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"La visión del candado fue una poderosa invitación a abrirlo, y lo hicimos a sabiendas de que dábamos el paso más peligroso de nuestras vidas. Lo que encontramos adentro nos dejó sin aliento: sesenta y tres monedas de oro.

"Nos abrazamos alborozados. Por fin nos acercábamos a la consecución del sueño tan largamente compartido. Hans fue el primero en reponerse de la euforia. Dejó las monedas en la caja y dijo: "Ulrich, tenemos que largarnos ahora mismo. Estas monedas valen más de lo que podemos imaginar. Nos vamos y ya veremos qué hacemos con ellas. Nos van a buscar por cielo y tierra, así que mientras más lejos mejor".

"Llegamos a Hamburgo en noviembre de 1941. Efectivamente, Hans tenía contactos con los trabajadores del puerto. Mientras esperábamos el barco que nos sacaría de ahí, supe de él muchas cosas que nunca antes me confiara, por ejemplo de su militancia espartaquista y de un hermano suyo, muerto en España combatiendo junto a los internacionalistas de la brigada Thälmann.

"Los espartaquistas del puerto nos escondieron en una casa de Altona.

"Pasamos allí tres semanas esperando el barco recomendado. Viajaríamos en las bodegas de una nave de bandera chilena, el Lebu, vapor que dos veces al año anclaba en Hamburgo cargado de madera. Mientras esperábamos, recuerdo haberle preguntado si ya tenía alguna idea acerca de cómo venderíamos esas monedas. Su respuesta no fue de las más tranquilizantes: "Olvídalas, Ulrich. Nunca las venderemos. Debemos esperar a que termine la guerra para ocuparnos de ellas. Entonces veremos si sus dueños quieren recuperarlas, o si las fundimos. Me temo que pasará un largo tiempo hasta que podamos disfrutar de los beneficios".

"Una noche la garra parda llegó hasta nosotros.

"Ignoro si fuimos delatados, o si la casa que nos hospedaba era un objetivo preparado con antelación por la Gestapo, sin embargo Hans logró huir llevándose las monedas.

"Supongo que sobra detallar lo que padecí en poder de la Gestapo. Cuando perdí la cuenta de las semanas, tal vez meses que llevaba en sus manos, decidí que Hans se encontraba necesariamente a salvo, y en las confesiones una y otra vez ratificadas no pasé más allá de reconocer mi complicidad en el robo. Mi pequeña experiencia como policía me dictó que esos hombres no me matarían sin antes obtener la información que les faltaba: el paradero de mi socio.

"Sabían hacer su trabajo. Las palizas, las torturas se sucedían sistemáticamente, pero sin poner en peligro ni mi vida ni mi salud mental. Ellos sabían que un loco se les iría definitivamente de las manos. Soporté casi cuatro años aferrado a las tres palabras que jamás salieron de mi boca y que fijé en mi cerebro como un tatuaje: Tierra del Fuego.

"En junio de 1945 unos soldados rusos me encontraron en los sótanos del cuartel general de la Gestapo. No podía caminar. Una lesión en la columna baldó para siempre mis piernas. Me sacaron de ahí. Vi la luz. Vi Berlín en ruinas. Supe que Alemania había capitulado, que el Tercer Reich ya no existía, que la pesadilla terminaba.

"A los oficiales de inteligencia rusos que me interrogaron les inventé un cuento. Les dije que había sido policía y que caí en poder de la Gestapo por mi militancia antifascista. Para dar credibilidad a la historia cité los nombres de los espartaquistas que nos ayudaron en Hamburgo. Los rusos investigaron. Quiso la suerte que todos esos hombres murieran durante la guerra, y a falta de testigos que contradijeran mi versión, la aceptaron.

"A comienzos de 1946 los rusos me trasladaron a Moscú para recibir tratamiento médico. Con mis piernas no había nada que hacer, y así, luego de pasar cinco años en una silla de ruedas identificando a nazis entre los miles de soldados alemanes prisioneros, me permitieron regresar a Berlín. Mis planes eran salir de Alemania y viajar de cualquier manera hasta la Tierra del Fuego. Confiaba plenamente en que Hans había conseguido llegar allá, y que me esperaba con mi parte del botín. Pero un inválido no se mueve con la misma celeridad con que piensa, y me vi convertido en ciudadano de la RDA, encerrado en una cárcel abierta.que juraba ser el paraíso socialista.

"En 1955 tuve la primera noticia de Hans. Ignoro por qué medios consiguió enviar una carta desde Sidney, tal vez un viajero la llevara consigo. El mensaje era muy lacónico, pero lo decía todo: "He sabido que tienes problemas de salud. Estoy donde sabes. Es un buen lugar para reponer los huesos".

"El laconismo de la carta disgustó especialmente a la Stasi. La pesadilla empezó de nuevo. Amenazas. Golpes. Más amenazas. Más golpes. Conocían al dedillo la historia de las monedas y querían saber en qué ciudad de Australia vivía Hans. Cientos de veces me sentaron frente a un mapa de Australia. Cientos de veces les inventé historias. Por fortuna Australia es un continente. En síntesis, viví la existencia de la RDA con prohibición absoluta de salir de Berlín. Cada carta que recibí fue primero leída y analizada por la Stasi, y mi nombre tituló un acta de más de mil folios.

"Cincuenta años conservando el secreto del paradero de Hans y las monedas. Cincuenta años soñando con el reencuentro y con la posibilidad de disfrutar de aquel botín. Cuando la RDA se deshizo como un castillo de naipes, pensé que por fin llegaba el ansiado momento. Disponía de algunos ahorros, suficientes para adquirir un pasaje aéreo a Sudamérica, de un pasaporte en regla, y nada ni nadie me impedía viajar. Eso creí hasta que hace un par de días caí por última vez en manos de sujetos armados, que antes fueron nazis, luego comunistas, y sepa el diablo qué son ahora.

"Me interceptaron en pleno centro de Berlín dos hombres que ya conocía. Ex agentes de la Stasi. "Vamos. Tenemos que hablar de Hans Hillermann", dijeron antes de sacarme de la silla de ruedas y meterme en un automóvil. Actuaron con gran celeridad y no me dieron tiempo de gritar pidiendo auxilio. Tampoco pude hacerlo al bajar, pues me sacaron del vehículo en el garaje subterráneo de un edificio y me llevaron en andas hasta una oficina cuya puerta ostentaba un rótulo de inmobiliaria. Pero desde una ventana pude ver que estábamos en la Kurftirsterdamm.

"Por primera vez fui interrogado por un individuo al que llaman "el Mayor". Me enseñó la voluminosa acta con mi nombre y, abanicándose con los folios, me dio a entender que si antes no habían sido más drásticos conmigo, fue porque esperaron pacientemente a que cometiera la gran falla. Y la falla no vino de mi lado. El hombre al que llaman el Mayor sacó de su escritorio una segunda carta de Hans, de texto tan breve como la anterior: "Ahora nada impide que vengas. Anuncia tu llegada a donde sabes. Puesto Postal número cinco". La carta venía de Santiago de Chile. Un hombre puede soportar mucho dolor. El asombroso mecanismo del cerebro ofrece rincones, regiones de vacío absoluto en los cuales es posible ocultarse, y siempre queda la opción final de dejarse envolver por la locura. Para alcanzar estas dos posibilidades es preciso creer en "algo", y ver, palpar que el silencio mantenido hace que ese "algo" sea inalcanzable para los torturadores. Al leer que la carta venía de Chile

supe que ya no tenía nada en que creer, y siempre me he visto como a un alemán atípico porque sé perder. Al Mayor y sus hombres no podía negarles que Hans se encontraba en Chile y, si les mencionaba cualquier región de ese país como su paradero, procederían a documentarse sobre todos los puestos postales número cinco y, al final, conseguirían el definitivo por un método de descarte.

"Así, traicioné a mi amigo. Traicioné, mas ante la insistencia del Mayor por conocer el nombre de quien nos había ordenado el robo, supe que todavía podía ganar tiempo y complicarle la victoria. Si daba por sentado que alguien nos había ordenado robar las monedas, era porque temía que esa persona llegaría antes que él hasta ellas, y el recuerdo de las palabras "Lloyd Hanseático" grabadas en el candado vino a mi memoria como una carta de triunfo. Para ganar tiempo le seguí el juego y mencioné el nombre del jefe de la policía berlinesa en 1941. Entonces vi al Mayor consultar un ordenador, y la pantalla le entregó datos al parecer interesantes, porque se puso eufórico.