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– Fuera de orden -le gritó de vuelta McCarthy.

– Usted, senador, usted es el rojo -dijo el hombre pequeño y calvo.

– El testigo está cayendo en el delito de desacato al Congreso.

– Usted, senador, está a sueldo de Moscú.

– Retiren al testigo.

– Usted es la mejor propaganda inventada por el Kremlin, senador McCarthy.

– ¡Sáquenlo! ¡A la fuerza!

– ¿Cree usted que actuando como Stalin va a defender la democracia americana? ¿Cree usted que la democracia se defiende imitando al enemigo? -gritó Harry Jaffe, así lo llamó Basilio Bal-tazar, eran compañeros del frente del Jarama, Vidal, Maura, Harry, Basilio y Jim. Eran cantaradas.

– Orden, orden, el testigo es reo de desacato -gritó McCarthy con su voz de robachicos plañidero, la boca torcida en una eterna sonrisa de desprecio, la barba creciente a las dos horas de rasurarse, los ojos de animal acosado por sí mismo: Joe McCarthy era como un animal consciente de ser hombre que añora su libertad anterior, la libertad de la bestia en la jungla.

La culpa de todo la tuvieron los Hermanos Warner, intervino otro anciano, ellos metieron la política al cine, los temas sociales, la delincuencia, el desempleo, los niños abandonados al crimen, la crueldad de las prisiones, un cine que le dijo a América, ya no

eres inocente, ya no eres rural, vives en ciudades plagadas de miseria, explotación, crimen organizado y criminales que van del gángster al banquero.

– Como dijo Brecht, ¿qué es peor, asaltar un banco o fundar un banco?

– Yo te lo digo -contestó el primer viejo, el confidente de Laura-. Una película es una obra colectiva. Un escritor, por muy astuto que sea, no le puede tomar el pelo a L. B. Mayer o a Jack Warner y darle gato rojo por liebre blanca. No ha nacido quien engañe a Mayer diciéndole, mira, esta película sobre el noble campesinado ruso es en realidad una loa disfrazada al comunismo, Mayer no se traga ningún engaño porque él los inventó todos; por eso fue el primero en denunciar a sus propios colaboradores. El lobo engañado por los corderos. El lobo haciéndose perdonar porque entregó a los borreguitos al matadero a fin de salvarse él mismo del cuchillo. ¡Qué furia debió sentir de que McCarthy se bebiese la sangre de todos los actores y escritores contratados por Mayer, y no Mayer mismo…!

– La venganza es dulce, Theodore…

– Al contrario. Es una dieta amarga si no eres tú el que bebe la sangre del crucificado por tu delación. Es la hiél de la delación, tener que callarse, no poder vanagloriarse íntimamente, vivir con la vergüenza…

Harry Jaffe se levantó y prendiendo un cigarrillo se alejó por el jardín. Laura Díaz siguió la estela de su luciérnaga, un Camel encendido en un jardín oscuro.

– Todos somos responsables de una película -continuó el viejo productor llamado Theodore-. Paul Muni no es responsable de Al Capone porque protagonizó Caracortada, ni Edward Ar-nold del fascismo plutocrático porque lo encarnó en Meetjobn Doe. Todos, desde el productor hasta el distribuidor, fuimos responsables de nuestras películas.

– Fuenteovejuna, todos a una-dijo sonriendo, sin temor a ser comprendido por un solo gringo, Basilio Baltazar.

– Bueno -dijo con inocencia Elsa, la mujer del viejo productor-. Quién sabe si no tenían razón diciendo que una cosa era abordar temas sociales en la época del Nuevo Trato y otra exaltar a Rusia durante la guerra…

– ¡Eran nuestros aliados! -exclamó Bell-. ¡Había que hacer simpáticos a los rusos!

– Nos pidieron levantar la moral pro-soviética__intervino Ruth-. Nos lo pidieron Roosevelt y Churchill.

– Y un buen día alguien toca a tu puerta y te citan ante el Comité de Actividades Antiamericanas por haber presentado a Sta-lin como el buen Tío Joe, con su pipa y sabiduría campesina, defendiéndonos contra Hitler -dijo el hombre alto disfrazado de lechuza por sus pesados anteojos de carey.

– ¿Y no fue cierto? -le contestó con una sonrisa un hombre pequeño de cabellera rizada y revuelta que culminaba con un copete natural altísimo-. ¿No nos salvaron los rusos de los nazis? ¿Te acuerdas de Stalingrado? ¿Ya nos olvidamos de Stalingrado?

– Albert -le contestó el hombre alto y miope-. Yo nunca discutiré contigo. Yo siempre estaré de acuerdo con un hombre que caminó conmigo, a mi lado, esposados los dos por habernos negado a denunciar a nuestros camaradas ante el Comité McCarthy. Tú y yo.

Había algo más, le dijo Harry a Laura una noche ruidosa de cicadas en el jardín de los Bell. Era una época. Era la miseria de una época, pero también su gloria.

– Antes de irme a España, colaboré en el Proyecto de Teatro Negro con la WPA de Roosevelt que provocó los motines de Har-lem en el año 35. Luego Orson Welles montó un Macbeth negro que causó furor y fue ferozmente atacado por el crítico teatral del New York Times. El crítico murió de pulmonía a la semana de haber escrito lo que te digo. Era el vudú, Laura -se rió Harry, pidiéndole permiso de llamarla por su nombre de pila.

– Laura. Sí -dijo ella.

– Harry. Harry Jaffe.

– Sí, Basilio me ha hablado de usted… de ti.

– De Jim. De Jorge.

– Jorge Maura me contó la historia.

– Sabes, la historia completa nunca se conoce -dijo Harry con desafío y melancolía y vergüenza, todo junto, pensó Laura.

– ¿Tú conoces toda la historia, Harry?

– No claro que no -el hombre trató de recuperar un semblante ordinario-. Un escritor no debe conocer nunca la historia completa. Imagina una parte y le pide al lector que la continúe. Un libro no debe cerrarse nunca. El lector debe continuarlo.

– ¿No que lo complete, sólo que lo continúe?

Harry asintió con su cabeza rala y sus manos inmóviles pero expresivas. Basilio lo había descrito en el frente del Jarama en

1937. Compensaba su debilidad física con una energía de gallo de pelea. «Necesito hacerme de un curriculum que compense mis complejos sociales», había dicho entonces Harry. Su fe en el comunismo lo expiaba de todas sus inferioridades. Discutía mucho, recordó Jorge Maura, se había leído toda la literatura del marxismo, la repetía como una Biblia y terminaba sus oraciones con la misma frase siempre, veremos mañana, we'll see tomorrow. Los errores de Stalin eran un accidente de ruta. El futuro era glorioso, pero Harry Jaffe en España era un hombre pequeño, inquieto, intelectualmente fuerte, físicamente débil y moralmente indeciso -comentó Maura- porque no conocía la debilidad de una convicción política sin crítica.

– Quiero salvar mi alma -decía Harry en el frente de la guerra de España.

– Quiero conocer el miedo -decía su inseparable amigo Jim, el neoyorquino alto y desgarbado que formaba con Harry -Jorge Maura sonreía- la pareja clasica del Quijote y Sancho; o de Mutt y Jeff, decía ahora Basilio, añadiendo su sonrisa a la del amigo ausente.

– Adiós a las corbatas -dijeron juntos Jim y Harry cuando Vincent Sheean y Ernest Hemingway se largaron a reportear la guerra, discutiendo sobre cuál de los dos tendría el privilegio de escribir la nota necrológica del otro…

El pequeño judío de saco y corbata.

Si la descripción del Harry Jaffe de hace quince años era exacta, entonces tres lustros habían sido tres siglos para este hombre que no podía ocultar su tristeza, que acaso quería ocultarla; pero la tristeza lograba escaparse por la mirada infinitamente lejana, por la boca temblorosamente triste, por la barbilla inquieta y las manos sobrenaturalmente inertes, controladas con esfuerzo para no mostrar entusiasmo o interés verdaderos. Se sentaba encima de sus manos. Las hacía un puño. Las unía desesperadamente bajo el mentón. En las manos de Harry estaba el testigo ofendido, humillado, por la saña del macartismo. Joe McCarthy le había paralizado las manos a Harry Jaffe.

– Nunca ganamos, no es verdad que en algún momento hayamos triunfado -dijo con su voz neutra como el polvo Harry-. Hubo excitación, excitement, eso sí. Mucha excitación. A los americanos nos gusta creer en lo que hacemos y excitarnos haciéndolo. ¿Cómo no iba a unir el gusto, la fe, y el excitement un evento