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– ¿Eh? cDesde cuándo aceptan cerdos en el metro? -escupió uno.

– Lárgate a Anatolia, Mustafá -gruñó otro.

Aunque eran casi las seis de la tarde me pareció que el día comenzaba bastante bien. Sin calefacción, insultado por dos enanos, y luego esos muchachos que apestaban a meados. Una de las ventajas de vivir en Hamburgo consiste en que a menudo se encuentran posibilidades de mover el cuerpo. Un nazi es algo así como un putchingball parlante que implora por un par de sopapos, aunque muchos intelectuales decididamente cobardes bajo su disfraz de pacifistas intenten convencerme de que, por ejemplo, en esa banda de borrachos no debo ver a nazis, sino a desencantados del sistema, víctimas alejadas del consumo, como si el nazismo no fuera la quintaesencia de la mierda.

– ¿Te largas o no, cerdo Kanáka? -consultó otro.

Sí. Aunque eran casi las seis de la tarde el día empezaba bien. "Feliz cumpleaños", me dije, haciendo volar el pie izquierdo hasta la bandeja de latas de cerveza.

Los muchachos retrocedieron hasta una distancia prudencial para desde allí, insultarme mientras yo reventaba latas de cerveza a pisotones. "Feliz cumpleaños", me repetí dando los últimos pasos de aquella danza demoledora y luego me alejé hacia el andén con los zapatos llenos de espuma.

El vagón del metro iba repleto de individuos silenciosos. Algunos me observaron con la evidente desaprobación de todos los días, para volver al curso de alfabetización que les ofrece el Big. Compañeros de un breve viaje de cinco estaciones. Tal vez nunca he coincidido con los mismos, pero siempre los veo iguales. Cansados luego de ocho horas de trabajo en fábricas u oficinas, sin la energía ni el deseo de entrar a un café cálido y sentarse a decidir en qué emplear las dulces horas del ocio bien ganado. Herméticos, dando sorbos a la infaltable lata de cerveza tibia, camino de un hogar silencioso, de un pan silencioso, de unos pepinillos silenciosos, de unas lonjas de salchichón tristísimo de unas pantuflas incómodas pero que preservan la moqueta, de una cerveza y otra y otra más, frente al televisor a muy bajo volumen para comprobar si el vecino de arriba respeta las leyes del silencio.

Uno de los pasajeros se acercó hasta un afiche de la Oficina del Trabajo. Leyó, de un bolsillo sacó un lápiz y anotó algo en el borde del periódico. También me acerqué al afiche. Informaba de la conveniencia de la capacitación laboral. Nunca es tarde para aprender.

¿Y qué podría aprender un tipo como yo a los cuarenta y cuatro años?

Tenía un empleo y debía conservarlo pues las posibilidades de encontrar otro, a no ser cargando bananas congeladas en el puerto, no eran como para saltar de júbilo. ¿Para qué diablos sirve un tipo como yo? ¿Para qué diablos sirve un ex guerrillero a los cuarenta y cuatro años? En la Oficina del Trabajo de Hamburgo no verían con buenos ojos mi solicitud de capacitación laboral si en el apartado Qué sabe hacer ponía: Experto en técnicas de chequeo y contra chequeo, sabotajes y ramos similares, falsificación de documentos, producción artesanal de explosivos, doctorado en derrotas.

Tenía un empleo que me permitía dormir por las mañanas y, luego de despertar, empleaba unas horas leyendo historias criminales sentado en el inodoro o en la tina de baño. Por las tardes oficiaba de discreto encargado del orden en el Regina, uno de los últimos cabarets de la Grosse Freiheit. La Calle de la Gran Libertad.

El trabajo no era en ningún caso agobiante ni requería de complicaciones analíticas. Se trataba de llamar a la mesura a los vejetes que, encandilados por un par de tetas, intentaban subir al escenario para comprobar si tales portentos eran truco de siliconas o genuina carne de hembra. También debía explicar a los discutidores de los reservados que las chicas de gargantas profundas no hacían temporada de rebajas y de vez en cuando me correspondía atizar un soplamocos a los avaros que trataban de llevarse sin pagar las braguitas de las estriptiseras. No estaba mal eso de ser un matón de burdel así que opté por ignorar las sugerencias de la Oficina del Trabajo.

Al salir de la estación del metro el frío mordía las carnes, y las primeras putas vestidas de astronauta ocupaban sus metros cuadrados de calle frente al cuartel policial de la Davidstrasse. Sobándome las manos caminé hasta el Imbiss de Zelma.

Apenas abrí la puerta del chiringuito, el calorcillo reinante y el aroma del Kebab asándose vertical y chorreante me dispuso a celebrar mi cumpleaños. Zelma, gorda como un tonel, le envolvía a una chica dos porciones de pimientos rellenos.

– ¿Qué tal, coterráneo? -saludó.

– Con hambre, coterránea. Con mucho hambre.

– Y con frío, coterráneo. Estás tiritando. Anda sírvete un vaso de té.

La chica recibió el paquete. Mientras pagaba preguntó:

– ¿Por qué hablan alemán entre ustedes? ¿No son coterráneos?

– Este es turco a la fuerza -indicó Zelma.

– No. Por ósmosis -aclaré.

– No entiendo -dijo la chica.

– tSabes lo que es la ósmosis? Es el paso, forzado o voluntario, de dos líquidos de diferente densidad a través de un tubo. A los turcos los hacen pasar por el tubo del odio a fuerza de putadas. Yo no soy turco, por lo tanto merecería pasar por otro tubo, pero me meten en el mismo.

– Bien explicado, coterráneo. Tú deberías estar en el magisterio -opinó Zelma.

– Demasiado complicado para una estudiante.

Pero tienes aspecto de turco -agregó la chica y salió con sus pimientos rellenos.

El té caliente, dulce y aromático, me hizo olvidar el frío. Entraron dos muchachos y ordenaron Donner Kebab. Con el vaso de té en las manos vi a Zelma cortar trocitos de la dorada carne de cordero y meterlos en los livianos panes turcos. Era gorda como un barril, pero se movía con la gracia de una bailarina. Tal vez alguna vez bailó la danza del vientre electrizando a tipos bigotudos. Un pañuelo blanco le envolvía la negra cabellera y el brillo infantil de sus ojos oscuros dejaba suponer que tomaba la actividad comercial como un juego. Generaciones de putas se habian alimentado en el Imbiss de Zelma, las fiaba en las épocas de vacas flacas, algunas pagaban con dinero y otras con insultos, pero Zelma jamás perdía ni el humor ni el brillo de la mirada.

– Ahora sí, coterráneo. ¿Qué vas a comer?

– Algo muy bueno. Estoy de cumpleaños.

– ¡Alí! -llamó Zelma, y del fondo del chiringuito apareció Alí, el esposo, con los ojos enrojecidos de picar cebollas.

A los pocos minutos estaba sentado frente a una bandeja con berenjenas fritas, pimientos rellenos, queso de cabra, peperones, cordero asado y delicados dulces de hojaldre con miel.

– No sé cómo me voy a comer todo esto -dije.

– Con vino -indicó Zelma-. Alí, ¿qué estás esperando?

Alí descorchó una botella de vino portugués y me preguntó cuántos años cumplía. Se lo dije comiendo a cuatro carrillos.

– Cuarenta y cuatro -empezó a decir mientras pasaba cuentas de su rosario-, cuarenta y cuatro. Cuando yo cumplí tu edad decidi que era tiempo de pensar en el regreso a la patria. Con nuestros ahorros podíamos montar un restaurante en Turquía, pero Zelma, ya sabes cómo es, se negó a salir del barrio. Tú deberías pensar en el regreso, muchacho. El tiempo pasa muy rápido y uno se va quedando.

– Joder, Alí. ¿También tú me quieres echar de Alemania?

La risa de Zelma llenó el local, y no paró de reír hasta que juntos me cantaron el Happy Birthday to you.

Cuando salí a la calle había empezado a llover. Los anuncios de los sex shops se reflejaban en el asfalto y los chulos pasaban en sus Mercedes deportivos controlando la carne expuesta bajo los paraguas. Acababa de festejar mi cumpleaños, y en forma, o por lo menos así lo atestiguaba el sabor de las especias pegado al paladar. Pero también llevaba algo en las orejas y eran las palabras de Alí.

Regresar, volver. Volver con la frente marchita, las nieves del tiempo etcétera. ¿Volver adónde? Lo único que me esperaba en Chile era la convicción de una venganza imposible. No. No era lo único. Había alguien, una persona, una mujer, que tal vez me esperaba, o que tal vez ni siquiera se había percatado de mi ausencia porque toda ella era ausencia y lejanía. Muchas veces me abofeteé la cara para ponerme de frente a la realidad. "Vamos", me dije, "estás en Europa, en Occidente, en Alemania, en Hamburgo, latitud tanto", pero fue como pegarle a la indefensa imagen que ofrece un espejo, porque las rebeldes neuronas se encargaron de recordarme que vivía en el país de nadie que algunos eufemísticamente llaman exilio.