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Era una naturaleza perturbada, olorosa a bugambilia y verbena, a piña recién cortada y a sandía sangrante, olores de azafrán pero también de mierda y basura acumulada en los barrancos hondos que rodeaban cada vergel, cada barrio, cada casa… ¿A esa naturaleza le hablaría el pequeño judío neoyorquino Harry Jaffe, peregrino de Manhattan a España y de España a Hollywood y de Hollywood a México?

Laura era esta vez la extranjera en su propia tierra, la otra a la que, quizás, este hombre extrañamente quieto y solitario le podría hablar, no en voz alta, sino con el susurro que ella aprendió a leer en sus labios a medida que se hicieron amigos y se desplazaron del feudo rojo de los Bell al silencio del jardín Borda al bullicio de la Plaza de Armas a la ebriedad leve e inconsciente del café al aire libre del Hotel Marik a la soledad recoleta de la catedral.

Allí, Harry le hizo notar que los murales del siglo pasado, píos y sansulpicanos, escondían otra pintura al fresco que había sido recubierta por el mal gusto y la hipocresía clericales como algo primitivo, cruel y poco devoto.

– ¿Sabes qué es, tú sabes? -preguntó Laura sin ocultar curiosidad y su sorpresa.

– Sí, un cura enojado -muy enojado- me lo contó. ¿Tú qué ves aquí?

– El Sagrado Corazón, la Virgen María, los Reyes Magos

__dijo Laura pero pensó en el padre Elzevir Almonte y las joyas del

Santo Niño de Zongolica.

– ¿Sabes qué hay debajo? -No.

– La expedición evangelizadora del único santo mexicano, San Felipe de Jesús, de quien su nana decía, el día que florezca la higuera, Felipillo será santo. -Esa historia me la contó de niña un sirviente al que quise mucho, Zampayita.

– Felipe fue a evangelizar el Japón en el siglo XVII. Aquí están pintadas, pero ocultas, escenas de peligro y de terror. Mares agitados. Naves zozobrantes. La prédica heroica y solitaria del santo. Finalmente, su crucifixión por los infieles. Su lenta agonía. Un gran film.

Todo eso estaba cubierto. Por la piedad. Por la mentira. -¿Un pentimento, Harry?

__No, no es una obra arrepentida, sino soberbiamente superpuesta a la verdad, es un triunfo de la simulación. Una película,

te digo.

La invitó por primera vez a la pequeña casa que alquilaba en medio de un manglar no lejos de la plaza. En Cuernavaca, basta internarse unos metros más allá de las avenidas para descubrir casas que casi son guaridas, ocultas detrás de altos muros de azul añil, verdaderos oasis silenciosos donde se alternan las pelusas verdes, las tejas rojas, las fachadas ocre y las selvas despeñándose hacia barrancas negras… Olía a humedad y a selva podrida. La casa de Harry consistía del jardín, la terraza de ladrillos calientes de día y helados de noche, el techo de tejas rotas, una cocina donde se sentaba inmóvil una anciana silenciosa con un abanico de palma entre las manos, y una sala-recámara de espacios divididos por cortinas que convertían en un secreto la cama de sábanas cuidadosamente extendidas, como si alguien fuese a castigar a Harry si dejaba el lecho revuelto.

Había tres maletas abiertas y llenas de ropa, papeles y libros, contrastando con el orden escrupuloso del lecho.

__¿Porr qué no has sacado tus cosas de la maleta?

Él se tardó en contestar.

– ¿Por qué?

– Voy a irme en cualquier momento.

– ¿Adonde te vas a ir?

– Home.

– ¿Tu casa? Pero si ya no tienes casa, Harry, ésta es tu casa, ¿no te has enterado?, ésta es tu casa, lo demás ya lo perdiste -exclamó Laura con irritación sospechosa.

– No, Laura, no, no sabes en qué momento…

– ¿Por qué no te sientas a trabajar?

– No sé qué hacer, Laura. Espero.

– Trabaja-dijo, queriendo decir, «quédate».

– Estoy esperando. En cualquier momento. Any moment now.

Ella se entregó a Harry por muchas razones, por su edad, porque no hacía el amor desde la noche en que Basilio se despidió antes de regresar a Vassar y ella no tuvo que pedirlo ni Baltazar tampoco, era un acto de humildad y memoria, un homenaje a Jorge Maura y a Pilar Méndez, sólo ella y él, Laura y Basilio presentes, podían representar con ternura y respeto a los amantes ausentes, pero ese acto de amor entre ellos por amor a otros, despertó en Laura Díaz un apetito que comenzó a crecer, un deseo erótico que ella creía, si no perdido, seguramente dominado por la edad, la decencia íntima, la memoria de los muertos, la superstición de ser vigilada desde alguna tierra oscura por los dos Santiagos, por Jorge Maura y por Juan Francisco -los muertos o desaparecidos que vivían en un territorio donde la única ocupación era vigilar a la que se quedó en el mundo, Laura Díaz.

– No quiero hacer nada que atente contra el respeto a mí misma.

– Self respect, Laura?

– Self respect, Harry.

Ahora la cercanía de Harry en Cuernavaca le despertó una ternura nueva, que al principio no supo identificar. Quizás nacía del juego de miradas en las reuniones de fin de semana, nadie lo miraba a él, él no miraba a nadie, hasta que llegó Laura y los dos se miraron. ¿No se inició así su amor con Jorge Maura, cruzando miradas en una fiesta en casa de Diego Rivera y Frida Kahlo? Qué distinto, el poder de aquella mirada del amante español, de la debilidad no sólo en la mirada sino en el cuerpo entero de este norteamericano triste, desorientado, herido, humillado y requerido de cariño.

Laura primero lo abrazó, sentados los dos en la cama de la casita en la barranca, lo abrazó como a un niño, rodeándole la espalda con el brazo, tomándole una mano, arrullándolo casi, pidiéndole que levantara la cabeza, que la mirara, quería ver la mirada verdadera de Harry Jaffe, no la máscara del exilio y la derrota y la compasión de sí mismo.

– Déjame acomodarte tus cosas en los cajones.

– Don't mother me, fuck you.

Tenía razón. Lo estaba tratando como a un niño débil y pusilánime. Tenía que hacerle sentir que eres un hombre, que quiero sacarte el fuego que te queda, Harry, cuando ya no sientes pasión por el éxito, el trabajo o la política o los demás seres humanos, quizás queda agazapado, burlón, como un duende, el sexo incapaz siempre de decir no, la única parte de tu vida, Harry, que acaso sigue diciendo que sí, por animalidad pura, quizás, o quizás porque tu alma, mi alma, ya no tienen más reducto que el sexo, pero lo ignoraban.

– A veces me imagino a los sexos como dos enanitos que asoman las narices entre nuestras piernas, burlándose de nosotros, desafiándonos a que los arranquemos de su nicho tragicómico y los tiremos a la basura, sabiendo que por más que nos torturen, siempre viviremos con ellos, los enanitos.

No quiso compararlo a nada. Se resistió a cualquier comparación. Allí estaba. Lo que ella imaginaba. Lo que él había olvidado. Una entrega apasionada, diferida, ruidosa, inesperadamente dicha y gritada por los dos, como si ambos salieran de una cárcel que los retuvo demasiado tiempo y allí mismo, a la salida del penal, del otro lado de la reja, estuviesen Laura esperando a Harry y Harry esperando a Laura.

– My baby, my baby.

– We'll see tomorrow.

– Soy un viejo productor judío y rico que no tiene por qué estar aquí, sino porque quiero compartir la suerte de los jóvenes judíos citadinos contra los que va dirigida la persecución macartista.

– ¿Sabes lo que es iniciar cada mañana diciéndote a ti mismo, «Éste es el último día en que voy a vivir en paz»?

– Cuando oyes que tocan a tu puerta, no sabes si son ladrones, mendigos, policías, lobos, o simple comején…

– ¿Cómo vas a enterarte si la persona que te visita y que se dice tu amigo desde siempre, no se ha convertido ya en tu delator, cómo lo sabes?

– Estoy en Cuernavaca exiliado porque no podría soportar la idea de una segunda interrogación.

– Hay algo más duro que aguantar la persecución en carne propia y es mirar la traición en carne ajena.

– Laura, ¿cómo vamos a reconciliar nuestros dolores y nuestras vergüenzas?