Dejé de ver a María Lima Mendes en el 77, cuando regresé a Barcelona. Sólo hace unos pocos años, volví a tener noticias de ella. El corazón me dio un vuelco, probándome que aún seguía bastante enamorado de ella. Un compañero de trabajo de aquellos años de París la había localizado en Montevideo, donde María trabajaba para France Press. Me dio su teléfono. Y yo la llamé y casi lo primero que le pregunté era si había vencido al Mal y había podido finalmente dedicarse a escribir.

– No, querido -me dijo-. Lo del comienzo imposible me llegó al alma, qué le vamos a hacer.

Le pregunté si no se había enterado de que en el 84 se había publicado un libro, El espejo que vuelve, que atribuía los orígenes del Nouveau Roman a una impostura. Le expliqué que esta desmitificación había sido escrita por RobbeGrillet y secundada por Roland Barthes. Y le conté que los devotos del Nouveau Roman habían preferido mirar hacia otro lado, puesto que el autor del exposé era el mismísimo RobbeGrillet. Éste describía en el libro la facilidad con la que él y Barthes desacreditaron las nociones de autor, narrativa y realidad, y se refería a toda aquella maniobra como «las actividades terroristas de aquellos años».

– No -dijo María, con la misma alegría de antaño y también con su deje de tristeza-. No me había enterado. Quizás debería ahora inscribirme en alguna asociación de víctimas del terrorismo. Pero, en cualquier caso, eso no cambia ya nada. Además, está muy bien que fueran unos estafadores, dice mucho en su favor, porque a mí me encanta el fraude en el arte. Y ¿para qué engañarnos, Marcelo? Aunque quisiera, ya no podría escribir.

Tal vez porque andaba yo planeando este cuaderno sobre los escritores del No, la última vez que hablé con ella, hará de eso un año, volví a insistir -«ahora que han desaparecido las consignas técnicas e ideológicas del objetivismo y otras zarandajas», le dije con cierto sarcasmo-, volví a preguntarle si no había pensado en escribir por fin Le cafará o cualquier otra novela que reivindicara la pasión por la trama.

– No, querido -dijo-. Sigo pensando lo de siempre, sigo preguntándome por dónde empezar, sigo paralizada.

– Pero, María…

– Nada de María. Ahora me hago llamar Violet Desvarié. No escribiré novela alguna, pero al menos tengo nombre de novelista.

16) Es como si últimamente les hubiera dado a los escritores del No por ir directamente a mi encuentro. Estaba tan tranquilo esta noche viendo un poco de televisión cuando en BTV me he encontrado con un reportaje sobre un poeta llamado Ferrer Lerín, un hombre de unos cincuenta y cinco años que de muy joven vivió en Barcelona, donde era amigo de los entonces incipientes poetas Pere Gimferrer y Félix de Azúa. Escribió en esa época unos poemas muy osados y rebeldes -según atestiguaban en el reportaje Azúa y Gimferrer-, pero a finales de los sesenta lo dejó todo y se fue a vivir a Jaca, en Huesca, un pueblo muy provinciano y con el inconveniente de que es casi una plaza militar. Al parecer, de no haberse ido tan pronto de Barcelona, habría sido incluido en la antología de los Nueve Novísimos de Castellet. Pero se fue a Jaca, donde vive desde hace treinta años dedicado al minucioso estudio de los buitres. Es, pues, un buitrólogo. Me ha recordado al autor austriaco Franz Blei, que se dedicó a catalogar en un bestiario a sus contemporáneos literatos. Ferrer Lerín es un experto en aves, estudia a los buitres, tal vez también a los poetas de ahora, buitres la mayoría de ellos. Ferrer Lerín estudia a las aves que se alimentan de carne -de poesía- muerta. Su destino me parece, como mínimo, tan fascinante como el de Rimbaud.

17) Hoy es 17 de julio, son las dos de la tarde, escucho música de Chet Baker, mi intérprete preferido. Hace un rato, mientras me afeitaba, me he mirado al espejo y no me he reconocido. La radical soledad de estos últimos días me está convirtiendo en un ser distinto. De todos modos, vivo a gusto mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo aislado. Encuentro cierto placer en ser arisco, en estafar a la vida, en jugar a adoptar posturas de radical héroe negativo de la literatura (es decir, en jugar a ser como los protagonistas de estas notas sin texto), en observar la vida y ver que, la pobre, está falta de vida propia.

Me he mirado al espejo y no me he reconocido. Luego, me ha dado por pensar en aquello que decía Baudelaire de que el verdadero héroe es el que se divierte solo. Me he vuel to a mirar al espejo y he detectado en mí un cierto parecido a Watt, aquel solitario personaje de Samuel Beckett. Al igual que a Watt, a mí podría describírseme de la siguiente forma: Se detiene un autobús frente a tres repugnantes ancianos que lo observan sentados en un banco público. Arranca el autobús. «Mira (dice uno de ellos), se han dejado un montón de trapos.» «No (dice el segundo), eso es un cubo de basura caído.» «En absoluto (dice el tercero), se trata de un paquete de periódicos viejos que alguien ha tirado ahí.» En ese momento el montón de escombros avanza hasta ellos y les pide sitio en el banco con enorme grosería. Es Watt.

No sé si está bien que escriba convertido en un montón de escombros. No sé. Soy todo dudas. Tal vez debería clausurar mi excesivo aislamiento. Hablar al menos con Juan, llamarle a su casa y pedirle que vuelva a repetirme eso de que después de Musil no hay nada. Soy todo dudas. De lo único de lo que de repente ahora estoy seguro es de que debo cambiarme el nombre y pasar a llamarme CasiWatt. Ay, no sé si tiene mucha importancia que diga esto u otra cosa. Decir es inventar. Sea falso o cierto. No inventamos nada, creemos inventar cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y a la mierda.

Soy sólo una voz escrita, sin apenas vida privada ni pública, soy una voz que arroja palabras que de fragmento en fragmento van enunciando la larga historia de la sombra de Bartleby sobre las literaturas contemporáneas. Soy CasiWatt, soy mero flujo discursivo. No he despertado nunca pasiones, menos voy a despertarlas ahora que ya soy sólo una voz. Soy CasiWatt. Yo les dejo decir, a mis palabras, que no son mías, yo, esa palabra, esa palabra que ellas dicen, pero que dicen en vano. Soy CasiWatt y en mi vida sólo ha habido tres cosas: la imposibilidad de escribir, la posibilidad de hacerlo, y la soledad, física desde luego, que es con la que ahora salgo adelante. Oigo de pronto que alguien me dice:

– CasiWatt, ¿me oyes?

– ¿Quién anda ahí?

– ¿Por qué no te olvidas de tu ruina y hablas del caso de Joseph Joubert, por ejemplo?

Miro y no hay nadie y le digo al fantasma que me pongo a sus órdenes, se lo digo y luego me río y acabo divirtiéndome a solas, como los verdaderos héroes.

18) Joseph Joubert nació en Montignac en 1754 y murió setenta años después. Nunca escribió un libro. Sólo se preparó a escribir uno, buscando decididamente las condiciones justas que le permitieran escribirlo. Luego olvidó también ese propósito.

Joubert encontró precisamente en esa búsqueda de las condiciones justas que le permitieran escribir un libro un lugar encantador para extraviarse y acabar no escribiendo ningún libro. Casi echó raíces en su búsqueda. Y es que precisamente, como dice Blanchot, lo que buscaba, esa fuente de la escritura, ese espacio donde poder escribir, esa luz que debiera circunscribirse en el espacio, exigió de él y afirmó en él disposiciones que lo hicieron inepto para cualquier trabajo literario ordinario o lo desviaron del mismo.

En esto fue Joubert uno de los primeros escritores totalmente modernos, prefiriendo el centro antes que la esfera, sacrificando los resultados para descubrir las condiciones de éstos y no escribiendo para añadir un libro a otro, sino para apoderarse del punto de donde le parecía que salían todos los libros, y que, una vez alcanzado, le eximiría de escribirlos.