26) «El arte es una estupidez», dijo Jacques Vaché, y se mató, eligió la vía rápida para convertirse en artista del silencio. En este libro no va a haber mucho espacio para bartlebys suicidas, no me interesan demasiado, pues pienso que en la muerte por propia mano faltan los matices, las sutiles invenciones de otros artistas -el juego, a fin de cuentas, siempre más imaginativo que el disparo en la sien- cuando les llega la hora de justificar su silencio.

A Vaché lo incluyo en este cuaderno, hago con él una excepción porque me encanta su frase de que el arte es una estupidez y porque fue él quien me descubrió que la opción de ciertos autores por el silencio no anula su obra; por el contrario, otorga retroactivamente un poder y una autoridad adicionales a aquello de lo que renegaron: el repudio de la obra se convierte en una nueva fuente de validez, en un certificado de indiscutible seriedad. Esa seriedad me la descubrió Vaché, es una seriedad que consiste en no interpretar el arte como algo cuya seriedad se perpetúa eternamente, como un fin, como un vehículo permanente para la ambición. Como dice Susan Sontag: «La actitud realmente seria es aquella que interpreta el arte como un medio para lograr algo que quizá sólo se puede alcanzar cuando se abandona el arte.»

Hago una excepción, pues, con el suicida Vaché, paradigma del artista sin obras; está en todas las enciclopedias habiendo escrito tan sólo unas pocas cartas a André Breton y nada más.

Y quiero hacer otra excepción con un genio de las letras mexicanas, el suicida Carlos Díaz Dufoo (hijo). También para este extraño escritor el arte es uñ camino falso, una imbecilidad. En el epitafio de sus rarísimos Epigramas -publicados en París en 1927 y supuestamente escritos en esa ciudad, aunque posteriores investigaciones demuestran que Carlos Díaz Dufoo (hijo) jamás se movió de México- dejó dicho que sus acciones fueron oscuras y sus palabras insignificantes y pidió que se le imitara. Este bartleby puro y duro es una de mis máximas debilidades literarias y, a pesar de que se suicidara, tenía que aparecer en este cuaderno. «Fue un auténtico extraño entre nosotros», ha dicho de él Christopher Domínguez Michael, crítico mexicano. Se necesita ser muy extraño para resultar extraño a los mexicanos, que tan extraños -al menos es lo que a mí me parece- son.

Concluyo con uno de sus epigramas, mi epigrama favorito de Dufoo (hijo): «En su trágica desesperación arrancaba, brutalmente, los pelos de su peluca.»

27) Voy a hacer una tercera excepción con suicidas, voy a hacerla con Chamfort. En una revista literaria, un artículo de Javier Cercas me ha puesto en la pista de un feroz partidario del No: el señor Chamfort, el mismo que decía que casi todos los hombres son esclavos porque no se atreven a pronunciar la palabra «no».

Como hombre de letras, Chamfort tuvo suerte desde el primer momento, conoció el éxito sin el menor esfuerzo. También el éxito en la vida. Le amaron las mujeres, y sus primeras obras, por mediocres que fueran, le abrieron los salones, ganando incluso el fervor real (Luis XVI y María Antonieta lloraban a lágrima viva al término de las representaciones de sus obras), entrando muy joven en la Academia Francesa, gozando desde el primer instante de un prestigio social extraordinario. Sin embargo, Chamfort sentía un desprecio infinito por el mundo que le rodeaba y muy pronto se enfrentó, hasta las últimas consecuencias, con las ventajas personales de las que disfrutaba. Era un moralista, pero no lo de los que estamos acostumbrados a soportar en nuestros tiempos, Chamfort no era un hipócrita, no decía que todo el mundo era horroroso para salvarse él mismo, sino que también se despreciaba cuando se miraba al espejo: «El hombre es un animal estúpido, si por mí se juzga.»

Su moralismo no era una impostura, no buscaba con su moralismo el prestigio de hombre recto. «Nuestro héroe -escribió Camus sobre Chamfort- irá aún más lejos, porque la renuncia a las propias ventajas nada supone y la destrucción de su cuerpo es poca cosa (se suicidó de un modo salvaje), comparada con la desintegración del propio espíritu. Esto es, finalmente, lo que determina la grandeza de Chamfort y la extraña belleza de la novela que no escribió, pero de la que nos dejó los elementos necesarios para poder imaginarla.»

No escribió esa novela -dejó Máximas y pensamientos, Caracteres y anécdotas, pero nunca novelas-, y sus ideales, su radical No a la sociedad de su tiempo, le abocaron a una especie de santidad desesperada. «Su extremada y cruel actitud -dice Camus- le condujo a esa postrera negación que es el silencio.»

En una de sus Máximas nos dejó dicho: «M., a quien se quería hacer hablar de diferentes asuntos públicos o particulares, fríamente contestó: Todos los días engrosó la lista de las cosas de las que no hablo; el mayor filósofo sería aquel cuya lista fuera la más extensa.»

Esto mismo le conducirá a Chamfort a negar la obra de arte y esa fuerza pura de lenguaje que, en sí misma y desde hacía mucho, trataba de comunicar una forma inigualable a su rebeldía. Negar el arte le condujo a negaciones aún más extremas, incluida esa «postrera negación» de la que hablaba Camus, que, comentando por qué Chamfort no escribió una novela y, además, cayó en un prolongadísimo silencio, dice: «El arte es lo contrario del silencio, constituyendo uno de los signos de esa complicidad que nos liga a los hombres en nuestra lucha común. Para quien ha perdido esa complicidad y se ha colocado por entero en el rechazo, ni el lenguaje ni el arte conservan su expresión. Ésta es, sin duda, la razón por la cual esa novela de una negación jamás fue escrita: porque, justamente, era la novela de una negación. Y es que existen en ese arte los principios mismos que debían conducirle a negarse.»

Por lo que se ve, Camus, artista del Sí donde los haya, se habría quedado algo paralizado -él, que tanto creía que el arte es lo contrario del silencio- de haber conocido la obra, por ejemplo, de Beckett y otros consumados discípulos recientes de Bartleby.

Chamfort llevó el No tan lejos que, el día en que pensó que la Revolución Francesa -de la que había sido inicialmente entusiasta- le había condenado, se disparó un tiro que le rompió la nariz y le vació el ojo derecho. Todavía con vida, volvió a la carga, se degolló con una navaja y se sajó las carnes. Bañado en sangre, hurgó en su pecho con el arma y, en fin, tras abrirse las corvas y las muñecas, se desplomó en medio de un auténtico lago de sangre.

Pero, como ha quedado ya dicho, todo esto no fue nada comparado con la salvaje desintegración de su espíritu.

«¿Por qué no publicáis?», se había preguntado a sí mismo, unos meses antes, en un breve texto, Productos de la civilización perfeccionada.

Entre sus numerosas respuestas he seleccionado éstas:

Porque el público me parece que posee el colmo del mal gusto y el afán por la denigración.

Porque se insta a trabajar por la misma razón que cuando nos asomamos a la ventana deseamos ver pasar por las calles a los monos y a los domadores de osos.

Porque temo morir sin haber vivido.

Porque cuanto más se desvanece mi cartel literario más feliz me siento.

Porque no deseo hacer como las gentes de letras, que se asemejan a los asnos coceando y peleándose ante su pesebre vacío.

Porque el público no se interesa más que por los éxitos que no aprecia.

28) Una vez pasé todo un verano con la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche esa idea se volvía obsesiva, venía a mí como a un cobertizo de mi casa. Fue terrible. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.

Naturalmente, no se lo conté a nadie. Tampoco es que tuviera a gente para contárselo, casi nunca he tenido a nadie. Ese verano Juan estaba en el extranjero, quizás a él se lo habría contado. Recuerdo que ese verano lo pasé persiguiendo a tres mujeres, ninguna de ellas me hacía el menor caso, no me concedían ni un minuto para contarles algo tan íntimo y aterrador como la historia de mi pasado, a veces ni me miraban, yo creo que mi joroba las hacía sospechar que yo había sido caballo.