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La miraba también en los quehaceres de la casa, la cocina, hacer la cama, lavar los trastes, preparar las comidas, darse duchas prolongadas, sentarse en el excusado, dejar de usar las toallas sanitarias, sufrir de calores relampagueantes, acurrucarse a dormir en posición fetal mientras él, Harry, reposaba estirado como una tabla, hasta el día en que, inexplicablemente, las posiciones se invirtieron y él se acostó como feto y ella se estiró rígida, como un niño y su gobernanta…

Se dijo que pensaba lo que ella pensaba al verse en el espejo, al separarse del abrazo nocturno, cariñoso, de los amantes: una cosa es ser cuerpo, otra cosa es ser bella… Qué cálido y tierno era abrazarse y quererse, pero sobre todo qué saludable… La salvación del amor era ignorar el cuerpo propio y fundirse en el cuerpo ajeno y dejar que el otro absorbiera el cuerpo mío para no pensar en la belleza, no contemplarse aparte el uno del otro, sino ciegos, unidos, puro tacto, puro placer, sin las sanciones de la fealdad o la belleza que ya no concurren a oscuras, en el abrazo íntimo, cuando los cuerpos se funden el uno en el otro y dejan de contemplarse fuera de sí, dejan de juzgarse fuera de la pareja que copula hasta hacer de dos uno y perder toda noción de fealdad o belleza, de juventud o de vejez… Lo dijo Harry para sí pensando que Laura se lo decía a él, sólo miro en ti la belleza interna…

Era fácil en el caso de él, cada vez más emaciado, blanco como la panza de un huachinango, dijo Laura, ni siquiera un calvo distinguido sino un ralo pelón de mechoncitos abruptos y resistentes a la alopecia digna, total. Pelos como brotes de pasto seco en la coronilla, encima de las orejas, en la nuca desangelada. Era más difícil en el caso de ella, la belleza de Laura Díaz era inteligible, trató de decirle Harry, se parecía a la belleza clásica que no era más que la idea de la belleza impuesta desde tiempos de los griegos pero que

pudo ser otra norma de belleza, la de una deidad azteca, por ejemplo, la Coatlicue en vez de la Venus de Milo.

– Sócrates era un hombre feo, Laura. Rezaba todas las noches para ver así su propia belleza interna. Era el don de los dioses. El pensamiento, la imaginación. Ésa sra la belleza de Sócrates.

– ¿No quería que la vieran también ios demás?

– Creo que su discurso era el de un hombre vanidoso. Tan vanidoso que prefirió beber la cicuta a admitir que estaba equivocado. Y no lo estaba. Se mantuvo firme.

Siempre acababan hablando de lo mismo pero nunca llegaban al fondo de «lo mismo». Sócrates murió antes que rencantar. Igual que las víctimas del macartismo. Lo contrario de los soplones del macartismo. Y ahora Harry la miraba mirándose al espejo y se preguntaba si ella veía lo mismo que él, un cuerpo externo que iba perdiendo su belleza, o un cuerpo interno que iba ganando otra belleza. Sólo en el amor, sólo en la unión sexual la pregunta dejaba de tener sentido, el cuerpo desaparecía para ser sólo placer y el placer superaba cualquier belleza posible.

Ella, en cambio, no parecía juzgarlo a él. Lo aceptaba tal como era y él se sentía tentado de ser desagradable, de decirle a ella que por qué no te tiñes el pelo, por qué no te peinas con más estilo, por qué había abandonado toda coquetería, él me está mirando como si fuera su enfermera o su nana, quisiera que me volviera una sirena pero mi pobre Odiseo está barrenado, inmóvil, consumiéndose en un mar de ceniza, ahogado por el humo, desapareciendo poco a poco en la bruma de sus cuatro cajetillas diarias de Camel cuando le regala un cartón Fredric Bell o sus cinco cajetillas de Ra-leigh sin boquilla, que saben a jabón, dice, cuando se atiene a lo mejor que le ofrece el estanquillo de la esquina.

– Lo mejor a veces es a veces lo único. Aquí lo único es casi siempre lo peor.

Fueron al mercado sabatino y él decidió comprar un árbol de la vida. Ella no tenía por qué oponerse a la compra, pero lo hizo. No sé por qué me opuse, pensó más tarde, cuando dejaron de hablarse toda una semana, en realidad esos candelabros de barro pintados de mil colores no son feos, no ofenden a nadie, aunque tampoco son esa maravilla de audacia y sensibilidad folclóricas que él dice, no sé por qué le dije son cosas chabacanas, cursis, que sólo compran los extranjeros, ¿por qué no compras unos títeres con medias color de rosa, o un balero multicolor, o de plano un sarape para

ti y un rebozo para mí? Nos sentaremos al atardecer guarecidos contra ese frío repentino que cae de la montaña, envueltos en folclor mexicano, ¿a eso quieres rebajarme?, ¿no le basta con mirarme insistentemente mientras me arreglo frente al espejo, dejándome pensar lo que él piensa, se hace vieja, descuidada, va a cumplir cincuenta y siete años, ya no necesita kótex?, ¿además quiere llenarme la casa de cachivaches turísticos, árboles de la vida, baleros, marionetas de mercado? ¿Por qué de plano no te compras un machete, Ha-rry, de esos con inscripciones chistosas inscritas en el lomo, yo soy como el chile verde picante pero sabroso, para que la próxima vez que quieras cortarte los dedos y la lengua, lo logres, logres compadecerte a ti mismo por lo que fuiste y lo que no fuiste, por lo que eres y por lo que pudiste ser?

Harry no tenía fuerzas para pegarle. Fue ella la que sintió compasión por él cuando Harry le levantó la mano y ella hizo añicos el árbol de la vida arrojándolo contra el piso de ladrillo y al día siguiente barrió los pedazos dispersos y los tiró a la basura y sólo una semana después regresó sola del mercado y colocó el nuevo árbol de la vida en la repisa frente a la mesa y los equípales donde los dos acostumbraban comer.

Entonces quiso compensar su odio inexplicable hacia la figura multicolor de ángeles, frutas, hojas y troncos, aspirando intensamente el olor del follaje del jardín, el brillo de la lluvia sobre las hojas de plátano, y más allá, en su memoria, los árboles de sombra del café, los simétricos campos del limón y la naranja, las higueras, el lirio rojo, la copa redonda del árbol del mango, el trueno de flor amarilla menuda que lo mismo resiste el huracán o la sequía; toda la flora de Catemaco… Y en el final de la selva, la ceiba. Tachonada de clavos. Las espinas puntiagudas que la ceiba genera para protegerse a sí misma. Un tronco lleno de espadas, defendiéndose, para que nadie se le acerque… La ceiba al final del camino. La ceiba tachonada de dedos cortados a machetazo limpio por un asaltante de los caminos de Veracruz.

Siempre se sentaban lado a lado en el jardín cuando caía la tarde. Decían cosas de la vida diaria, el precio de la comida en el mercado, el menú del siguiente día, la tardanza con que llegaban las revistas americanas a Tepoztlán (si es que llegaban), la gentileza del grupo de Cuernavaca de hacerles llegar recortes, siempre recortes, nunca diarios o publicaciones enteras, la bendición del radio de onda corta, ir o no a Cuernavaca al Cine Ocampo a ver tal o cual pe-

lícula de vaqueros o los melodramas mexicanos que hacían reír a Laura y llorar a Harry, pero nunca una visita a casa de los Bell, la Academia de Aristóteles, la llamaba Harry, le aburría la discusión eterna, siempre lo mismo, una tragicomedia en tres actos.

– El primer acto es la razón. La convicción que nos llevó al comunismo y a simpatizar con la izquierda, la causa obrera, la fe en los argumentos de Marx y en la Unión Soviética como el primer Estado obrero y revolucionario. Con esa fe le contestábamos a la realidad de la depresión, el paro, la ruina del capitalismo americano.

Había luciérnagas en el jardín, pero no tantas como la luz intermitente de los cigarrillos que Harry encendía sucesivamente, el siguiente con la colilla del anterior.

– El segundo acto es la heroicidad. Primero la lucha contra la depresión económica en América, segundo la guerra contra el fascismo.

Lo interrumpía un acceso de tos brutal, una tos tan honda y fuerte que parecía ajena al cuerpo cada día más delgado y pálido de Harry, incapaz de contener un huracán tan hondo en su pecho.