María Lima Mendes pasaba horas en el Flore o en el Deux Magots. Y yo muchas veces conseguía estar allí sentado con ella, que me trataba con gran delicadeza como amigo pero no me amaba, no me amaba nada aunque me quería algo, me quería porque le daba pena mi joroba. Muchas veces lograba pasar un rato agradable junto a ella. Y más de una vez la oí comentar que, cuando llegó a París, instalarse en aquel barrio había significado para ella, en un primer momento, entrar a formar parte de un clan, integrarse en un blasón, algo así como abrazar una orden secreta y aceptar la delegación de una continuidad, quedar marcada por esa heráldica de alcohol, de ausencia y de silencio que eran los máximos distintivos del literario barrio y de sus dos o tres cafés.

– ¿Por qué dices que de ausencia y de silencio, María?

De ausencia y de silencio, me explicó un día ella, porque muchas veces le llegaba la nostalgia de Cuba, el rumor del Caribe, el olor dulzón de la guayaba, la sombra morada del Jacaranda; el manchón rojizo, sombreando la siesta, de un flamboyán y, sobre todo, la voz de Celia Cruz, las voces familiares de la infancia y de la fiesta.

A pesar de la ausencia y del silencio, al principio París fue sólo para ella una gran fiesta. Integrarse en un blasón y abrazar la orden secreta se volvió dramático en el momento en que apareció en la vida de María el Mal que iba a impedirle ser literata.

En su primera etapa, el Mal se llamó concretamente chosisme.

– ¿El chosisme, María?,

Sí. La culpa no había sido de la bossanova sino del chosisme. Cuando llegó al barrio a comienzos de los setenta, estaba de moda en las novelas prescindir del argumento. Lo que se llevaba era el chosisme, es decir, describir con morosidad las cosas: la mesa, la silla, el cortaplumas, el tintero…

Todo eso, a la larga, acabó haciéndole mucho daño. Pero cuando llegó al barrio eso no podía ni sospecharlo. Nada más instalarse en la rué Bonaparte, había comenzado a poner manos a la obra, es decir, había empezado a frecuentar los dos o tres cafés del barrio y había empezado a escribir, sin más dilación, una ambiciosa novela en las mesas de esos cafés. Lo primero, pues, que había hecho era aceptar la delegación de una continuidad. «No puedes ser indigna de los de antes», se había dicho pensando en los otros escritores latinoamericanos que a la lejanía le habían dado, en las terrazas de esos cafés, consistencia, textura. «Ahora me toca a mí», se decía ella en sus animadas primeras visitas a aquellas terrazas, donde se había embarcado en la escritura de su primera novela, que llevaba un título francés, Le cafard, aunque iba a escribirla en español, por supuesto.

Empezó muy bien, siguiendo un plan preconcebido, la novela. En ella, una mujer de inconfundible aire melancólico estaba sentada en una silla plegable de las que había colocadas en hilera, junto a otras personas de edad avanzada, silenciosas, impasibles, contemplando el mar. A diferencia del cielo, el mar presentaba su acostumbrado tono gris oscuro. Pero estaba tranquilo, las olas hacían un ruido apaciguador, sedante, al romper suaves en la arena.

Se acercaban a tierra.

– Tengo el coche -decía el de la silla contigua.

– Ése es el Atlántico, ¿no? -preguntaba ella.

– Pues claro. ¿Qué se creía usted que era?

– Pensé que podía ser el Canal de Bristol.

– No, no. Mire. -El hombre sacaba un mapa-. Aquí está el Canal de Bristol y aquí estamos nosotros. Éste es el Atlántico.

– Es muy gris -observaba ella, y le pedía a un camarero un agua mineral bien fría.

Hasta aquí todo bien para María, pero, a partir del agua mineral, se le encalló dramáticamente la novela, pues le dio a ella de repente por practicar el chosisme, por rendir culto a la moda. Nada menos que treinta folios dedicó a la descripción minuciosa de la etiqueta de la botella de agua mineral.

Cuando concluyó la exhaustiva descripción de la etiqueta y regresó a las olas que rompían suaves sobre la arena, la novela estaba tan bloqueada como destrozada, no pudo continuarla, lo que le produjo tal desánimo que se refugió totalmente en el trabajo recién conseguido en Radio France. Si sólo se hubiera refugiado en eso…, pero es que le dio también por sumirse en el minucioso estudio de las novelas del Nouveau Román, donde se daba precisamente la máxima apoteosis del chosisme, muy especialmente en RobbeGrillet, que fue al que María más leyó y analizó.

Un día, ella decidió retomar Le cafard. «El barco no parecía progresar en ninguna dirección», así comenzó su nuevo intento de ser novelista, pero lo comenzó con un lastre del que era consciente: el de la obsesión robbegrilletiana por anular el tiempo, o por detenerse más de lo necesario en lo trivial.

Aunque algo le decía que sería mejor apostar por la trama y contar una historia a la vieja usanza, algo también al mismo tiempo la frenaba con dureza al decirle que sería vista como una palurda novelista reaccionaria. Que la acusaran de eso la horrorizaba, y finalmente decidió continuar Le cafard en el más puro estilo robbegrilletiano: «El muelle, que parecía más alejado por efecto de la perspectiva, emitía a uno y otro lado de una línea principal un haz de paralelas que delimitaban, con una precisión que la luz de la mañana aún acentuaba más, una serie de planos alargados, alternativamente horizontales y verticales: el antepecho del parapeto macizo…»

No tardó mucho, escribiendo así, en quedar de nuevo totalmente paralizada. Volvió a refugiarse en el trabajo, por esos días me conoció a mí, escritor también paralizado aunque por motivos distintos de los suyos.

A María Lima Mendes el golpe de gracia se lo dio la revista Tel Quel.

Vio en los textos de esa revista su salvación, la posibilidad de volver a escribir y, además, hacerlo de la única manera posible, de la única manera correcta, «tratando -me dijo un día ella- de llevar a cabo el desmontaje impío de la ficción».

Pero muy pronto chocó con un grave problema para escribir ese tipo de textos. Por mucho que se armaba de paciencia a la hora de analizar la construcción de los escritos de Sollers, Barthes, Kristeva, Pleynet y compañía, no acertaba a entender bien del todo lo que esos textos proponían. Y lo que era peor: cuando de vez en cuando entendía lo que querían decir esos escritos, quedaba más paralizada que nunca a la hora de empezar a escribir, porque, a fin de cuentas, lo que allí se decía era que no había nada más que escribir y que no había ni siquiera por dónde empezar a decir eso, a decir que era imposible escribir.

– ¿Por dónde empezar? -me preguntó un día María, sentada en la terraza literaria del Flore.

Entre aterrado y perplejo, no supe qué decirle para animarla.

– Sólo queda terminar -se contestó ella a sí misma en voz alta-, acabar para siempre con toda idea de creatividad y de autoría de los textos.

La puntilla se la dio un texto de Barthes, precisamente ¿Por dónde empezar?

Ese texto la desquició, le causó un mal irreparable, definitivo.

Un día me lo pasó, y todavía lo conservo.

«Existe -decía Barthes entre otras lindezas- un malestar operativo, una dificultad simple, y que es la que corresponde a todo principio: ¿por dónde empezar? Bajo su apariencia práctica y de encanto gestual, podríamos decir que esa dificultad es la misma que ha fundado la lingüística moderna: sofocado al principio por lo heteróclito del lenguaje humano, Saussure, para poner fin a esa opresión que, en definitiva, es la del comienzo imposible, decidió escoger un hilo, una pertinencia (la del sentido) y devanar este hilo: así se construyó un sistema de la lengua.»

Incapaz de escoger este hilo, María, que era incapaz de comprender, entre otras cosas, qué significaba exactamente lo de «sofocado al principio por lo heteróclito del lenguaje» y, además, era incapaz, cada vez más, de saber por dónde empezar, terminó enmudeciendo para siempre como escritora y leyendo Tel Quel desesperadamente, sin entenderlo. Una verdadera tragedia, porque una mujer tan inteligente como ella no merecía esto.