– Porque además de mujeres, también distribuye pornografía por los cuarteles-golpea la mesa el padre Beltrán-. Lo sé muy bien, capitán Pantoja. En la guarnición de Borja, su ayudante el enano repartió estas inmundicias: Dos noches de placer y Vida, pasión y amores de María la Tarántula.

– A fin de acelerar la erección de los números y ganar tiempo, mi comandante-explica el capitán Pantoja-.

Lo hacemos de manera regular, ahora. El problema es que no tenemos suficiente material. Son ediciones fenicias, se deterioran al primer manoseo.

– Tenía sus ojitos cerrados, la cabecita caída sobre el corazón, como un Cristo chiquito junta las manos la señora Leonor-. De lejos parecía un monito, pero el cuerpo tan blanco me llamó la atención. Me fui acercando, llegué al pie de la cruz y entonces me di cuenta. Ay, Pochita, me estaré muriendo y todavía veré al pobre angelito.

– O sea que no fue una vez, ni iniciativa de ese enano satánico-aceza, suda, se ahoga el padre Beltrán-. Es el mismísimo Servicio de Visitadoras quien regala esos folletos a los soldados.

– Los prestamos, no hay presupuesto para regalarlos-aclara el capitán Pantoja-. Un convoy de tres a cuatro visitadoras tiene que despachar en una jornada a cincuenta, sesenta, ochenta clientes. Las novelitas han dado buen resultado y por eso las usamos. El número que va leyendo estos folletos mientras hace la cola, termina la prestación dos y tres minutos antes que el que no. Está explicado en los partes del Servicio, mi comandante.

– Lo habré oído todo antes de morirme, Dios mío-manotea en el perchero, coge su quepí, se lo pone y se cuadra el padre Beltrán-. Nunca imaginé que el Ejército de mi Patria iba a caer en semejante podredumbre.

Esta reunión es muy lastimosa para mí. Permítame retirarme, mi general.

– Siga nomás, comandante-le hace una venia el general Scavino-. Ya ve en qué estado lo pone a Beltrán el maldito Servicio de Visitadoras, Pantoja. Y con razón, claro. Le ruego que en el futuro nos ahorre los detalles escabrosos de su trabajo.

– Cuánto siento lo de tu suegra, Pochita-destapa la olla, prueba con la punta de la cuchara, sonríe, apaga la cocina Alicia-. Habrá sido terrible para ella ver eso ¿Sigue siendo hermana? ¿No la han molestado? Parece que la policía está metiendo presa a toda la gente del Arca, en busca de los culpables.

– ¿Para qué ha pedido esta audiencia? Ya sabe que no quiero verlo por aquí-consulta su reloj el general Scavino-. Cuanto más claro y más breve sea, mejor.

– Estamos totalmente desbordados-se angustia el capitán Pantoja-. Hacemos esfuerzos sobrehumanos para ponernos a la altura de nuestras responsabilidades.

Pero es Imposible. Por radio, por teléfono, por carta nos abruman con solicitudes que no estamos en condiciones de satisfacer.

– Qué mierda pasa, en tres semanas no ha llegado un solo convoy de visitadoras a Borja-se enfurece, sacude el auricular, grita el coronel Peter Casahuanqui-. Tiene usted a mis hombres melancólicos, capitán Pantoja, me voy a quejar a la superioridad.

– Pedí un convoy y me mandaron una muestra-mordisquea la uña del dedo meñique, escupe, se indigna el coronel Máximo Dávila-. ¿Se le ocurre que dos visitadoras pueden atender a ciento treinta números y a dieciocho clases?

– Y qué quieres que haga si no hay más chicas disponibles-mueve las manos, ensaliva el aparato de radio Chuchupe-. ¿Que ponga putas como las gallinas ponen huevos? Además, te mandamos sólo dos pero una era Pechuga, que vale diez. Y por último ¿desde cuándo me usteas tú, Cocodrilo?

– Voy a quejarme a la Comandancia de la V Región por sus discriminaciones y preferencias, punto seguido-dicta el coronel Augusto Valdés-. La guarnición del río Santiago recibe un convoy cada semana y yo uno cada mes, punto. Si cree que los artilleros son menos hombres que los infantes, coma, estoy dispuesto a demostrarle lo contrario, coma, capitán Pantoja.

– No, a mi suegra no la han molestado, pero Panta tuvo que ir a la Comisaría a explicar que la señora Leonor no tenía nada que ver con el crimen-Pochita prueba también la sopa y exclama te salió regia, Alicia-. Y un policía vino a la casa, a hacerle preguntas sobre lo que había visto. Qué va a seguir siendo hermana, no quiere oír hablar del Arca y al Hermano Francisco lo crucificaría por el mal rato que pasó.

– Todo eso lo sé de sobra y me entristece-asiente el general Scavino-. Pero no me sorprende, cuando se juega con fuego uno se quema. La gente se ha enviciado Y. naturalmente, quiere más y más. El error estuvo en comenzar. Ahora no se podrá parar la avalancha, cada día seguirán aumentando las solicitudes.

– Y cada día voy a poder servirlas menos, mi general -se aflige el capitán Pantoja-. Mis colaboradoras están exhaustas y no puedo exigirles más, corro el riesgo de perderlas. Es imprescindible que el Servicio crezca.

Le pido autorización para ampliar la unidad a quince visitadoras.

– En lo que a mí concierne, denegado-respinga, agrava el rostro, se frota la calva el general Scavino-.

Por desgracia, la última palabra la tienen los estrategas de Lima. Trasmitiré su pedido, pero con recomendación negativa. Diez meretrices a sueldo del Ejército son más que suficientes.

– Le he preparado estos informes, evaluaciones y organigramas sobre la ampliación-despliega cartulinas, señala, subraya, se afana el capitán Pantoja-. Es un estudio muy cuidadoso, me ha costado muchas noches de desvelo. Observe, mi general: con un aumento presupuestario del 22%, dinamizaríamos el volumen operacional en un 60%: de 500 a 800 prestaciones semanales.

– Concedido, Scavino-decide el Tigre Collazos-.

La inversión vale la pena. Resulta más barato y más efectivo que el bromuro en los ranchos, que nunca dio resultado. Los partes hablan: desde que entró en funciones el SVGPFA han disminuido los incidentes en los pueblos y la tropa está más contenta. Déjalo que reclute esas cinco visitadoras.

– ¿Pero y la Aviación, Tigre?-se revuelve en la silla, se levanta, se sienta el general Scavino-. ¿No ves que tenemos a toda la Fuerza Aérea en contra? Nos ha hecho saber varias veces que desaprueba el Servicio de Visitadoras. También hay oficiales del Ejército y de la Marina que lo piensan: ese organismo no congenia con las Fuerzas Armadas.

– Mi pobre vieja se había encariñado con esos locos del Arca, señor Comisario-cabecea avergonzado el capitán Pantoja-. Iba de cuando en cuando a Moronacocha a verlos y a llevarles ropita para sus niños. Una cosa rara, ¿sabe?, ella nunca había sido dada a las cosas de la religión. Pero esta experiencia la ha curado, le aseguro.

– Dale esa plata, cucufato, y no reniegues tanto-se ríe el Tigre Collazos-. Pantoja lo está haciendo bien y hay que apoyarlo. Y dile que a las nuevas reclutas las elija ricotonas, no te olvides.

– Me da usted una inmensa alegría con la noticia, Bacacorzo-respira hondo el capitán Pantoja-. Ese esfuerzo va a sacar al Servicio de un gran apuro, estábamos al borde del colapso por exceso de trabajo.

– Ya ve, salió con su gusto, puede contratar a cinco más-le entrega un comunicado, le hace firmar un recibo el teniente Bacacorzo-. Qué le importa tener en contra a Scavino y a Beltrán si los jefazos de Lima, como Collazos y Victoria, lo respaldan.

– Naturalmente que no molestaremos a su señora mamá, no se preocupe, capitán-lo toma del brazo, lo acompaña hasta la puerta, le da la mano, le hace adiós el Comisario-. Le confieso que va a ser difícil encontrar a los crucificadores. Hemos detenido a 150 hermanas y a 76 hermanos y todos lo mismo. ¿Sabes quién clavo al niño? Sí. ¿Quién? Yo. Uno para todos y todos para uno, como en los tres mosqueteros, esa película de Cantinflas, ¿la vio?