Изменить стиль страницы

– Algo he escuchado. Pero quiero conocer tu versión.

"Viejo zorro", pensó Galinsky. "Este encuentro de casual no tiene nada, y está usando el viejo truco de siempre: ahí está la legión de los mejores guerreros, de los más probados, de los ejemplares de los capaces de cumplir cualquier misión en el frente, pero llegada la hora más difícil, la de meter a un hombre tras las líneas enemigas, los héroes valen menos que un escupo. Entonces se recurre al negligente, al que no destaca en las primeras filas, al que pincha un caballo muerto para enseñar la espada también ensangrentada al final de la batalla. Cuéntame tus cuitas, le dice el oficial. Olvidemos los rangos. Hablemos de hombre a hombre. Y el otro se suelta, muestra sus lados flacos que el oficial simula escuchar mientras los va enumerando. Es un test de inteligencia al que el otro se somete sin saberlo. Al final, todas las muestras de sensatez convertidas en pecados reciben la generosa oferta de enmienda, de rehabilitación a través de la penitencia, de la peregrinación al

otro lado de las líneas enemigas. Es recomendable elegir los voluntarios entre los menos aptos para la acción heroica, o entre los más tocados por los efectos de la guerra en la sociedad civil. Qné gran cabrón fuiste, Von Clausewitz."

– Estoy acabado. Disponible. Sin empleo. Divorciado. Y en dos semanas tengo que dejar el piso. Kaputt, Mayor. Kaputt.

– Lo sé. Sin embargo tu situación puede cambiar, Frank Galinsky, mi viejo compañero de la sección latinoamericana. ¿Estás dispuesto a asumir una misión?

– La que sea, con tal de salir de esta mierda.

– ¿Sin preguntas?

– Un soldado no precisa conocer más que su destino y objetivo.

– Tu situación ya empieza a cambiar, Galinsky. Mañana tienes una cena de negocios conmigo. Te recogeré a las ocho en punto en nuestra querida Alexander Platz, junto al reloj que marca todas las horas del mundo.

Frank Galinsky saludó a su hijo sacudiéndole la cabellera. Tomó la mochila del niño y se la echó sobre un hombro. Así caminaron las cinco cuadras que separaban la escuela del piso de Helga. Al dejarlo en la puerta lo abrazó.

Jan, ¿recuerdas que te prometí que un día iríamos de vacaciones a España? Pues iremos, y pronto.

– ¿De veras? ¿Hay campamentos de pioneros en España? ¿Y Blitz? ¿Podemos llevarlo?

– Naturalmente. El perro también va con nosotros.

Luego de dejar a Jan echó a caminar por la ciudad. Iba eufórico, sintiendo que la vida comenzaba de nuevo. De pronto reconoció su imagen en el espejo de una vitrina.

– Estás hecho un asco, camarada, un verdadero asco. Y si quieres volver a ser el que una vez fuiste, debes empezar ahora -masculló, y empezó un trote que lo llevó hasta las orillas del Wandsee.

Corrió dando vueltas al lago hasta que la noche se abatió sobre Berlín, hasta que la última casa ribereña apagó las luces, hasta que los músculos reclamaron, hasta que se supo todavía capaz de dominarlos y vencer su cuerpo, hasta que miró el reloj y vio que eran las cuatro de la mañana.

Al detenerse tenía el cuerpo empapado de sudor. Había botado por todos los poros la vergüenza de la derrota.

5 Hamburgo: un paseo junto al Elba

Me despertó un calambre. Buscando la agarrotada pierna derecha abrí los ojos y vi que estaba en el sofá. Muy cerca, en la mesilla de centro, había un termo, panecillos frescos y un pote de mermelada.

– Buenos días, jefe -saludó el petisito. Sin el pasamontañas y con el pelo mojado se veía más chaparro todavía. Se notaba recién duchado.

– ¿Qné hora es?

– Siete y media, jefe. Parece que lo agarró el vino anoche. Se fue de golpe a la lona y no quise molestarlo. ¿Le sirvo café? Hay pancitos frescos.

– ¿Dónde dormiste?

– En su cama, jefe, pero encima. No vaya a creer que le ensucié las sábanas. Es que no quise molestarlo. Y ahora me voy porque el ingeniero debe de estar por llegar. Hoy sí que le arreglamos la calefacción. Hasta luego.

Se puso el pasamontañas azul, agarró el maletín de herramientas y echó a andar hacia la puerta.

– Espera. Debes de tener algún nombre, ¿no?

– Pedro de Valdivia. Bueno, en realidad me llamo Pedro Valdivia y yo mismo me puse el "de". Suena más elegante, ¿verdad, jefe?

– Super. Escucha, Pedro de Valdivia. Qniero pedirte un favor.

– Diga no más.

– Es posible que alguien llame por teléfono cuando estés aquí. Si preguntan por mí, di que salí de viaje, ayer, y que no sabes cuándo regreso. Lo mismo si vienen a indagar. ¿Entiendes?

– ¿Lío de faldas, jefe?

– Peor. ¿Puedes hacerme la gauchada?

– Salió ayer y quién sabe cuándo vuelve.

– Eso. Gracias, macho.

Bajo la ducha empecé a hacer mecánicamente un análisis de la situación: a) el inválido no era de la pasma; policías en sillas de ruedas se ven sólo en el cine; b) tenía buenas relaciones con la pasma es decir, era alguien de "arriba", cualquiera que fuese la altura en la que se movía; c) además de las relaciones con la pasma tenía también contactos con el servicio de defensa constitucional, la policía política de Alemania Federal. Solamente de ella podía tener información sobre mí, y el que supiera la existencia de Verónica lo confirmaba. Siempre supe que, como exiliado, estaba en la memoria del Big Brother, pero no imaginé que me consideraran tan importante como para meterse con mis giros postales y correspondencia. Era lo que se llama un hombre transparente; d) el inválido no era de la policía política, pues me había citado en una agencia de seguros y, aunque la oficina fuera una fachada más del servicio, ¿para qué quemar una cobertura dándola a conocer a un tipo como yo?

Además, si la policía política quería algo de mí, que les sirviera de chivato, por ejemplo, no me hubieran buscado en un lugar público. Conclusión: ninguna. ¿Qué demonios quería de mí el inválido?

Al salir a la calle descubrí cuánto tiempo hacía que no veía la luz de la mañana. Faltaban unos minutos para las nueve. Saqué del bolsillo la tarjeta que el inválido dejara y vi que no había ninguna dirección escrita. No me gustó. El viejo había tirado la única carnada que yo podía morder: Verónica; pero me citaba a un lugar no establecido. ¿Qué juego era ése? En un directorio telefónico busqué la dirección del Lloyd Hanseático. No estaba lejos, en el puerto, y decidí caminar hasta allá.

Caminando empecé a ver la ciudad de una manera desconocida. Hacía frío, los árboles sin follaje tenían los troncos impregnados de un musgo verde, casi brillante, intensamente verde, como los también verdes techos de cobre de las construcciones típicamente hamburgueñas. Me gustó la ciudad. Me gustó como un reencuentro con alguien que nos ha protegido, abrigado, de vez en cuando alegrado, y me dolió la posibilidad de tener que ahuecar el ala.

Tal dolor no era nuevo. Recordé qué a gusto viví en Cartagena de Indias luego de mi último fracaso político. Corregía pruebas en un periódico, lo que me permitía disfrutar de los incomparables atardeceres caribeños, hasta que una tarde dos sujetos me interceptaron el paso con los argumentos de dos cañones dirigidos al vientre.

Hasta aquí llegué, pensé, suponiéndolos miembros de algún escuadrón de la muerte al que, por cualquier razón, le habían obsequiado mi nombre.

– Tranquilo, macho. No pasa nada -dijo uno.

– Alguien te ha invitado a una copa. Y como tú no lo sabes te vamos a llevar. No hagas bolas, macho -indicó el otro.

Los escoltas me llevaron hasta un restaurante en pleno centro de Cartagena. Ahí me saludó un hombre al que llamaban "licenciado". Me ofreció un vaso de Chivas, que rechacé.

– ¿No le gusta el whisky? -preguntó el licenciado.

– Sí. Pero sólo bebo Jack Daniel's, y con hielo.

El licenciado movió la cabeza y habló a los escoltas.

– Un comandante sandinista que toma whisky gringo. ¿Cómo lo ven?

– Es que el Chivas es trago de machos -apuntó uno.