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Se enroblece en el aura umbría del ocaso

afán colmado de la índida blataria

– Dejad eso -dijo el Primer Bibliotecario-. Mirad este otro, en cambio; posiblemente es un apócrifo, es más, es casi seguro que lo sea, tiene ciertos defectos formales que lo delatan, pero no deja de ser curioso; procede de una recatalogación del año pasado, y se podría tratar…

Ígur lo dejó explayarse, y leyó el poema por encima.

Los hombres muertos que habitan en mi interior
para obligarme a que los añore
me muestran al enemigo en mí:
El alma insaciable no puede dejar escapar
ninguna ocasión de ser otra una vez más,
como si volver a cada instante deseado,
reconstruir no tanto la realización
como el propio deseo pudiera abrir el grano
de cada infamia para de él poder así extraer
el fraseo del goce, pero ay:
¿Qué es esta fisonomía
de bárbaro que me ofrezco por renovación?
¡Si ahí el amor es el mismo!
Pero los ojos ya no se molestan
en desnudar tan sutilmente,
de mí mismo se amparan en la brutalidad
de quererme posible, de la impaciencia
que me lleva a repetir de un cuerpo a otro
la misma estrategia del alma,
la misma mentira sin escrúpulos,
derrotado por el desgaste que realimenta esa
necesidad de gritar más para yo mismo oírme,
para volver a ser creíble para mí mismo.
¡Ay que a la bestia no hay quien la pare!
¿Qué tendré el valor de hacer para recobrar
las mañanas de flaqueza, metido
en bares helados de soledad y sueño,
cuando quieres creer que has vencido
a la muerte, pero es el amor quien te ha matado un poco?
¿Qué para retroceder aún más,
a los largos paseos de solitario
privado por mí mismo de decir sentires,
por el miedo a desatar la vida,
a poner deseos en juego? ¿Quién me creerá,
si ahora, tan cansado que me odio,
no soy capaz de creerme ni yo mismo?
¡Si aún me queda la esperanza de no
llegar a convencer a todos de que no es verdad
que ya no soy aquel adolescente,
porque después de constatar
que la soberbia y la exhibición
dan mejor resultado que el mostrarte
honestamente como eres, empecé a fingirlas,
y ahora no sé si aún finjo o he permitido
que de verdad me posean!
¡Y a qué precio!
Creo que he ganado valor, sinceridad,
y en el rechazo de los demás identifico
lo que antes más odiaba en actitudes
iguales a esta mía de ahora.
Ya pertenezco sólo a las lágrimas.
¿Qué culpa tengo yo si mi lenguaje
es como el del carnívoro? ¿Y quién me dice
que al que todos, como yo,
llamamos carnívoro no sufre como yo?
Yo, que he acabado
en el tiempo del esplendor final del clavicémbalo,
debo ser ese carnívoro en verdad,
tal vez aún capaz de dar vida
a sus lomos, si no fuera porque amor y odio
son los caballos de fuego que tiran enloquecidos
de la carreta de hielo del tiempo,
de arrancarme una máscara
tras otra hasta la piel, que sería
la última si… ¡qué más da! Y por espejo, tan sólo
este pobre poema que aquí he cobijado,
en extraño sitio, en dudoso camuflaje
para que sepa verlo aquel que la fortuna desee.
Al tedio germinal retornan bienes y males;
en el mundo que temo
vive el mundo que deseo,
y el que lo aplasta es el mundo que desprecio.

– Tiene un estilo -dijo Ígur- más bien pasado de moda.

– Sí, es lo que los historiadores denominan la manera universitaria. No es demasiado corriente en un poema tan largo. Es decir -rió-, si es que realmente se trata de un poema.

– ¿A qué os referís? ¿Tiene un sentido oculto?

– La cuestión sería si mi respuesta a esa pregunta tiene o no tiene un sentido oculto -dijo el funcionario.

– ¿Lo tiene?

– Ahora puedo responder 'sí', con lo que no sacamos nada en claro, o puedo decir 'a cuestión es si mi respuesta a esa pregunta tiene o no tiene un sentido oculto'.

– Y yo puedo volver a preguntar: ¿lo tiene? -dijo Ígur, los ojos clavados en el texto.

– Y yo puedo volver a decir lo mismo que la vez anterior, y así sucesivamente, o bien preguntar directamente qué sentido tiene esta conversación.

– Tiene un sentido oculto, no hay duda. ¿O quizá sólo lo tienen vuestras respuestas? ¿Sois jugador?

– Caballero -exclamó el Primer Bibliotecario con tono de reproche-. Todos los empleados de la Administración participamos de oficio en opciones preferentes de la Apotropía.

Se pasaron unos minutos revolviendo papeles.

– ¿Qué me podéis decir de lo que os he pedido?

El funcionario lo miró sin que Ígur acabase de saber si estaba ante un cínico o tan sólo ante un hombre asqueado.

– Caballero, éste es el último lugar del Imperio donde se puede consultar bibliografía. Y, si queréis que os sea franco, no creo que los temas que habéis propuesto, ni por aproximación, sean los que de verdad os interesan. Ignoro quién os ha recomendado que vengáis a la Biblioteca -rió-, y no quiero saberlo, pero es evidente que lo ha hecho para incitar designios más sutiles que, huelga decir, a vos corresponde descubrir y, si os conviene, seguir.

Caminaron por un nuevo pasillo y fueron a dar con la entrada; Ígur tuvo que reconocer que se había perdido.

– No me ha servido de mucho el entrenamiento geométrico del Laberinto -quiso ironizar.

– La geometría cada día es menos necesaria para la arquitectura -dijo el Primer Bibliotecario-, pero continúa siendo imprescindible para otras cosas.

Ígur se encontró ante la puerta.

– Si por casualidad encontraseis algo que…

– Descuidad, Caballero. Si hay suerte, os tendré presente.

Al cabo de la semana que como límite le habían marcado, Ígur llevó el Informe a la Agonía del Laberinto. Había hecho algunos cambios para cubrir el expediente, y cuando se hizo anunciar iba preparado para una dolorosa batalla dialéctica de imprevisible final por mantener la postura adoptada aunque le costara los beneficios y el honor del Laberinto. Pero el Primer Secretario de la Agonía no se dignó recibirlo, y el Secretario Administrativo que Ígur ya conocía de la firma de los protocolos y de su primera visita tras salir del Laberinto lo recibió en medio del vestíbulo, sin invitarlo ni a tomar asiento.

– Muy bien, Caballero -dijo-, haré llegar el Informe a mis superiores -y ya se iba cuando vio que Ígur no se movía-, ¿deseáis algo más?