En este pasaje, el charlatanismo se convierte casi en sinónimo de «imaginación». La mejor novela que se ha escrito sobre charlatanismo y que retrata a un estafador -El estafador y sus máscaras (The Confidence Man, 1857)- es obra de Hermán Melville, el gran pulmón, desde que creara a Bartleby, del intrincado laberinto del No.

Melville, en The Confidence Man, transmite una clara admiración hacia el ser humano que puede metamorfosearse en múltiples identidades. El extranjero en el barco fluvial de Melville ejecuta una broma maravillosamente duchampiana sobre sí mismo (Duchamp era bromista y amante de la pura fantasía verbal, entre otras cosas porque no creía precisamente demasiado en las palabras, adoraba por encima de todo a Jarry, el fundador de la Patafísica, y al gran Raymond Roussel), una broma que gasta a los pasajeros y al lector al pegar «un cartel junto al despacho del capitán ofreciendo una recompensa por la captura de un misterioso impostor, supuestamente recién llegado del Este; un genio original en su vocación, se diría, si bien no estaba claro en qué consistía su originalidad».

Nadie atrapa al extraño impostor de Melville como nadie consiguió atrapar nunca a Duchamp, el hombre que no confiaba en las palabras: «Las palabras no tienen absolutamente ninguna posibilidad de expresar nada. En cuanto empezamos a verter nuestros pensamientos en palabras y frases todo se va al garete.» Nadie atrapó nunca al embaucador de Duchamp, cuya fría hazaña reside, más allá de sus obras de arte y de no-arte, en haber ganado la apuesta de que podía embaucar al mundo del arte para que le honrara sobre la base de credenciales falsas. Eso tiene un gran mérito. Duchamp decidió hacer una apuesta consigo mismo sobre la cultura artística e intelectual a la cual pertenecía. Apostó este gran artista del No a que podía ganar la partida sin hacer prácticamente nada, con sólo quedarse sentado. Y ganó la apuesta. Se rió de todos esos estafadores inferiores a los que tan acostumbrados estamos últimamente, de todos esos pequeños estafadores que buscan su recompensa no en la risa y el juego del No sino en el dinero, el sexo, el poder o la fama convencional.

Con esa risa subió Duchamp a escena al final de su vida para recibir los aplausos de un público que admiraba su gran capacidad para, con la ley del mínimo esfuerzo, embaucar al mundo del arte. Subió a escena y el hombre del Desnudo bajando una escalera no tuvo que mirar los escalones. Por un largo y cuidadoso cálculo, el gran estafador sabía exactamente dónde estaban esos escalones. Lo había planeado todo como el gran genio del No que fue.

22) Pensemos en dos escritores que viven en el mismo país pero apenas se conocen entre ellos. El primero tiene el síndrome de Bartleby y ha renunciado a seguir publicando, lleva veintitrés años ya sin hacerlo. El segundo, sin que exista una explicación razonable, vive como una constante pesadilla el hecho de que el otro no publique.

Es el caso de Manuel Torga y su extraña relación con el síndrome de Bartleby del poeta Edmundo de Bettencourt, escritor nacido en Funchal, en la isla de Madeira, en 1899 -el próximo 7 de agosto habría cumplido cien años-, estudiante de Derecho en Coimbra, ciudad en la que alcanzó gran renombre como cantante de fados, lo que sin duda oscureció el prestigio que fue labrándose cuando, al dejar atrás una etapa de vagancia y bohemia, comenzó a publicar singulares libros de poemas. Durante un tiempo no se cansó de dar a las imprentas sus innovadores y trágicos versos. En 1940 apareció su mejor libro, Poemas zurdos, que contenía piezas de alta poesía como Nocturno fundo, Noite vazia o Sepultura aérea. Fue la lamentable recepción de este libro la que llevó a Bettencourt a una larga etapa de silencio que se prolongó veintitrés años.

En 1960, la revista Pirámide de Lisboa intentó rescatar al poeta de su silencio y se tomó la libertad de dedicarle la casi totalidad de la revista comentando sus poemas de antaño. Bettencourt permaneció callado. Bartlebyano al máximo, no quiso ni escribir unas pocas líneas para ese número de la revista dedicado a él. Pirámide explicó así la resolución del poeta de seguir callado: «Debe aclararse que el silencio de Bettencourt no es ni una capitulación ni una disidencia con la poesía actual portuguesa, sino una peculiar forma de revuelta que él defiende cariñosamente.»

1960 eran malos tiempos para la lírica portuguesa en la que campaba a sus anchas -tal como sucedía también en España a causa de la dictadura- una estética poética de corte realistasocialista. En 1963 las cosas no habían cambiado, pero Bettencourt aceptó que se volvieran a publicar en un libro sus poemas de los años treinta, sus poesías de antaño, los versos maltratados. A pesar del combativo prólogo de un joven Helberto Helder, o tal vez a causa del mismo, volvieron a ser maltratados los poemas. Ajeno a todo esto, pero saliendo de un largo túnel, Manuel Torga, desde Oporto, le escribe a Bettencourt una entrañable carta en la que le revela esto: «No hay poemas nuevos, pero están los antiguos, lo que ya por sí solo me ha llenado de alegría. Que usted no publicara, señor Bettencourt, había llegado a convertirse, para mí, en una pesadilla.»

A pesar de la carta, Bettencourt murió diez años después sin haber publicado nada más. «Edmundo de Bettencourt -escribió alguien en el periódico República- falleció ayer en voz baja. Desde hacía treinta y tres años, el poeta había elegido vivir sin canto alguno, como si hubiera ajustado a su vida una sordina.»

¿Se acabó con la muerte, con el silencio definitivo del poeta de Madeira, la pesadilla de Torga?

23) Estaba entre bostezos mirando distraídamente un suplemento literario en catalán cuando he tropezado de repente con un artículo de Jordi Llovet que parece escrito con voluntad de ser incluido en este cuaderno.

En su artículo, una reseña literaria, Jordi Llovet viene a decir que, a causa de su absoluta falta de imaginación, renunció hace ya tiempo a ser un creador literario. No es normal que en una reseña el crítico se dedique a confesarnos que padece el síndrome de Bartleby. No, no me parece nada normal. Y por si esto fuera poco, el artículo comenta un libro del ensayista inglés William Hazlitt (1778-1830), que, a juzgar por el título de uno de sus textos -Basta ya de escribir ensayos-, debió de ser también, como Jordi Llovet, un fanático del No.

«William Hazlitt -dice Llovet- me salvó literalmente la vida. Tuve que viajar hace unos años de Nueva York a Washington en la conocida y casi siempre eficaz compañía de ferrocarriles Armtrak, y me quedé esperando la salida del tren leyendo, en el vestíbulo de la estación, un volumen de ensayos de este buen hombre (…). Me fascinó tanto el capítulo Basta ya de escribir ensayos que perdí el tren. Ese tren descarriló con muchos muertos a la altura de Baltimore. En fin. ¿Por qué leía yo con tanta atención este capítulo? Tal vez ya entonces con la secreta intención de hacerme fuerte en mi vaga voluntad de no escribir nunca más crítica literaria y dedicarme o bien a escribir literatura -utópica ambición en un ser tan falto de imaginación como yo- o bien, sin ir más lejos, a hacer carrera de profesor, de lector y, más que nada, de bibliófilo, que son las cosas que he acabado haciendo en la vida absolutamente irrelevante y simplicísima que llevo…»

No sabía yo que en ese suplemento literario catalán pudieran encontrarse perlas de este estilo. No es nada normal que un reseñista, en medio de la crítica de un libro, nos hable de sí mismo y nos comunique a bocajarro que renunció a la creación literaria a causa de su escasa imaginación -se necesita, por cierto, imaginación para decir esto- y, encima, logre conmovernos al contarnos que lleva una vida irrelevante y simplicísima.