De la vanidad del mundo se reía también, al final de sus días, Valéry Larbaud. Si Walser pasó los veintiocho últimos años de su vida encerrado en manicomios, Valéry Larbaud, a causa de un ataque de hemiplejía, pasó en una silla de ruedas los veinte últimos años de su azarosa existencia.

Larbaud conservó enteras su lucidez y su memoria, pero cayó en una confusión total del lenguaje, carente de organización sintáctica, reducido a sustantivos o a infinitivos aislados, reducido a un mutismo inquietante que un día, de pronto, ante la sorpresa de los amigos que habían ido a visitarle, rompió con esta frase:

– Bonsoir les choses d'ici bas.

¿Buenas tardes a las cosas de aquí abajo? Una frase intraducibie. Héctor Bianciotti, en un relato dedicado a Larbaud, observa que en bonsoir hay crepúsculo, el día que se acaba, en vez de noche, y una leve ironía colorea la frase al referirse a las cosas de aquí abajo, es decir, de este mundo. Sustituirla por adiós alteraría el delicado matiz.

Esta frase la repitió Larbaud varias veces a lo largo de aquel día, siempre conteniendo la risa, sin duda para mostrar que no se engañaba, que sabía que la frase no significaba nada pero que iba muy bien para comentar la vanidad de toda empresa.

En las antípodas de esto se encuentra Fanil, el protagonista del cuento El vanidoso, de un escritor argentino al que admiro mucho, J. Rodolfo Wilcock, un gran narrador que a su vez admiraba mucho a Walser. Acabo de encontrarme, guardada entre las páginas de uno de sus libros, una entrevista en la que Wilcock hace esta declaración de principios: «Entre mis autores preferidos están Robert Walser y Ronald Firbank, y todos los autores preferidos por Walser y Firbank, y todos los autores que éstos, a su vez, preferían.»

Fanil, el protagonista de El vanidoso, tiene la piel y los músculos transparentes, tanto que se pueden ver los distintos órganos de su cuerpo, como encerrados en una vitrina. Fanil ama exhibirse y exhibir sus visceras, recibe a los amigos en traje de baño, se asoma a la ventana con el torso desnudo; deja que todo el mundo pueda admirar el funcionamiento de sus órganos. Los dos pulmones se inflan como un soplido, el corazón late, las tripas se contorsionan lentamente, y él hace alarde de eso. «Pero siempre es así -escribe Wilcock: cuando una persona tiene una peculiaridad, en vez de esconderla, hace alarde, y a veces llega a hacer de ella su razón de ser.»

El cuento concluye diciéndonos que todo eso sucede hasta que llega un día en que alguien le dice al vanidoso: «Oye, ¿qué es esta mancha blanca que tienes aquí, debajo de la tetilla? Antes no estaba.» Y entonces se ve adonde van a parar las exhibiciones desagradables.

6) Se da el caso de quien renuncia a escribir porque considera que él no es nadie. Pepín Bello, por ejemplo. Marguerite Duras decía: «La historia de mi vida no existe. No hay centro. No hay camino, ni línea. Hay vastos espacios donde se ha hecho creer que había alguien, pero no es verdad, no había nadie.» «No soy nadie», dice Pepín Bello cuando se habla con él y se hace referencia a su probado rol de galvanizador o artífice, profeta o cerebro de la generación del 27, y sobre todo del grupo que él, García Lorca, Buñuel y Dalí formaron en la Residencia de Estudiantes. En La edad de oro, Vicente Molina Foix cuenta cómo, al recordarle a Bello su influencia decisiva en los mejores cerebros de su generación, éste se limitó a contestarle, con una modestia que no sonó a hueca ni orgullosa: «No soy nadie.»

Por mucho que se le insista a Pepín Bello -hoy un hombre de noventa y tres años, sorprendente ágrafo a pesar de su genialidad artística-, por mucho que hasta se le recuerde que todas las memorias y los libros que tratan de la generación del 27 resuenan con su nombre, por mucho que se le diga que en todos esos libros se habla de él en términos de grandísima admiración por sus ocurrencias, por sus anticipaciones, por su agudeza, por mucho que se le diga que él fue el cerebro en la sombra de la generación literaria más brillante de la España de este siglo, por mucho que se le insista en todo esto, él siempre dice que no es nadie, y luego, riendo de una manera infinitamente seria, aclara: «He escrito mucho, pero no queda nada. He perdido cartas y he perdido textos escritos en aquella época de la Residencia, porque no les he dado ningún valor. He escrito memorias y las he roto. El género de las memorias es importante, pero yo no.»

En España, Pepín Bello es el escritor del No por excelencia, el arquetipo genial del artista hispano sin obras. Bello figura en todos los diccionarios artísticos, se le reconoce una actividad excepcional, y sin embargo carece de obras, ha cruzado por la historia del arte sin ambiciones de alcanzar alguna cima: «No he escrito nunca con ánimo de publicar. Lo hice para los amigos, para reírnos, por pitorreo.»

Una vez, estando yo de paso en Madrid, hará de eso unos cinco años, me dejé caer por la Residencia de Estudiantes, donde habían organizado un acto en homenaje a Buñuel. Allí estaba Pepín Bello. Le espié un buen rato y hasta me acerqué mucho a él para ver qué clase de cosas decía. Dicho con un pitorreo zumbón y divertido, le escuché decir esto:

– Yo soy el Pepín Bello de los manuales y los diccionarios.

Nunca dejará de admirarme el destino de este recalcitrante ágrafo, de quien siempre se resalta su absoluta sencillez, como si él supiera que en ella se encuentra el verdadero modo de distinguirse.

7) Decía el triestino Bobi Bazlen: «Yo creo que ya no se pueden escribir libros. Por lo tanto, no escribo más libros. Casi todos los libros no son más que notas de pie de página, infladas hasta convertirse en volúmenes. Por eso escribo sólo notas a pie de página.»

Sus Note senza testo (Notas sin texto), recogidas en cuadernos, fueron publicadas en 1970 por la editorial Adelphi, cinco años después de su muerte.

Bobi Bazlen fue un judío de Trieste que había leído todos los libros en todas las lenguas y que, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), en lugar de escribir prefirió intervenir directamente en la vida de las personas. El hecho de no haber producido una obra forma parte de su obra. Es un caso muy curioso el de Bazlen, especie de sol negro de la crisis de Occidente; su existencia misma parece el verdadero final de la literatura, de la falta de obra, de la muerte del autor: escritor sin libros, y en consecuencia libros sin escritor.

Pero ¿por qué no escribió Bazlen?

Ésta es la pregunta en torno a la que gira la novela de Daniele Del Giudice El estadio de Wimbledon. De Trieste a Londres, esa pregunta orienta la indagación del narrador en primera persona, un joven que se interroga sobre el misterio de Bazlen, quince años después de su muerte, y viaja a Trieste y a Londres en busca de amigos y amigas de juventud, ancianos ya. A los antiguos amigos del mítico ágrafo les interroga en busca de los motivos por los que éste nunca escribió -pudiendo hacerlo magníficamente- un libro. Bazlen, caído ya en cierto olvido, había sido un hombre muy famoso y venerado en el mundo de la edición italiana, Este hombre, del que se decía que había leído todos los libros, había sido asesor de Einaudi y puntal de Adelphi desde su fundación en 1962, amigo de Svevo, Saba, Montale y Proust, e introductor en Italia de Freud, Musil y Kafka, entre otros.

Todos sus amigos se pasaron la vida creyendo que al final Bazlen acabaría escribiendo un libro y éste sería una obra maestra. Pero Bobi Bazlen dejó tan sólo esas notas a pie de página, Notas sin texto, y una novela a medio hacer, El capitán de altura.

Del Giudice ha contado que, cuando comenzó a escribir El estadio de Wimbledon, él deseaba conservar en la narración la idea de Bazlen según la cual «ya no es posible seguir escribiendo», pero al mismo tiempo buscaba darle una vuelta de tuerca a esa negación. Sabía que de ese modo le daría más tensión a su relato. Lo que le acabó sucediendo a Del Giudice al final de su novela es fácil de adivinar: vio que toda la novela no era más que la historia de una decisión, la de escribir. Hay incluso momentos en el libro en los que Del Giudice, por boca de una vieja amiga de Bazlen, maltrata con extrema crueldad al mítico ágrafo: «Era maléfico. Se pasaba el tiempo ocupándose del vivir ajeno, de las relaciones de los otros: en suma, un fracasado que vivía la vida de los demás.»