En fin. Hay que reconocer que la imaginación de decir que no tiene imaginación -ese tío Celerino particular de Jordi Llovet- es una sensata coartada para no escribir, está muy bien buscada, es todo un hallazgo. No como hacen otros que buscan típs Celerinos la mar de extravagantes para justificar su militancia en el delicado ejército de los escritores del No.

24) Último domingo de julio, lluvioso. Me trae el recuerdo de un domingo lluvioso que Kafka registró en sus Diarios: un domingo en el que el escritor, por culpa de Goethe, se siente invadido por una total parálisis de escritura y se pasa el día mirando fijamente sus dedos, presa del síndrome de Bartleby.

«Así me va el domingo apacible -escribe Kafka-, así me va el domingo lluvioso. Estoy sentado en el dormitorio y dispongo de silencio, pero en lugar de decidirme a escribir, actividad en la que anteayer, por ejemplo, hubiese querido volcarme con todo lo que soy, me he quedado ahora largo rato mirando fijamente mis dedos. Creo que esta semana he estado influido totalmente por Goethe, creo que acabo de agotar el vigor de dicho influjo y que por ello me he vuelto inútil.»

Esto escribe Kafka un domingo lluvioso de enero de 1912. Dos páginas más adelante, las que corresponden al 4 de febrero, descubrimos que sigue atrapado por el Mal, por el síndrome de Bartleby. Se confirma plenamente que el tío Celerino de Kafka fue, al menos durante un buen número de días, Goethe: «El entusiasmo ininterrumpido con que leo cosas sobre Goethe (conversaciones con Goethe, años de estudiante, horas con Goethe, una estancia de Goethe en Frankfurt) y que me impide totalmente escribir.»

Por si alguien lo dudaba, ahí tenemos la prueba de que Kafka tuvo el síndrome de Bartleby.

Kafka y Bartleby son dos seres bastante insociables a los que desde hace tiempo tengo tendencia a asociar. No soy, por supuesto, el único que se ha sentido tentado de hacerlo. Sin ir más lejos, Gilles Deleuze, en Bartleby o la fórmula, dice que el copista de Melville es el vivo retrato del Soltero, así con mayúscula, que aparece en los Diarios de Kafka, ese Soltero para el que «la felicidad es comprender que el suelo sobre el que se ha detenido no puede ser mayor que la extensión cubierta por sus pies», ese Soltero que sabe resignarse a un espacio para él cada vez más reducido; ese Soltero las dimensiones exactas de cuyo ataúd, cuando muera, serán justamente lo que necesite.

Al hilo de esto, me vienen a la memoria otras descripciones kafkianas de ese Soltero que dan también la impresión de estar componiendo el vivo retrato de Bartlebjy: «Anda por ahí con la chaqueta bien abrochada, las manos en los bolsillos, que le quedan altos, los codos salientes, el sombrero encasquetado hasta los ojos, una falsa sonrisa, ya innata, que debe de proteger su boca, como los lentes de pinza protegen sus ojos; los pantalones son más estrechos de lo que conviene estéticamente a unas piernas delgadas. Pero todo el mundo sabe lo que le ocurre, puede enumerarle todos sus sufrimientos.»

Del cruce entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo (célibe en italiano) y que guarda parentesco con aquel animal singular -«mitad gatito, mitad cordero»- que recibiera Kafka en herencia.

¿Se sabe también lo que le ocurre a Scapolo? Pues yo diría que un soplo de frialdad emana de su interior, donde se asoma con la mitad más triste de su doble rostro. Ese soplo de frialdad le viene de un desorden innato e incurable del alma. Es un soplo que le deja a merced de una extrema pulsión negativa que le conduce siempre a pronunciar un sonoro NO que parece que lo estuviera dibujando con mayúsculas en el aire quieto de cualquier tarde lluviosa de domingo. Es un soplo de frialdad que hace que cuanto más este Scapolo se aparta de los vivos (para quienes trabaja a veces como esclavo y en otras como oficinista) tanto menor sea el espacio que los demás consideran suficiente para él.

Parece este Scapolo un bonachón suizo (al estilo del paseante Walser) y también el clásico hombre sin atributos (en la esfera de Musil), pero ya hemos visto que Walser sólo en apariencia era un bonachón y que también de las apariencias del hombre sin atributos hay que desconfiar. En realidad Scapolo asusta, pues pasea directamente por una zona terrible, por una zona de sombras que es también paraje donde habita la más radical de las negaciones y donde el soplo de frialdad es, en síntesis, un soplo de destrucción.

Scapolo es un ser extraño a nosotros, mitad Kafka y mitad Bartleby, que vive en el filo del horizonte de un mundo muy lejano: un soltero que a veces dice que preferiría no ha cerlo y otras, con la voz temblorosa de Heinrich von Kleist ante la tumba de su amada, dice algo tan terrible y al mismo tiempo tan sencillo como esto:

– Ya no soy de aquí.

Ésta es la fórmula de Scapolo, toda una alternativa a la de Bartleby. Me digo esto mientras escucho cómo golpea la lluvia este domingo los cristales.

– Ya no soy de aquí -me susurra Scapolo.

Le sonrío con cierta ternura, y me acuerdo del «soy verdaderamente de ultratumba» de Rimbaud. Miro a Scapolo y me invento mi propia fórmula y, también susurrando, le digo: «Estoy solo, soltero.» Y entonces no puedo evitar verme a mí mismo como un ser cómico. Porque es cómico tomar conciencia de la propia soledad dirigiéndose a alguien por medios que impiden precisamente estar solo.

25) De un domingo lluvioso a otro. Me traslado a un domingo del año de 1804 en el que Thomas De Quincey, que entonces tenía diecinueve años, tomó por primera vez opio. Mucho tiempo después, él recordaría así ese día: «Era un domingo por la tarde, triste y lluvioso. En esta tierra que habitamos no existe espectáculo más lúgubre que una lluviosa tarde de domingo en Londres.»

En De Quincey el síndrome de Bartleby se manifestó en forma de opio. De los diecinueve a los treinta y seis años, De Quincey, a causa de la droga, se vio impedido para escribir, pasaba horas y horas tumbado, alucinando. Antes de caer en los ensueños de su mal de Bartleby, él había manifestado sus deseos de ser escritor, pero nadie confiaba en que algún día llegara a serlo, se le daba por desahuciado puesto que el opio genera una alegría sorprendente en el ánimo de quien lo ingiere pero aturde la mente aunque lo haga con ideas y placeres que hechizan. Es evidente que, estando aturdido y hechizado, no se puede escribir.

Pero sucede que a veces la literatura huye de la droga. Y eso es lo que le ocurrió un buen día a De Quincey, que vio cómo de pronto se liberaba de su síndrome de Bartleby. Fue original en su momento la manera de doblegarlo, pues consistió en escribir directamente sobre él. De donde antes sólo estaba el humo del opio surgió el célebre opúsculo Confesiones de un comedor de opio inglés, texto fundacional de la historia de las letras drogadas.

Enciendo un cigarrillo y, por unos momentos, rindo homenaje al humo del opio. Me viene a la memoria el sentido del humor de Cyril Connolly al resumir la biografía del hombre que doblegó su síndrome escribiendo sobre él pero sin poder evitar que, a la larga, el síndrome se rebelara, matándole: «Thomas De Quincey. Decadente ensayista inglés quien, a los setenta y cinco años de edad, falleció a causa de aquello sobre lo que había escrito, a causa de haber ingerido opio en su juventud.»

El humo ciega mis ojos. Sé que debo terminar, que he llegado al final de esta nota a pie de página. Pero no veo apenas nada, no puedo seguir escribiendo, el humo se ha convertido peligrosamente en mi síndrome de Bartleby.

Ya está. He apagado el cigarrillo. Ya puedo acabar, lo haré citando a Juan Benet: «Quien necesita fumar para escribir, o bien lo tiene que hacer a lo Bogart, con el humo enroscado al ojo (lo cual determina un estilo bronco), o bien ha de soportar que el cenicero se lleve la casi totalidad del cigarrillo.»