajes lanzadera, llegará un momento en que no llegarán a cumplir su cometido: si ya es matemáticamente imposible ordenar el material nuevo, que se produce en progresión geométrica en tanto que aquí sólo damos abasto a cuantificarlo a ritmo aritmético, imaginaos lo que pasa con el material de las secciones en obras, donde se genera un desorden añadido.
– ¿Por qué -dijo Ígur- no lo asimiláis a una Ruleta Edilicia? Quizá fuerais favorecido con una resolución positiva.
– ¡Caballero, no seáis ingenuo! El azar nunca ha resuelto los problemas, y además aquí los parámetros son otros -esbozó un gesto de desesperanza que disuadió a Ígur de decir que a esas alturas tenía pocas dudas de que las operaciones de la Apotropía de Juegos no dependieran del azar-; la Biblioteca es la Catedral de la Entropía, Caballero, ¡habría que cambiarle el nombre! ¡Entropeion, Egregoreion! ¿Y todo, para qué?
– Miró a Ígur con unos ojos encendidos que hubieran dado miedo de no haber dado lástima-. Porque en realidad. Caballero, ¿sabéis qué es lo mejor de todo? Que a poca gente le importa si una obra existe o no, si el catálogo es falso o auténtico, si una sección ha sido trasladada o no, si han robado o estropeado aquí o allá, porque decidme. Caballero, ¿quién lee? -Se rió como si fuera a morder un insecto invisible-. ¿Leéis mucho, vos? ¿Cuánto? ¿Una vez al día, una vez al año? ¡No leáis, creedme, no metáis más entropía en vuestra cabeza!
Subieron una escalera, y después cruzaron un puente de barandillas endebles, desde donde se dominaba un amplio paraje de espacios variadamente conexos, con plataformas diferentes y a diversas alturas, formando dobles y triples espacios con montacargas y auténticos pozos hacia profundidades indetectables de lo que, según informaba un indicador escrito a mano, había sido en otros tiempos la sección efesia.
– ¿Puedo haceros una pregunta? -dijo Ígur, pero el Primer Bibliotecario siguió como si no lo hubiera oído.
– Debéis cuestionaros cuál puede ser mi misión; debéis pensar que no es demasiado agradecido intentar contener el desorden en una disciplina que se aprecia mínimamente, y seguramente tendréis razón. No tengo alma de mártir, ni de salvador, y sé que el provecho que puedo sacar es poco rentable tal y por donde va el Imperio. Aquí aprenderíais a distribuir razonablemente vuestras desconfianzas, Caballero -dejó escapar una risa amarga-, ya lo veis, no todas las órdenes de las instituciones a los empleados son compromisos de Juego. Me debéis tomar por un desgraciado. Caballero.
– ¿Qué significa el círculo con el caballo y la vaca? -preguntó Ígur.
– ¿Queréis ver una cosa que os resultará graciosa? Venid a mi despacho.
Cruzaron una puertecita y, por una escalera de caracol, llegaron a un ascensor enorme, alto, oscuro y desconchado, con capacidad para cincuenta personas, que los llevó entre zarándeos y chirridos a un piso superior; allí entraron en una habitación sin ventilación igual que todas las dependencias que habían visto hasta entonces, llena hasta los topes de cintas y papeles entre los cuales emergían polvorientas las terminales del Cuantificador.
– ¿Éste es vuestro despacho? -preguntó Ígur, y reparó en los papeles de encima de una mesa; el primero que cogió era una poema, y leyó en voz alta los primeros versos.