Felipe Alfau emigró a Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial. En 1928 escribió una primera novela, Locos. A Comedy of Gestures. Al año siguiente publicó un libro para niños, Old Tales from Spain. Después, cayó en un silencio a lo Rimbaud o Rulfo. Hasta que en 1948 publicó Chromos, al que siguió un impresionante silencio literario definitivo.

Alfau, especie de Salinger catalán, se escondió en el asilo de Queens, y a los periodistas que a finales de los ochenta intentaban entrevistarle él les decía, con el mejor estilo de los escritores esquivos: «El señor Alfau está en Miami.»

En Chromos, con palabras parecidas a las de Hofmannstahl en su emblemático texto del No, la Carta de Lord Chandos (donde éste renuncia a la escritura porque dice que ha perdido del todo la facultad de pensar o de hablar coherentemente de cualquier cosa), Felipe Alfau explica de la siguiente forma su renuncia a seguir escribiendo: «En cuanto aprendes inglés empiezan las complicaciones. Por mucho que lo intentes, siempre llegas a esta conclusión. Esto se puede aplicar a todo el mundo, a los que hablan por nacimiento, pero sobre todo a los latinos, españoles incluidos. Se manifiesta haciéndonos sensibles a implicaciones y complejidades en las que jamás habíamos reparado, nos hace soportar el acoso de la filosofía, que, sin un quehacer específico, se entromete en todo y, en el caso de los latinos, les hace perder una de sus características raciales: el tomarse las cosas como vienen, dejándolas en paz, sin indagar las causas, motivos o fines, sin entrometerse indiscretamente en cuestiones que no son de su incumbencia, y les vuelve no sólo inseguros sino también conscientes de asuntos que no les habían importado hasta entonces.»

Me parece genial el tío Celerino que se sacó de la manga Felipe Alfau. Creo que es muy ingenioso decir que uno ha renunciado a la escritura por culpa del trastorno de haber aprendido inglés y haberse hecho sensible a complejidades en las que nunca había reparado.

Acabo de comentarle esto a Juan, que es posiblemente el único amigo que tengo, aunque nos vemos poco. A Juan le gusta mucho leer -le sirve como desahogo de su trabajo en el aeropuerto, que le tiene amargado- y opina que desde Musil no se ha escrito una sola buena novela. Sólo conocía él de oídas a Felipe Alfau y no tenía ni idea de que éste se hubiera escudado en el drama de haber aprendido inglés para justificar así su renuncia a la escritura. Al comentárselo hoy por teléfono, ha soltado una gran carcajada. Después, ha comenzado a repetir varias veces, pasándoselo en grande al decirlo:

– De modo que el inglés le complicó demasiado la vida…

He terminado colgándole por sorpresa el teléfono, pues he tenido la impresión de que estaba perdiendo el tiempo con él y debía volver a mi cuaderno de notas. No he simulado una depresión para perder el tiempo con Juan. Porque he simulado en la Seguridad Social una gran depresión y he logrado que me dieran la baja por tres semanas (como tengo vacaciones en agosto, no tendré que ir a la oficina hasta septiembre), lo que va a permitirme una dedicación completa a este diario, voy a poder dedicar todo mi tiempo a estas queridas notas sobre el síndrome de Bartleby.

Le he colgado, pues, el teléfono al hombre que después de Musil no aprecia nada. Y he vuelto a lo mío, a este diario. Y he recordado de pronto que Samuel Beckett terminó también, como Alfau, en un asilo. También como éste, ingresó en el asilo por voluntad propia.

He encontrado un segundo punto en común entre Alfau y Beckett. Me he dicho que es muy posible que también a Beckett el inglés le complicara la vida y que eso explicaría su famosa decisión de pasarse al francés, ese idioma que él consideraba que le iba mejor para sus escritos, pues era más pobre y sencillo.

3) «Me habitué -escribe Rimbaud- a la alucinación simple, veía con toda nitidez una mezquita donde había una fábrica, un grupo de tambores formado por ángeles, calesas en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago.»

A los diecinueve años, Rimbaud, con una precocidad genial, ya había escrito toda su obra y cayó en un silencio literario que duraría hasta el final de sus días. ¿De dónde procedían sus alucinaciones? Creo que le llegaban simplemente de una imaginación muy poderosa.

No tan claro está de dónde procedían las alucinaciones de Sócrates. Aunque se ha sabido siempre que éste tenía un carácter delirante y alucinado, una conspiración de silencio se encargó durante siglos de no poner esto de relieve. Y es que el hecho de que uno de los pilares de nuestra civilización fuera un excéntrico desaforado, resultaba muy difícil de asumir.

Hasta 1836 no se atrevió nadie a recordar cuál era la verdadera personalidad de Sócrates, se atrevió a esto Louis Ferdinand Lélut en Du démon de Socrate, un bellísimo ensayo que, basándose escrupulosamente en el testimonio de Jenofonte, recompuso la imagen del sabio griego. A veces, uno cree estar viendo el retrato del poeta catalán Pere Gimferrer: «Vestía el mismo abrigo en todas las estaciones, caminaba descalzo tanto sobre el hielo como sobre la tierra, recalentada por el sol de Grecia, danzaba y saltaba con frecuencia solo, sin motivo y como por capricho (…), en fin, debido a su conducta y a sus maneras se había ganado tal reputación de estrafalario que Zenón el Epicúreo lo apodó el bufón de Atenas, lo que hoy llamaríamos un excéntrico.»

Platón ofrece un testimonio más que inquietante en El banquete acerca del carácter delirante y alucinado de Sócrates: «A mitad del camino, Sócrates se quedó atrás, estaba totalmente ensimismado. Me detuve para esperarlo, pero él me dijo que siguiera avanzando (…). No -les dije a los demás-, dejadlo, le ocurre muy a menudo, de pronto se para allí donde se encuentra. Percibí -dijo de pronto Sócrates- esa señal divina que me resulta familiar y cuya aparición siempre me paraliza en el momento de actuar (…). El dios que me gobierna no me ha permitido hablarte de ello hasta ahora, y esperaba su permiso.»

«Me habitué a la alucinación simple», podría haber escrito también Sócrates de no ser porque él jamás escribió una sola línea, sus excursiones mentales de carácter alucinado pudieron tener mucho que ver con su rechazo de la escritura. Y es que a nadie le puede resultar grato dedicarse a inventariar por escrito las alucinaciones propias. Rimbaud sí que lo hizo, pero después de dos libros se cansó, tal vez porque intuyó que iba a llevar muy mala vida si se dedicaba todo el rato a registrar, una tras otra, sus infatigables visiones; tal vez Rimbaud había oído hablar de ese cuento de Asselineau, El infierno del músico, donde se narra el caso de alucinación terrible que sufre un compositor condenado a oír simultáneamente todas sus composiciones ejecutadas, bien o mal, en todos los pianos del mundo.

Hay un parentesco evidente entre la negativa de Rimbaud a seguir inventariando sus visiones y el eterno silencio escrito del Sócrates de las alucinaciones. Sólo que la emblemática renuncia a la escritura por parte de Rimbaud podemos verla, si queremos, como una simple repetición del gesto histórico del ágrafo Sócrates, que, sin molestarse en escribir libros como Rimbaud, dio menos rodeos y renunció ya de entrada a la escritura de todas sus alucinaciones en todos los pianos del mundo.

A este parentesco entre Rimbaud y su ilustre maestro Sócrates bien se le podrían aplicar estas palabras de Victor Hugo: «Hay algunos hombres misteriosos que no pueden ser sino grandes. ¿Por qué lo son? Ni ellos mismos lo saben. ¿Lo sabe acaso quien los ha enviado? Tienen en la pupila una visión terrible que nunca los abandona. Han visto el océano como Hornero, el Cáucaso como Esquilo, Roma como Juvenal, el infierno como Dante, el paraíso como Milton, al hombre como Shakespeare. Ebrios de ensoñación e intuición en su avance casi inconsciente sobre las aguas del abismo, han atravesado el rayo extraño de lo ideal, y éste les ha penetrado para siempre… Un pálido sudario de luz les cubre el rostro. El alma les sale por los poros. ¿Qué alma? Dios.»