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Oskar Kramer

Lloyd Hanseático

Investigaciones de Ultramar

– Belmonte -el inválido me llamó desde la puerta-, casi lo olvido: ¡Feliz cumpleaños!

El local quedó vacío. Regresé a la barra sintiendo que el sudor me empapaba la espalda. El inválido conócía mi punto más vulnerable. Necesitaba pensar y deprisa. Si algo me mantuvo hasta entonces fue la certeza de saber que Verónica se encontraba a salvo, segura en su país construido con olvidos y silencios. Si el inválido sabía de ella era porque mi nombre, mis datos, mis pasos, mis costumbres no habían sido olvidados por la máquina tragahombres. Alguien leía las cartas que me remitían desde Santiago, se enteraba del estado de Verónica tal vez hacía comentarios con sus colegas en un cuarto secreto. Ese mismo alguien leia también mis cartas, las palabras, las frases de amor que mes a mes enviaba para que se las colocaran sobre el regazo con la esperanza de que, de pronto, súbitamente, preguntara por mí y la vida tuviera nuevamente un sentido. Y en aquel cuarto secreto, los empleados de la máquina se reirían de mis palabras, harían comentarios obscenos mientras bebían cerveza

y alimentaban el cartapacio que reflejaba cada uno de mis movimientos.

– Te llama el jefe -dijo el barman.

El tipo ocupaba un sillón giratorio detrás del escritorio. A su espalda colgaban docenas de fotografías de artistas del cabaret. Fue directo al grano.

– No me gustó lo que hiciste.

– Ya lo dijo antes.

– No hablo de los Skids. Me refiero al inválido. Vi toda la escena.

– Es un asunto personal.

– Me interesan un carajo tus asuntos personales. El inválido arregló el lío con la pasma. Y tú trataste de golpearlo. Hasta aquí llegamos ¨con tus servicios. No se puede amenazar o golpear a alguien que tiene buenas relaciones con la pasma.

– ¿Estoy despedido?

– Pasa mañana a buscar lo que se te debe.

Vaya día. Me había caído de todo. Al regresar a la barra, el local se notaba algo animado por una docena de turistas japoneses. Miré la hora. Era casi medianoche. Menos mal que finalizaba el maldito día de mi cumpleaños.

– Dame el último Jack Daniel's -pedí al bar man.

– Lo escuché todo. Mierda de tipo. Si sé de algo te aviso.

– Suerte, turco -murmuró Big Jim.

– Gracias, muchachos.

Afuera llovía intensamente. Subí el cuello del abrigo y me eché a andar en dirección del puerto. Debía actuar, llevar la delantera, anticiparme a los hechos, pero no sabía cómo ni por dónde empezar. De pronto, mientras caminaba pegado a las murallas sentí el peso de las monedas en el bolsillo. Bendita costumbre de cargar siempre monedas. Bendito hábito de tener siempre abiertas las posibilidades de comunicación. Me encerré en la primera cabina de teléfonos.

Dos ceros y tus deseos se van al espacio, allá los almacena un satélite, innegable evidencia del porvenir científico que aguarda a la humanidad. Otros dos números trasladan tus ansias desde el espacio hasta la costa más austral del Pacífico, un número las deposita en la ciudad de Santiago, y la seguidilla de los otros cinco dígitos las lleva hasta la sala de una casa.

– ¿Aló? ¿Señora Ana?… Sí. Soy yo. Estoy bien,.muy bien. ¿Y Verónica?… Igual. Sí. Sigue igual… Sí, por favor. Vea si está despierta.

Pasos. Una puerta se quejó en mi memoria. Habría que aceitar los goznes. Fijar las bisagras.

– ¿Éstá despierta? Por favor, acérquele el teléfono. ¿Verónica?

La sentí respirar acompasadamente y no le dije nada. ¿Qué podía decirle? Soy yo, amor, Juan, y te hablo aunque sé que mi voz no te alcanza que ninguna voz te alcanzará mientras sigas perdida en el laberinto del horror. ¿Por qué no sales de él, Verónica? ¿Por qué no sigues el porfiado ejemplo de tu cuerpo que emergió del mar de las desapariciones luego de dos años durante los cuales la máquina intentó destrozarlo? Tu cuerpo desnudo en un basural de Santiago. Verónica, mi amor.

– Juan. Es inútil. No lo escucha.

– Está bien, señora Ana. Sólo quería saber cómo está.

– Como siempre. No habla. No deja de mirar algo que ella no más puede ver. Juan… ¿Ocurre algo?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Es que hace unas horas llamó un amigo suyo preguntando por la salud de Verónica. Dijo que usted también llamaría, y que no olvide su cita para mañana. ¿Era un amigo suyo, Juan?

– Sí. Un buen amigo. Un gran amigo.

Actuar. Pasar a la ofensiva. ¿Qué quería el inválido? Desesperado empecé a buscar su número de teléfono en el directorio. No estaba. Y cuando me disponía a llamar al servicio de informaciones, un retorcijón me avisó que el vientre se estaba solidificando.

Tengo miedo. Eso está bien. El miedo impulsa a pensar las acciones. Todavía funcionas, Juan Belmonte. Todavía funcionas, repetí mientras caminaba por veredas desiertas.

Desde la calle vi que mi piso tenía las luces encendidas. No podía ser el inválido el que esperaba arriba. El edificio no tiene ascensor. Subí las escaleras con sigilo y al llegar frente a la puerta me quité el cinturón. Abrí y, sosteniéndolo con las dos manos, avancé hasta la sala. Ahí, despaturrado dormía el petisito del pasamontañas azul.

– ¿Estás cómodo? -saludé.

El petisito dio un salto.

– ¡Putas! Me dormí. Disculpe, jefe.

– ¿Desde cuándo estás aquí?

– Desde las ocho. Es que no pudimos reparar la calefacción y le traje una estufa eléctrica. Me senté un rato a esperarlo y me quedé dormido. Disculpe.

Lo vi pararse, coger el maletín de herramientas y caminar con desgano hasta la puerta. Además de petiso era rechoncho y tenía menos cuello que una almeja.

– No quiero molestar pero…

– Pero tienes que llevarte la estufa. Adelante.

– No. No lo vòy a dejar sin calefacción. Perdí el último metro y vivo lejos, muy lejos.

– Está bien, quédate. Te daré una manta.

– ¿Celebró el cumpleaños?

– Más o menos.

Entonces el petisito abrió el maletín de las herramientas y sacó una botella de vino. Me la enseñó feliz, como quien muestra un trofeo.

– ¿Le damos el bajo? -sugirió.

– En la cocina hay copas -respondí, recordando un dicho que habla de la soledad como la peor de las consejeras.

4 Berlín: amanecer de un guerrero

Frank Galinsky abrió la puerta del piso y se enfrentó a la soledad. Al encender la luz de la sala le parecieron injustos y obscenos los rectángulos de vacío que reemplazaban a los cuadros. Sin muebles la habitación se veía enorme. Encendiendo todas las luces recomó la vivienda. En la habitación de Jan apenas quedaban unos afiches de rockeros para decirle que hasta hace muy pocos días había sido el dormitorio de su hijo. Cerró la puerta y, al hacerlo, descubrió un hueso de goma. ¿Cómo se las arreglaría Blitz, el perro pastor, sin su juguete?

Helga se lo había llevado todo, los muebles, Jan, hasta el perro. Pateó el hueso y se dirigió a la cocina. Allí se ordenaba el escaso mobiliario que le dejara Helga; una cama plegable, una mesa y una silla. Triste patrimonio, y más aún puesto en la cocina, donde dormía para ahorrar calefacción.

Dispuso la silla frente a la ventana, de una bolsa de plástico sacó una lata de cerveza y con los pies encima del calefactor miró hacia la calle. Pronto se detendría el primer tranvía en la parada todavía desierta. Pronto amanecería. Pronto pasaría el invierno. Pronto llegaría la incomparable primavera berlinesa. Pronto… En realidad todo estaba ocurriendo demasiado aprisa en la vida de Frank Galinsky.

Súbitamente se había convertido en ciudadano de la República Federal Alemana y sin que hubiera sido necesario desertar al campo enemigo, porque también súbitamente había desaparecido la República Democrática Alemana. Se había esfumado desvanecido, desinflado sin pena ni gloria, en un acto absolutamente desprovisto de la dramaturgia tremendista y megalómana que caracterizó su existencia como nación. Los alemanes del Este, pasada súbitamente la euforia por hartarse de bananas aprendían a ponerse al día con la vida feliz que durante cuatro décadas habían oído, intuido, olido al otro lado del maldito muro. Ahora se trataba de exigir, de pedir y tenerlo todo. Hasta sus gustos se regían por la ansiedad de satisfacer la curiosidad reprimida. Ya no se conformaban con un simple helado de chocolate o de vainilla. No. Ahora exigían los sabores envueltos en la cáscara del exotismo: piña, mango, papaya, maracuyá. Su mismo hijo lo había sorprendido preguntándole si no se hacían helados de