Enrique Vila-Matas

Bartleby Y Compañía

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A Paula de Parma

La gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir.

JEAN DE LA BRUYERE

Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz. Hoy más que nunca porque empiezo -8 de julio de 1999- este diario que va a ser al mismo tiempo un cuaderno de notas a pie de página que comentarán un texto invisible y que espero que demuestren mi solvencia como rastreador de bartlebys.

Hace veinticinco años, cuando era muy joven, publiqué una novelita sobre la imposibilidad del amor. Desde entonces, a causa de un trauma que ya explicaré, no había vuelto a escribir, pues renuncié radicalmente a hacerlo, me volví un bartleby, y de ahí mi interés desde hace tiempo por ellos.

Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que, durante prolongados lapsos, se queda de pie mirando hacia fuera por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección a un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte, pues vive en la oficina, incluso pasa en ella los domingos; que nunca ha dicho quién es, ni de dónde viene, ni si tiene parientes en este mundo; que, cuando se le pregunta dónde nació o se le encarga un trabajo o se le pide que cuente algo sobre él, responde siempre diciendo:

– Preferiría no hacerlo.

Hace tiempo ya que rastreo el amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura, hace tiempo que estudio la enfermedad, el mal endémico de las letras contemporáneas, la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día, literalmente paralizados para siempre.

La idea de rastrear la literatura del No, la de Bartleby y compañía, nació el pasado martes en la oficina cuando me pareció que la secretaria del jefe le decía a alguien por teléfono:

– El señor Bartleby está reunido.

Me reí a solas. Resulta difícil imaginar a Bartleby reunido con alguien, zambullido, por ejemplo, en la cargada atmósfera de un consejo de administración. Pero no resulta tan difícil -es lo que me propongo hacer en este diario o notas a pie de página- reunir a un buen puñado de bartlebys, es decir, a un buen puñado de escritores tocados por el Mal, por la pulsión negativa.

Por supuesto oí «Bartleby» donde debería haber oído el apellido, muy parecido, de mi jefe. Pero lo cierto es que este equívoco no pudo resultar más oportuno, ya que hizo que de golpe me pusiera en marcha y, después de veinticinco años de silencio, me decidiera por fin a volver a escribir, a escribir sobre los diferentes secretos últimos de algunos de los más llamativos casos de creadores que renunciaron a la escritura.

Me dispongo, pues, a pasear por el laberinto del No, por los senderos de la más perturbadora y atractiva tendencia de las literaturas contemporáneas: una tendencia en la que se encuentra el único camino que queda abierto a la auténtica creación literaria; una tendencia que se pregunta qué es la escritura y dónde está y que merodea alrededor de la imposibilidad de la misma y que dice la verdad sobre el estado de pronóstico grave -pero sumamente estimulante- de la literatura de este fin de milenio.

Sólo de la pulsión negativa, sólo del laberinto del No puede surgir la escritura por venir. ¿Pero cómo será esa literatura? Hace poco, con cierta malicia, me lo preguntó un compañero de oficina.

– No lo sé -le dije-. Si lo supiera, la haría yo mismo.

A ver si soy capaz de hacerla. Estoy convencido de que sólo del rastreo del laberinto del No pueden surgir los caminos que quedan abiertos para la escritura que viene. A ver si soy capaz de sugerirlos. Escribiré notas a pie de página que comentarán un texto invisible, y no por eso inexistente, ya que muy bien podría ser que ese texto fantasma acabe quedando como en suspensión en la literatura del próximo milenio.

1) Robert Walser sabía que escribir que no se puede escribir, también es escribir. Y entre los muchos empleos de subalterno que tuvo -dependiente de librería, secretario de abogado, empleado de banco, obrero en una fábrica de máquinas de coser, y finalmente mayordomo en un castillo de Silesia-, Robert Walser se retiraba de vez en cuando, en Zurich, a la «Cámara de Escritura para Desocupados» (el nombre no puede ser más walseriano, pero es auténtico), y allí, sentado en un viejo taburete, al atardecer, a la pálida luz de un quinqué de petróleo, se servía de su agraciada caligrafía para trabajar de copista, para trabajar de «bartleby».

No sólo ese rasgo de copista sino toda la existencia de Walser nos hacen pensar en el personaje del relato de Melville, el escribiente que pasaba las veinticuatro horas del día en la oficina. Roberto Calasso, hablando de Walser y Bartleby, ha comentado que en esos seres que imitan la apariencia del hombre discreto y corriente habita, sin embargo, una turbadora tendencia a la negación del mundo. Tanto más radical cuanto menos advertido, el soplo de destrucción pasa muchas veces desapercibido para la gente que ve en los bartlebys a seres grises y bonachones. «Para muchos, Walser, el autor de Jakob von Gunten e inventor del Instituto Benjamenta -escribe Calasso-, continúa siendo una figura familiar y se puede incluso llegar a leer que su nihilismo es burgués y helvéticamente bonachón. Y es, al contrario, un personaje remoto, una vía paralela de la naturaleza, un filo casi indiscernible. La obediencia de Walser, como la desobediencia de Bartleby, presupone una ruptura total (…) Copian, transcriben escrituras que los atraviesan como una lámina transparente. No enuncian nada especial, no intentan modificar. No me desarrollo, dice Jakob von Gunten. No quiero cambios, dice Bartleby. En su afinidad se revela la equivalencia entre el silencio y cierto uso decorativo de la palabra.»

De entre los escritores del No, la que podríamos llamar sección de los escribientes es de las más extrañas y la que a mí tal vez más me afecta. Y eso porque, hace veinticinco años, experimenté personalmente la sensación de saber qué es ser un copista. Y lo pasé muy mal. Yo entonces era muy joven y me sentía muy orgulloso de haber publicado un libro sobre la imposibilidad del amor. Le regalé un ejemplar a mi padre sin prever las terribles consecuencias que eso iba a tener para mí. Y es que, a los pocos días, mi padre, al sentirse molesto por entender que en mi libro había un memorial de agravios contra su primera esposa, me obligó a escribirle a ella, en el ejemplar regalado, una dedicatoria dictada por él. Me resistí como pude a semejante idea. La literatura era precisamente -como le ocurría a Kafka- lo único que yo tenía para tratar de independizarme de mi padre. Luché como un loco para no tener que copiar lo que quería dictarme. Pero finalmente acabé claudicando, fue espantoso sentirme un copista a las órdenes de un dictador de dedicatorias.

Este incidente me dejó tan hundido que he estado veinticinco años sin escribir nada. Hace poco, unos días antes de oír eso de «el señor Bartleby está reunido», leí un libro que me ayudó a reconciliarme con la condición de copista. Creo que la risa y diversión que me proporcionó la lectura de Instituto Pierre Menard me ayudó a preparar el terreno para mi decisión de cancelar el viejo trauma y volver a escribir.