– Encantado, mucho gusto, choque esos cinco-hace una reverencia japonesa, cruza el puesto de mando como un emperador, chupa su puro y sopla humo el Sinchi-. A sus órdenes, para todo lo que se le ofrezca.

– Buenos días-olfatea la atmósfera, se desconcierta, tiene un acceso de tos Pantaleón Pantoja-. Tome asiento. ¿En qué puedo servirle?

– Ese portento de mujer que me encontré en la puerta me dio mareos-señala la escalera, silba, se entusiasma, fuma el Sinchi-. Caramba, me habían dicho que Pantilandia era el paraíso de las mujeres y veo que es cierto. Qué lindas flores crecen en su jardín, señor Pantoja.

– Tengo mucho trabajo y no puedo malgastar mi tiempo, así que apúrese-respinga, coge un cartapacio y trata de disipar la nube que lo envuelve Pantaleón Pantoja-. En cuanto a eso de Pantilandia, le prevengo que no me hace gracia. No tengo sentido del humor.

– El nombre no lo inventé yo, sino la fantasía popular-abre los brazos y discursea como ante una rugiente multitud el Sinchi-, la imaginación loretana, siempre tan buida y sápida, tan ingeniosa. No lo tome a mal, señor Pantoja, hay que ser sensitivo para con las creaciones populares.

– Me está usted dando miedo, señora Leonor-se toca la barriga Pochita-. Aunque se haya salido del Arca, en el fondo sigue siendo hermana, con qué cariño habla de ellos. Ojalá nunca se le ocurra crucificar al cadetito.

– ¿Usted no dirige un programa en Radio Amazonas?-tose, se ahoga, se seca los ojos llorosos Pantaleón Pantoja-. ¿A las seis de la tarde?

– Yo mismo, aquí tiene a la famosísima Voz del Sinchi en persona-engola la voz, empuña un micro invisible, declama el Sinchi-. Terror de autoridades corrompidas, azote de jueces venales, remolino de la injusticia, voz que recoge y prodiga por las ondas las palpitaciones populares.

– Sí, en alguna ocasión he oído su programa, ¿bastante popular, no?-se pone de pie, va en busca de aire puro, respira con fuerza Pantaleón Pantoja-. Muy honrado con su visita. Qué se le ofrece.

– Soy un hombre de mi tiempo, desprejuiciado, progresista, así que vengo a echarle una mano-se levanta, lo persigue, lo arrebosa de humo, le tiende unos dedos fláccidos el Sinchi-. Además, me cae usted simpático, señor Pantoja, y sé que podemos ser buenos amigos. Yo creo en las amistades a primera vista, mi olfato no me falla. Quiero servirlo.

– Muy agradecido -se deja sacudir, palmear los hombros, se resigna a volver al escritorio, a seguir tosiendo Pantaleón Pantoja-. Pero, la verdad, no necesito sus servicios. Al menos por el momento.

– Eso es lo que se cree, hombre cándido e inocente -abarca todo el espacio con un ademán, se escandaliza medio en serio medio en broma el Sinchi-. En este enclave erótico vive lejos del mundanal ruido y, por lo visto, no se entera de las cosas. No sabe lo que se anda diciendo por las calles, los peligros que lo rodean.

– Dispongo de muy poco tiempo, señor-mira la hora, se impacienta Pantaleón Pantoja-. O me indica de una vez lo que quiere o me hace el favor de irse.

– Si no le exiges que me pida disculpas, no pongo más los pies en esta casa-llora, se encierra en su cuarto, no quiere comer, amenaza la señora Leonor-. ¡Crucificar a mi futuro nieto! ¿Crees que voy a aguantarle una malacrianza así, por más nerviosa que esté con su embarazo?

– Estoy sometido a presiones irresistibles-aplasta el puro en el cenicero, lo despedaza, se atlige el Sinchi-. Amas de casa, padres de familia, colegios, instituciones culturales, iglesias de todo color y pelo, hasta brujas y ayahuasqueros. Soy humano, mi resistencia tiene un límite.

– Qué chanfaina es ésa, de qué me habla-sonríe viendo desvanecerse la última nubecilla de humo Pantaleón Pantoja-. No entiendo palabra, sea más explícito y vaya al grano de una vez.

– La ciudad quiere que hunda a Pantilandia en la ignominia y que lo mande a usted a la quiebra-sintetiza risueñamente el Sinchi-. ¿No sabía que Iquitos es una ciudad de corazón corrompido pero de fachada puritana? El Servicio de Visitadoras es un escándalo que sólo un tipo progresista y moderno como yo puede aceptar.

El resto de la ciudad está espantado con esta vaina y, hablando en cristiano, quiere que lo hunda.

– ¿Que me hunda?-se pone muy serio Pantaleón Pantoja-. ¿A mí? ¿Que hunda al Servicio de Visitadoras?

– No existe nada lo bastante sólido en toda la Amazonía que La Voz del Sinchi no pueda echar abajo-da un tincanazo en el vacío, resopla, se envanece el Sinchi-. Modestia aparte, si yo le pongo la puntería, el Servicio de Visitadoras no dura una semana y usted tendrá que salir pitando de Iquitos. Es la triste realidad, mi amigo.

– O sea que ha venido a amenazarme-se endereza Pantaleón Pantoja.

– Nada de eso, al contrario-da estocadas a fantasmas, se ciñe el corazón como un tenor, cuenta billetes que no existen el Sinchi-. Hasta ahora he resistido las presiones por espíritu combativo y por una cuestión de principios. Pero, en adelante, puesto que yo también tengo que vivir y el aire no alimenta, lo haré por una compensación mínima. ¿No le parece justo?

– O sea que ha venido a chantajearme-se pone de pie, se demacra, vuelca la papelera, corre hacia la escalerilla Pantaleón Pantoja.

– A ayudarlo, hombre, pregunte y verá la fuerza ciclónica de mi emisión-saca músculos, se levanta, se pasea, gesticula el Sinchi-. Tumba jueces, subprefectos matrimonios, lo que ataca se desintegra. Por unos cuantos miserables soles, estoy dispuesto a defender radialmente al Servicio de Visitadoras y a su cerebro creador.

A dar la gran batalla por usted, señor Pantoja.

– Que me pida disculpas a mí esa vieja bruja que no entiende chistes-rompe tazas, se tira bocabajo en la cama, araña a Panta, solloza Pochita-. Entre tú y ella me van a hacer perder el bebe a punta de colerones.

¿Crees que se lo dije en serio, pedazo de idiota? Fue de mentiras, fue bromeando.

– ¡Sinforoso! ¡Palomino!-da palmadas, grita Pantaleón Pantoja-. ¡Sanitario!

– Qué le pasa, nada de ponerse nervioso, cálmese-queda quieto, suaviza la voz, mira a su alrededor alarmado el Sinchi-. No necesita responderme de inmediato. Haga sus consultas, averigüe quién soy yo y discutimos la próxima semana.

– Sáquenme a este zamarro de aquí y zambullanlo en el río-ordena a los hombres que aparecen corriendo en la boca de la escalera Pantaleón Pantoja-. Y no le vuelvan a permitir la entrada al centro logístico.

– Oiga, no se suicide, no sea inconsciente, yo soy un superhombre en Iquitos-manotea, empuja, se defiende, se resbala, se aleja, desaparece, se empapa el Sinchi-.

Suéltenme, qué significa esto, oiga, se va a arrepentir, señor Pantoja, yo venía a ayudarlo. ¡Yo soy su amigoooo!

– Es un gran zamarro, sí, pero su programa lo oyen hasta las piedras-curiosea una revista abandonada en una mesa del "Lucho's Bar" el teniente Bacacorzo-.

Ojalá que ese remojón en el Itaya no le traiga problemas, mi capitán.

– Prefiero los problemas antes que ceder a un sucio chantaje-un titular que pregunta "¿Sabe quién es y qué hace el Yacuruna?" intriga al capitán Pantoja-. He dado parte al Tigre Collazos y estoy seguro que él comprenderá. Más bien, me preocupa otra cosa, Bacacorzo.

– ¿Las diez mil prestaciones, mi capitán?-"Un príncipe o demonio de las aguas que provoca los remolinos o malos pasos de los ríos" se llega a leer entre los dedos del teniente Bacacorzo-. ¿Subieron a quince mil con el calorcito del verano?

– Las habladurías-"Cabalga en el lomo de los caimanes o sobre la piel de las gigantescas boas del río" dice una ilustración sobre la que ha inclinado la cabeza el capitán Pantoja-. ¿Cierto que hay tantas? Aquí, en Iquitos. Sobre el Servicio, sobre mi persona.

– Anoche me soñé otra vez lo mismo, Panta-se toca la sien Pochita-. A ti y a mí nos crucificaban en la misma cruz, uno de cada lado. Y la señora Leonor venía y nos clavaba una lanza, a mí en la barriga y a ti en el pajarito. ¿Qué sueño más loco, no amor?