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liberales, conservadores, cristeros, y se nos va entre las manos el líquido precioso que llamamos, a falta de palabra mejor, "el alma". El brutal rechazo de usted a la entrega de la madre Soriano acabó por hundir a Juan Francisco en el desconcierto primero y el desaliento después. Fue como la lápida sobre su carrera. Había terminado. Hizo cosas ridiculas, como ponerle un investigador pagado para vigilarla. Se arrepintió de su tontería, se lo aseguro. Pero una vez sacerdote, siempre sacerdote, sabe usted; ni aunque me rebanen las yemas de los dedos puedo dejar de oír y absolver. Laura: Juan Francisco me pidió perdón por haber entregado a la madre Gloria Soriano. Era su manera de agradecerme que yo hubiese recogido a un niño descalzo e ignorante para darle educación hace ya sesenta y ocho años, figúrese nomás. Pero hizo algo más. Restituyó el tesoro del Santo Niño de Zongolica. Una tarde, al entrar en vísperas, los lugareños encontraron las joyas, las ofrendas, todo lo que habían heredado y acumulado, de vuelta en su lugar. Usted no lo supo porque las noticias de Catemaco se quedaban en Catemaco. Pero el pueblo maravillado lo atribuyó a un milagro del propio Santo Niño, capaz de recrear su propio tesoro y devolverlo al sitio donde debería estar. Era como si les hubiera dicho, "si los hice esperar fue para que sintieran la ausencia de mis ofrendas y se alegraran aún más al recuperarlas". ¿Con qué pagaste todo esto?, le pregunté a Juan Francisco. Con las cuotas de los trabajadores, me confesó. ¿Ellos lo sabían? No, les dije que era para las víctimas de una epidemia causada por un desbordamiento del río Usumacinta. Ni quien llevara las cuentas. Laura, ojalá regreses un día a tu pueblo de origen y veas qué chulo está el altar, gracias a Juan Francisco. Perdona, Laura, a los hombres que no tienen más que dar que aquello que traen dentro. O como dicen en mi pueblo, este cuero ya no da para más correas, ni este cura para más obleas. No creo que nos volvamos a ver. No quiero que nos volvamos a ver. Me costó mucho mostrarme ante ti hoy en la agencia fúnebre. Qué bueno que no me reconociste, ¡Puta madre! ¡Ni yo mismo me reconozco ya, ah qué caray!

Recuerda con un poco de cariño a

ELZEVIR ALMONTE»

El fin de semana, Basilio Baltazar pidió un coche prestado y salieron juntos a Cuernavaca los dos, Laura y su viejo amigo el anarquista español.

XIX. Cuernavaca: 1952

Laura se zambulló en la alberca cuajada de bugambilias y sacó la cabeza del agua al borde mismo de la piscina. A los lados, conversaba un grupo grande de hombres y mujeres extranjeros, la mayoría norteamericanos, unos pocos en traje de baño, casi todos vestidos, ellas, de faldas amplias y blusas «mexicanas» de manga corta y escote floreado, ellos, con camisa de manga corta y pantalones de verano, casi todos adaptando sus pies al huarache, todos sin excepción con una copa en la mano, todos huéspedes del espléndido comunista inglés Fredric Bell, cuya casa en Cuernavaca se había convertido en refugio de las víctimas de la persecución macartista en los Estados Unidos.

La mujer de Bell, Ruth, era norteamericana y compensaba la ironía alta y esbelta de su marido británico con una rudeza terrena, cercana al suelo, como si caminara arrastrando sus raíces desde los barrios de Chicago donde nació. Era una mujer de los grandes lagos y las inmensas praderas, nacida por casualidad en medio del asfalto de la «ciudad de hombres anchos», como llamó a Chicago el poeta Cari Sandburg. Los hombros de Ruth cargaban con ligereza a su marido Fredric y a los amigos de su marido, ella era el Sancho Panza de Fredric, el británico alto, esbelto, de ojos azules, frente despejada, pelo totalmente blanco y escaso alrededor de un casco de piel pecosa.

– Un Quijote de causas perdidas -le dijo Basilio Baltazar a Laura.

Ruth tenía la fuerza de un dado de acero, desde la punta de los pies descalzos sobre el césped hasta la cabellera naturalmente rizada, corta y encanecida.

– Casi todos son directores y guionistas de cine -continuó Basilio manejando por la recién inaugurada supercarretera Mé-xico-Cuernavaca, que ahora permitía hacer el recorrido en cuarenta y cinco minutos-, uno que otro profesor, pero sobre todo gente del espectáculo…

– Te salvaste, eres minoría -sonrió Laura, el pañuelo amarrado a la cabeza, para dominar la carrera del viento en el MG descubierto que el poeta republicano exiliado en México, García Ascot, le prestó a su amigo Basilio.

– ¿Me imaginas de profesor, enseñándole literatura española a señoritas norteamericanas de sociedad en Vassar College? -preguntó con malicia alegre Basilio, que libraba hábilmente las curvas de la carretera.

– ¿Allí conociste a esa bola de rojos?

– No. Soy lo que se llama un «moonlighter», es decir, hago trabajo extra, sin paga, en el New School for Social Research de Nueva York los fines de semana. Allí asisten trabajadores, gente madura que no tuvo tiempo de educarse. Allí conocí a mucha gente que hoy tú vas a conocer.

Quería pedirle una cosa a Basilio, que no la tratara con compasión, que asumiera el pasado que ambos conocían con una memoria tranquila, acallada, cuyos daños y alegrías ya habían dejado sus marcas en nuestros cuerpos.

– Tú sigues siendo una bella mujer.

– Ya pasé de los cincuenta. Un poquito.

– Pues aquí hay mujeres veinte años menores que tú que no se pondrían un traje de baño de una pieza.

– Me gusta nadar. Nací junto a un lago y crecí a orillas del mar.

Por educación, no se fijaron en ella, cuando se clavó en la piscina pero al emerger entre las bugambilias, Laura vio las miradas curiosas, aprobatorias, sonrientes de los «gringos» reunidos a comer este sábado en Cuernavaca en casa del rojo Fredric Bell y vio como en un mural de Diego Rivera o una película de King Vidor, a «the crowd», el conjunto a un tiempo colectivo y singular, Laura apreció este hecho, sabía que a este grupo lo unía una misma cosa, la persecución, pero cada uno había logrado salvar su individualidad, no eran «masa» por más que creyeran en ella; había orgullo en sus miradas, en la manera de estar de pie o de sostener una copa o levantar un mentón, de ser de él o ella mismos, eso impresionó a Laura, la conciencia visible de la dignidad dañada y del tiempo necesario para recobrarla. Éste era un asilo de convalecientes políticos.

Conocía algo de sus historias. Basilio le contó más en la carretera, tenían que creer en su propia individualidad porque la persecución quiso hacerles grey, manada roja, borregos del co-

munismo, arrebatarles su singularidad para convertirlos en enemigos.

– ¿Asistió usted al homenaje a Dimitri Shostakovich en el Waldorf Astoria?

– Sí.

– ¿Sabía usted que se trata de una figura prominente de la propaganda soviética?

– Sólo sé que es un gran músico.

– Aquí no estamos hablando de música, sino de subversión.

– ¿Quiere usted decir, senador, que la música de Shostakovich convierte en comunista al que la escucha?

– Exactamente. Eso me dice mi convicción de patriota americano. Es obvio para este Comité que usted no comparte esa convicción.

– Soy tan americano como usted.

– Pero su corazón está en Moscú.

(Lo sentimos mucho. No puede trabajar más con nosotros. Nuestra compañía no puede verse involucrada en controversias.)

– ¿Es cierto que usted ha programado un festival de películas de Charlie Chaplin en su estación de televisión?

– Así es. Chaplin es un gran artista cómico.

– Es un pobre artista trágico, dirá usted. Es un comunista.

– Es posible. Pero eso no tiene nada que ver con sus películas.

– No se haga el tonto. El mensaje rojo se filtra sin que nadie se dé cuenta.

– Pero, senador, éstas son películas mudas hechas por Chaplin antes de 1917-

– ¿Qué pasó en 1917?