Congreso, primero delator de los muertos porque creía que ya no podía dañarlos, luego delator de los vivos para salvarse a sí mismo, luego delator de sí mismo al decir como tantos otros, "No nombré a nadie que no hubiese sido nombrado antes". Cuando Odets salió llorando del funeral de John Garfield, hubo una pelea a puñetazos. Hasta el final, Jacob Julius Garfinkle vivió a trompadas en las calles de Nueva York.»
Cuando las lluvias del verano empaparon el jardín y se colaron por las paredes de la casa, dejando medallones oscuros en la piel del adobe, Harry Jaffe sintió que se ahogaba y le dijo a Laura Díaz que por favor leyera las cuartillas sobre John Garfield.
– Pero también hubo acusados que ni delataron ni se dejaron angustiar o deprimir, ¿no es cierto, Harry?
– Tú los conociste en Cuernavaca. Algunos pertenecieron a los Diez de Hollywood. Es cierto, tuvieron el valor de no hablar y no dejarse amedrentar, pero sobre todo el valor de no angustiarse, no suicidarse, no morir. ¿Son por ello más ejemplares? Otro de mis camara-das del Group Theater, el actor J. Edward Bromberg, pidió excusas ante el Comité para no presentarse a causa de sus recientes ataques cardiacos. El congresista Francis E. Walker, uno de los peores inquisidores, le dijo que los comunistas eran muy hábiles en presentar excusas firmadas por sus doctores -que sin duda también eran, por lo menos, simpatizantes de los rojos. Eddie Bromberg acaba de morir en Londres este año, Laura. A veces me llamaba, después de que lo pusieron en la Lista Negra de Hollywood, para decirme, Harry, hay unos tipos parados siempre frente a mi casa, de día y de noche, toman turnos, pero siempre hay dos tipos parados visiblemente, junto al farol, mientras yo los espío espiándome y esperando la llamada telefónica, ya no puedo apartarme nunca del teléfono, Harry, pueden citarme de nuevo en el Comité, pueden llamarme para decirme que el papel que me prometieron ya se lo dieron a otro, o por el contrario pueden llamarme para tentarme con un papel en una película pero a condición de que coopere, es decir, de que delate, Harry, esto ocurre cinco o seis veces por día, me paso el día junto al teléfono, tentado, desgarrándome, debo hablar o no, debo pensar en mi carrera o no, debo cuidar de mi mujer y mis hijos o no, y siempre acabo diciendo no, no hablare Harry, no, no quería dañar a nadie, Harry, pero sobre todo, Harry, no quería dañarme a mí mismo, mi lealtad a mis camaradas era lealtad a mí mismo. Ni los salvé a ellos ni me salvé a mí mismo…
– ¿Y tú, Harry, vas a escribir sobre ti mismo?
– Me siento muy mal, Laura, dame una cerveza, sé buena…
Otra mañana, cuando los loros chillaron bajo el sol y desplegaron sus crestas y sus alas como si anunciaran una nueva, buena o mala, Harry, mientras desayunaban, le contestó a Laura.
– Sólo me hablaste de los que fueron destruidos por no hablar. Pero me dijiste que otros se salvaron, salieron fortalecidos por callarse la boca -persistió Laura.
«¿Cómo puede haber inocencia cuando no hay culpa?» -citó Harry-. Esto dijo Dalton Trumbo al principio de la cacería de brujas. En medio, se burló de los inquisidores, escribió guiones bajo seudónimos, ganó un Óscar con seudónimo y la Academia por poco se caga del coraje cuando Trumbo reveló que el autor era él. Y cuando todo termine, sospecho que será Trumbo quien diga que no hubo héroes ni villanos, santos ni demonios, sólo hubo víctimas, Laura. Vendrá un día en que todos los acusados serán rehabilitados y celebrados como héroes culturales y los acusadores serán acusados a su vez y degradados como se lo merecen. Pero Trumbo tenía razón. Todos habremos sido víctimas.
– ¿Hasta los inquisidores, Harry?
– Sí. Hasta sus hijos se cambian de nombre, no quieren admitir que son hijos de unos hombres mediocres que mandaron a la miseria, a la enfermedad y al suicidio a cientos de inocentes.
– ¿Hasta los delatores, Harry?
– Han sido las peores víctimas. Traen el signo de Caín herrado en la frente.
Harry tomó un cuchillo del frutero y se cortó la frente.
Y Laura lo miró con terror pero no le impidió hacerlo. -Tienen que cortarse la mano y la lengua.
Y Harry se metió el cuchillo en la boca y Laura gritó y lo detuvo, le arrancó el cuchillo de la mano y lo abrazó sollozando.
– Y están condenados al exilio y la muerte -le dijo Harry casi en silencio al oído de Laura.
Desde muy pronto, Laura aprendió a leer el pensamiento de Harry y éste, el pensamiento de Laura. Los ayudaba la ronda puntual de la sonoridad tropical. Ella la conocía desde niña, en Veracruz, pero la había olvidado en la capital, donde los ruidos son accidentales, imprevistos, intrusos, chillantes como un par de uñas malvadas arañando un pizarrón en la escuela. En el trópico, en cambio, los trinos de los pájaros anuncian el amanecer y su vuelo simétrico el
crepúsculo, la naturaleza fraterniza con las campanadas de maitines y vísperas, los cultivos de vainilla perfuman con la intermitencia de nuestra propia atención el ambiente, y sus mazos cosechados le dan un aire a la vez primigenio y refinado a las alacenas donde son guardados. Cuando Harry espolvoreaba la pimienta sobre el plato de huevos rancheros en el desayuno, Laura miraba la pimienta en flor en el jardín, joyas amarillas incrustadas en una frágil y aérea corona color de atardecer. No había hiatos en el trópico. Se pisaba del jardín a la mesa matando alacranes dentro de la casa primero, buscándolos preventivamente en el jardín, bajo las piedras, más tarde. Eran insectos blancos y Harry se rió pisoteándolos.
– Mi mujer me decía que me asoleara de vez en cuando. Tienes el vientre blanco como un filete de pescado antes de freír. Así son estos alacranes.
– Panza de huachinango -rió Laura.
– Salte de esto, me decía ella, no es lo tuyo, no crees en ello, tus amigos no valen tanto. Y luego volvía con su cantinela, tu problema no es que seas comunista, es que perdiste el talento, Harry.
Y a pesar de todo, se sentaba a escribir, finalmente, cuando todo estaba dicho y hecho, le faltaba escribir y en Tepoztlán comenzó a hacerlo con más regularidad, a partir de sus minibiografías de víctimas como Garfield y Bromberg que habían sido sus amigos. ¿Por qué no escribía sobre sus enemigos, los inquisidores? Viéndolo bien, ¿por qué sólo escribía sobre las víctimas heridas y destrozadas, como Garfield y Bromberg, pero no sobre los tipos íntegros que se sobrepusieron al drama, no lloraron, combatieron, resistieron y sobre todo, se burlaron de la estupidez monstruosa de todo el proceso? Dal-ton Trumbo, Albert Maltz, Herbert Biberman… Los que llegaron a México, pasaron por Cuemavaca o se instalaron allí. ¿Por qué de ellos casi no hablaba Harry Jaffe? ¿Por qué no los incluía en sus biografías que estaba escribiendo en Tepoztlán? Y sobre todo, ¿por qué nunca mencionaba a los peores de todos, los que sí delataron, los que sí dieron nombres, Edward Dmytrik, Elia Kazan, Lee J. Cobb, Clifford Odets, Larry Parks?
Harry mató de un zapatazo a una alacrán.
– Los insectos malignos se acomodan en el lugar más hostil y viven donde parece que no hay vida. Eso lo dijo Tom Paine para describir al prejuicio.
Laura se empeñó en imaginar lo que pensaba Harry, todas las cosas que no le decía pero que pasaban por su mirada febril. No
sabía que Harry hacía lo mismo, creía leer los pensamientos de Laura, la miraba desde la cama cuando se arreglaba frente al espejo cada mañana y contrastaba a la mujer aún joven que conoció dos años antes emergiendo de una alberca cuajada de bugambilias a la señora de cincuenta y seis años con el pelo cada vez más canoso, la simplicidad del arreglo de la cabellera larga y entrecana recogida en un chongo en la nuca, despejando aún más la frente límpida y subrayando las facciones angulares, la nariz fina y grande montada sobre un caballete, los labios delgados de estatua gótica. Y todo salvado por la inteligencia y el fulgor de los ojos amarillentos al fondo de las cuencas sombrías.