– Mejor sacas de ahí ese cartel, hijito-se tapa los ojos la señora Leonor-. Eso de estar leyendo "Prohibido hablar del mártir" hace que Pochita y yo no hablemos de otra cosa todo el santo día. Tienes unas ideas, Panta.

– ¿Y qué cosas se dicen de Pantilandia?-tamborilea en el escritorio, se hamaca en el asiento, no sabe qué hacer con sus manos Pantaleón Pantoja-. ¿Qué has oído por ahí?

– Exageran mucho, no se le puede creer a la gente-cruza las piernas, los brazos, hace dengues, guiños, se humedece los labios mientras habla la Brasileña -. Figúrese que en Manaos decían que era una ciudad de varias manzanas y con centinelas armados.

– Bueno, no te decepciones, sólo estamos comenzando-sonríe, se muestra amable, sociable, conversador Pantaleón Pantoja-. Te advierto que, por lo pronto, ya tenemos un buco y un hidroavión. Pero esa publicidad internacional sí que no me gusta nada.

– Decían que había trabajo para todo el mundo en condiciones fabulosas-alza y baja los hombros, juega con sus dedos, agita las pestañas, cimbra el cuello, ondea los cabellos la Brasileña -. Por eso me ilusioné y tomé el barco. En Manaos dejé a ocho amigas de una casa buenísima haciendo maletas para venirse a Pantilandia. Se van a llevar la misma prendida que yo.

– Si no te importa, te ruego que llames a este lugar el centro logístico en vez de Pantilandia-se esfuerza por parecer serio, seguro y funcional el señor Pantoja-. ¿Te explicó Porfirio para qué te he hecho venir?

– Me adelantó algo-frunce la nariz, las pestañas, entorna los párpados, incendia las pupilas la Brasileña -.

¿Es verdad que hay posibilidades de trabajo para mí?

– Sí, vamos a ampliar el Servicio-se enorgullece, contempla un panel con gráficos Pantaleón Pantoja-.

Empezamos con cuatro, luego aumentamos a seis, a ocho, a diez, y ahora habrá quince visitadoras. Quién sabe algún día seremos eso que se dice.

– Me alegro mucho, ya pensaba regresarme a Manaos porque veía aquí la cosa negra-se muerde los labios, se limpia la boca, se examina las uñas, sacude una mota de polvo de su falda la Brasileña -. Me pareció que no le había hecho buena impresión el día que nos conocimos en "La lámpara de Aladino Panduro".

– Te equivocas, me hiciste muy buena, muy buena-ordena lápices, cartapacios, abre y cierra los cajones del escritorio, tose Pantaleón Pantoja-. Te habría contratado antes, pero no lo permitía el presupuesto.

– ¿Y se pueden saber el sueldo y las obligaciones, señor Pantoja?-estira el cuello, hace un ramillete con sus manos, trina la Brasileña.

– Tres convoyes semanales, dos por aire y uno por barco-enumera Pantaleón Pantoja-. Y diez prestaciones mínimas por convoy.

– ¿Convoyes son los viajes a los cuarteles? -se asombra, palmotea, suelta una carcajada, hace un guiño pícaro, se disfuerza la Brasileña -. Y prestaciones deben ser, ay, qué risa.

– Ahora que déjame decirte una cosa, Alicia-besa la estampita del niño-mártir la señora Leonor-. Si, hicieron una monstruosidad sin nombre. Pero, en el fondo, no era maldad sino miedo. Estaban aterrados con tanta lluvia y creyeron que con el sacrificio Dios aplazaría el fin del mundo. No querían hacerle daño, pensaban que era mandarlo derechito al cielo. ¿No has visto cómo en todas las arcas que descubre la policía, le han levantado altares?

– En cuanto al porcentaje, es 50% de lo deducido a los clases y soldados por planilla-escribe en una hoja, se la entrega, puntualiza Pantaleón Pantoja-. El otro 50% se invierte en mantenimiento. Y ahora, aunque sé que contigo no es necesario, porque lo que vales, hmm, está a la vista, tengo que cumplir con la norma. Quítate el vestido un segundo, por favor.

– Ay, qué lástima-pone cara de duelo, se levanta ensaya unos pasos de maniquí, hace un mohín la Brasileña -. Estoy con mi cosa, señor Pantoja, me vino ayer justamente. ¿Le importaría entrar por la puerta falsa, esta vez? En el Brasil les encanta, incluso lo prefieren.

– Sólo quiero verte, darte el visto bueno-queda rígido, palidece, encrespa las cejas, articula Pantaleón Pantoja-. Es el examen de presencia que deben pasar todas. Tienes una imaginación calenturienta.

– Ah, bueno, ya decía yo dónde va a ser la cosa, si aquí no hay ni siquiera una alfombra da un golpecito con el pie en el entarimado, sonríe aliviada, se desviste, dobla su ropa, posa la Brasileña – ¿Le parezco bien?

Estoy un poco flaquita, pero en una semana recupero mi peso. ¿Cree que tendré éxito con los soldaditos?

– Sin la menor duda-mira, asiente, se estremece, carraspea Pantaleón Pantoja-. Tendrás más que Pechuga, nuestra estrella. Bueno, aprobada, ya puedes vestirte

– Y no sólo eso, señora Leonor-examina la imagen, se persigna Alicia-. Figúrese que, además de estampitas y oraciones, también han comenzado a aparecer estatuas del niñito-mártir. Y dicen que en vez de disminuir, ahora hay más hermanos del Arca que antes.

– ¿Qué hacen ustedes ahí?-brinca del asiento, va a trancos hacia la escalerilla, acciona furioso Pantaleón Pantoja-. ¿Con qué permiso? ¿No saben que cuando tomo examen está terminantemente prohibido subir al puesto de mando?

– Es que lo busca un señor que se llama Sinchi, señor Pantoja -tartamudea, queda boquiabierto Sinforoso Caiguas.

– Que es urgente y muy importante, señor Panta-observa hipnotizado Palomino Rioalto.

– Fuera de aquí los dos-les obstruye la visión con su cuerpo, da un manazo en la baranda, estira el brazo Pantaleón Pantoja-. Que ese sujeto espere. Fuera, prohibido mirar.

– Bah, no se moleste, a mí no me importa, esto no se gasta-se va poniendo la enagua, la blusa, la falda la Brasileña -. ¿Así que usted se llama Panta? Ahora entiendo lo de Pantilandia. Ah, las ocurrencias de la gente.

– Mi nombre de pila es Pantaleón, como mi padre y mi abuelo, dos militares ilustres-se emociona, se acerca a la Brasileña, aluga dos dedos hacia los botones de su blusa el señor Pantoja-. Ten, deja que te ayude.

– ¿No podrías aumentarme el porcentaje a 70%? -ronronea, retrocede hasta pegarse contra él, le echa su aliento a la cara, busca con la mano y aprieta la Brasileña -. La casa está haciendo una buena adquisición, te lo demostraré cuando se me pase la cosa. Sé comprensivo, Panta, no te arrepentirás.

– Suelta, suelta, no me agarres ahí-da un brinquito, se inflama, se avergüenza, se irrita Pantaleón Pantoja-.

Tengo que advertirte dos cosas: no puedes tutearme sino tratarme de usted, como todas las visitadoras. Y nunca más esas confianzas conmigo.

– Pero si tenía la bragueta hinchadita, fue para hacerle un favor, no quise ofenderlo-se compunge, apena, asusta la Brasileña -. Perdóneme, señor Pantoja, le juro que nunca más.

– Por una excepción especialísima te daré el 60%, considerando que eres un aporte de categoría para el Servicio-se arrepiente, se serena, la acompaña hasta la escalerilla Pantaleón Pantoja-. Y, además, porque viniste desde tan lejos. Pero ni una palabra, me crearías un lío terrible con tus compañeras.

– Ni una, señor Pantoja, será un secretito-entre los dos, un millón de gracias-recobra la risa, las gracias, las coqueterías, baja los peldaños la Brasileña -. Ahora me voy, ya veo que tiene vista. ¿Cuando nadie nos oiga podré decirle señor Pantita? Es más bonito que Pantaleón o que Pantoja. Adiós, hasta lueguito.

– Claro que me parece horrible lo que hicieron, Pochita-levanta el matamoscas, espera unos segundos, golpea y ve caer al suelo el cadáver la señora Leonor-.

Pero si los conocieras como yo, te darías cuenta que no son malos de naturaleza. Ignorantes sí, no perversos.

Yo los he visitado en sus casas, hablado con ellos: zapateros, carpinteros, albañiles. La mayoría ni siquiera saben leer. Desde que se hacen hermanos ya no se emborrachan ni engañan a sus mujeres ni comen carne ni arroz.