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– En Colombia somos todos machos, chileno. ¿Cómo es en tu puto país? -inquirió el otro.

– Allá somos la mitad machos y la otra mitad hembras. No se pasa mal mitad y mitad.

Los escoltas acusaron el golpe, farfullaron un: "No te salgas de madre", pero el licenciado los mandó callar.

– Así me gustan los hombres, corajudos, pero vamos a cortar la joda. Escuche, Belmonte, Juan Belmonte, qué vaina, se llama igual que el torero de Hemingway, escuche: "Alguien de arriba" quiere que trabaje para él. ¿Conoce Medellín? Es una ciudad bonita y corren ríos de dólares, pero hay que poner un poco de orden. "Alguien de arriba" piensa que un hombre de su experiencia viene soplado. Usted me entiende.

– ¿Puedo pensarlo?

– "Allá arriba" dicen que ya lo pensó.

– Cierto. Lo había olvidado. ¿Cuándo parto para "arriba"?

– Mañana. Los muchachos le harán compañía hasta entonces. "Allá arriba" no quieren que se nos pierda.

Benditos sean los cinco mandamientos de la clandestinidad que facilitan los movimientos de sus hijos bien amados, que permiten saber cuáles son los bares que tienen cagaderos con ventanas, que le obligan a uno a tener apartados postales donde se guardan documentos y los escasos bienes, a tener siempre a mano un billete de la aerolínea nacional y a la ciudad más importante, a letrear nuestros nombres bien pronunciados para que aparezcan bien transcritos en la lista de pasajeros, y a tener por amante a una putita con la que hay que ser generoso sin pedir nada avergonzante a cambio.

Noble putita. Ella me áyudó a dejar Cartagena a bordo de un tramp que navegaba por las aguas del Caribe. Dejando atrás el golfo de Darién, mientras los hombres del licenciado me esperaban en el aeropuerto de Bogotá, le dije adiós a Cartagena y al sueño de vivir tranquilo y olvidado junto al mar, igual que en los versos de Gil de Biedma: "como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia".

Y claro que me dolió salir del Caribe, pero entre verse convertido en Ksicario" de los narcos o en carta de triunfo de los militares colombianos posando junto al cadáver de un extremista extranjero, la vida siempre nos entrega una tercera posibilidad: la de esfumarse.

Qué diablos. Tal vez me llegaba la hora de abandonar Hamburgo. Mantenía un pasaje abierto a Costa Rica y en la casilla del correo tenía dos mil dólares en efectivo. Podía largarme a cualquier parte, pero el problema era Verónica, sola, sin tenerse siquiera a ella misma allá en Santiago.

"Allá voy, Oskar Kramer. Me tienes agarrado por la jeta. Puede que conozcas mi vida al dedillo, pero hay algo que ignoras: sé perder, y en estos tiempos eso es una gran virtud", me dije y eché a andar hacia el edificio del Lloyd Hanseático.

"Regla elemental antes del combate: el guerrillero sabe que se enfrentará a un enemigo militarmente mejor equipado. Debe golpear una sola vez, de manera contundente, definitiva, y luego replegarse. Debe ir tranquilo al combate, relajado, con la seguridad que da el correcto análisis de la correlación de fuerzas. Pensar en que la naturaleza ayuda a conseguir la serenidad imprescindible al guerrillero." Comandante Giap.

Vietcong chingón, cabrón, mamador de gallo. Pero seguí su consejo. A poco caminar se desató un aguacero y decidí relajarme apurando el paso al tiempo que pensaba en un paraguas. Me compraría un paraguas japonés, uno de la nueva generación equipado con un sensor que, en cuanto detectara que su dueño se aleja más de un metro, empezara a gritar: "No me olvides", con voz de robot. ¿Existirá tal portento? Los japoneses serían muy cretinos si no se hubieran preocupado de inventar un artefacto tan necesario. El paraguas imperdible. El paraguas con alarma. El paraguas que se negara a abrirse si lo manipularan manos ajenas.

Vaya. Conseguía pensar en otros asuntos, pero el aire de Hamburgo continuaba pringado de un tufo que conocía muy bien: el empalagoso tufo de las fugas.

El recepcionista del Lloyd Hanseático, la mayor aseguradora del mar, según rezaba en la placa de bronce de la entrada, me miró con el mismo interés que se le prodiga a una cagarruna en la acera.

– Buenos días. Tengo una cita con el señor Oskar Kramer -dije.

– ¿Habla alemán?

– Tengo una cita con el señor Kramer. A las diez.

– Le pregunté si habla alemán.

– No creo que estemos hablando Afrikano.

– Su identificación.

– Kramer me espera a las diez.

– Identificación.

Le entregué el pasaporte chileno y lo miró con asco. Una vez que entendió mi nombre buscó en una lista.

– A las diez tiene una cita con el señor Kramer.

– No me diga. Qué agradable sorpresa.

– ¿Se cree gracioso? -dijo clavándome la mirada.

Le acepté el reto y empecé a mirar los destellos de la calle reflejados en sus ojos. De tal manera que Kramer estaba en alguna oficina del edificio. Me dejó la tarjeta sin dirección seguro de que la buscaría. El tipo bajó la vista simulando consultar algo en el escritorio. Me dio lástima. Un patán frustrado, desdichado en su modesto uniforme azul de los empleados de rango menor. Lo que ese tipo deseaba era un uniforme chorreante de parafernalia, que evidenciara su poder de decidir quién entraba y quién no al edificio del Lloyd. Empezó a anotar mis datos recorriendo las hojas del pasaporte con un gesto que del asco pasaba a la estupefacción.

Le estaba jodiendo los esquemas. Cómo podía llamarse pasaporte ese cuadernillo con una heráldica incomprensible, adornado con dos bichos que muy bien podrían haber sido un pollo o una rata de pie, en lugar de la poderosa águila de alas extendidas. Sí. Le jodía los esquemas. Tal vez se preguntaba cómo era posible que un tipo a todas luces extranjero anduviera por el mundo sin un pasaporte turco.

– Espere ahí. Cuando falten cinco para las diez lo llamaré y le entregaré una credencial de visita -ladró indicándome un rincón del vestíbulo.

Me arrellané en un sillón de cuero y encendí un cigarrillo. Tras dar un vistazo a la mesa y a la maceta del imprescindible gomero volví donde el recepcionista.

– Le ordené esperar ahí.

– Tranquilo, Fritz. ¿Tiene un cenicero?

– ¡Está prohibido fumar y no me llamo Fritz!

– Entonces tenemos tres problemas: uno, usted no se llama Fritz, que es un nombre adorable; dos, tendré que fumar afuera; y, tres, deberá salir a llamarme cuando falten cinco para las diez.

Fumando a la entrada del edificio me descubrí sorprendentemente tranquilo. Kramer, fuera lo que fuera e hiciera lo que hiciera, era sin duda un sujeto poderoso y sin embargo ya no le temía. Alguna vez uno debe enfrentarse a situaciones sin salida. Kramer sabía de Verónica. Saber es poder dijo Mac Luhan, y tal combinación aliada a la disposición de hacer daño no deja de ser aterradora. Temía por ella, pero yo estaba tan tranquilo como una fotografía. De pronto me sentí como el personaje de El campeón, de Ring Lardner, un púgil que se enfrenta a la necesidad de ganar un combate, pero no por él, sino por una legión de indefensos que dependen de sus puños.

Pisaba la colilla cuando el recepcionista me llamó golpeando los vidrios de la puerta.

– El señor Kramer lo espera. Oficina quinientos cinco. Póngase la credencial de visitante en un lugar visible -dijo al entregarme un rectángulo de plástico que metí en un bolsillo.

Esperando el ascensor saqué un pitillo.

– Le dije que está prohibido fumar -chilló el recepcionista desde su rincón.

– No estoy fumando.

– Y póngase la credencial en un lugar visible.

– Este saco es de franela inglesa. No lo decoro con cualquier cosa. ¿Qué diría la Reina?

– Las disposiciones deben cumplirse.

– En eso estamos de acuerdo, Fritz -dije entrando al ascensor.

La oficina de Kramer era amplia y fría. En un muro había una plancha de corcho con algunos papeles fijos con chinchetas. Sobre el escritorio no se veía más que un teléfono negro, de los de disco. La luz de neón contribuía a la frialdad del ambiente. Con un gesto me indicó la única silla disponible.