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¿Iba a haber tiempo de enmendar los errores de treinta años de vida en común y dos hijos crecidos, uno muerto ya? Santiago escribió un poema antes de morir que Laura le mostró a Juan Francisco, sobre todo una línea que decía,

Somos vidas traducidas

¿Qué quería decir? ¿Qué significaban estas frases cotidianas del muchacho, no dejes la jaula abierta, los pájaros son querenciosos y no se van, los gatos no, se van y regresan a dañar… «No siempre me da el sol en la cabeza…». Acaso querían decir que Santiago sabía desprenderse de sí mismo, transformarse, descubrir al otro que estaba en él. Ella lo descubrió también pero no se lo dijo. ¿Y tú, Juan Francisco?

– Mis hijos son mi biografía, Laura. No tengo otra.

– ¿Y yo?

– Tú también, mi vieja.

¿Era ése el secreto de Juan Francisco, que su vida no tenía secreto porque no tenía pasado, que su vida era sólo externa, era la fama de Juan Francisco el orador, el líder, el revolucionario? ¿Y atrás, qué habría atrás? ¿Nada?

– Había una niña en Villahermosa con mongolismo. Amenazaba, pegaba y escupía violentamente. Su madre tuvo que ponerle orejeras como a una yegua para que no viera al mundo y se calmara.

– ¿Era tu vecina en Tabasco?

No, él no tuvo vecinos, dijo con un movimiento de cabeza.

– ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Nunca me lo vas a decir?

Volvió a negar.

– ¿Sabes que eso nos separa, Juan Francisco, cuando estamos a punto de entendernos, me niegas la historia de tu vida una vez más?

Esta vez afirmó.

– ¿Qué hiciste, Juan Francisco? ¿Fuiste heroico y te fatigaste? ¿Fue una mentira tu heroísmo? ¿Sabes que he llegado a creerlo? ¿Qué mito le vas a transmitir a tus hijos, al vivo y al muerto también, te has puesto a pensar? ¿Qué nos vas a heredar? ¿La verdad completa? ¿La verdad a medias? ¿La parte buena? ¿La parte mala? ¿Cuál parte a Dantón que está vivo? ¿Cuál a Santiago que está muerto?

Ella sabía que sólo el tiempo, disipado como humo, revelaría el celoso misterio de su marido Juan Francisco López Greene. ¿Cuántas veces, de hecho, se habían invitado a rendirse, el uno y el otro? ¿Nunca serían capaces de decir te lo entrego todo, hoy mismo?

– Más tarde entenderás… -decía el hombre cada vez más vencido.

– ¿Sabes a lo que me obligas? Me obligas a preguntarte, ¿qué tengo que darte, qué quieres de mí, Juan Francisco, quieres que te vuelva a decir «mi cariño, mi amor», cuando sabes muy bien que esas palabras se las reservo a otro hombre y a mis hijos, no son tus palabras, tú eres mi marido, Juan Francisco, no mi ternura, mi cariño, mi amor (mi hidalgo, mi gachupincito adorado…)?

Temía -o sólo quería creer- que en algún momento Juan Francisco iba a saltar de su letargo y a tocarla con otra voz, la voz nueva y vieja al mismo tiempo, del final. Se armó de paciencia para ese final que iba a llegar, que se acercaba visiblemente en el vencimiento físico de aquel hombre grandulón, de espaldas altas y manos inmensas, torso largo y piernas cortas como algunos de su casta -su casta, algo quería atribuirle Laura a Juan Francisco, por

lo menos raza, casta, ascendencia, familia, padre y madre, amantes, primera esposa, hijos bastardos o legítimos, ¿qué más daba? Estuvo a punto, un día, de tomar el Interoceánico de regreso a Veracruz y de allí por lancha y carretera a Tabasco, a consultar registros pero se sintió una fisgona despreciable y siguió su vida diaria ayudando a Frida Kahlo, más doliente que nunca, con una pierna amputada, prisionera del lecho y de la silla de ruedas, asistiendo a las reuniones de los Rivera en honor de los nuevos exiliados, los norteamericanos perseguidos por el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso…

Había comenzado una nueva guerra, la guerra fría, Chur-chill la había consagrado con un discurso célebre: «Una cortina de hierro ha descendido sobre Europa, de Stettin al Báltico». Stalin le daba la razón a las democracias. La paranoia del viejo dictador alcanzaba cimas delirantes, encarcelaba y mandaba matar no a sus enemigos inexistentes, sino a sus amigos por el temor de que algún día fuesen enemigos; practicaba el asesinato y el encarcelamiento preventivo, cruel, horrorosamente innecesario… Pero Picasso pintaba el retrato «realista» de Stalin y una paloma para acompañarlo, porque este extraño monstruo tan discutido en aquellas tertulias de Domingo Vidal, Basilio Baltazar y Jorge Maura en el Café París durante la guerra de España, resultaba ahora el campeón de la paz y contra los imperia-listas norteamericanos que, ni cortos ni perezosos, se inventaban su propia paranoia anticomunista y veían agentes estalinistas debajo de cada tapete, en cada escenario de Nueva York y en cada película de Hollywood. Estos nuevos exiliados comenzaron a reunirse en casa de los Rivera. Muchos no volvieron, cansados de la verborrea mar-xista de Diego o indignados por la devoción de Frida al padrecito Stalin, a quien le dedicó retrato y elogios desmesurados, a pesar (o quizás porque) Stalin mandó asesinar al amante de Frida, León Trotski.

Laura Díaz recordaba las palabras de Jorge Maura, no hay que cambiar la vida, no hay que transformar al mundo. Hay que diversificar la vida. Hay que perder la ilusión de la unidad recobrada como llave de un nuevo paraíso. Hay que darle valor a la diferencia. La diferencia fortalece la identidad. Jorge Maura dijo encontrarse entre dos verdades. Una, que el mundo va a salvarse. Otra, que el mundo está condenado. Ambas son ciertas. La sociedad corrupta del capitalismo está condenada. Pero la sociedad idealista de la revolución también lo está.

– Cree en las oportunidades de la libertad -le dijo una voz cálida al oído a Laura Díaz, imponiéndose a los debates profun-

dos y a las conversaciones planas de la reunión en casa de los Rivera-. Recuerda que la política es secundaria a la integridad personal, porque sin ésta no vale la pena vivir en sociedad…

– Jorge! -exclamó Laura con una conmoción incomparable, volteándose a darle la cara al hombre joven aún, de cabellera plena pero ya no negra como antes, sino salpicada, igual que las cejas, de copos blancos:

– No. Siento desilusionarte. Basilio. Basilio Baltazar. ¿Me recuerdas?

Se abrazaron con una emoción comparable a un nuevo parto, en verdad como si de alguna manera los dos volviesen a nacer en ese momento y pudiesen allí mismo, en la emoción del encuentro, enamorarse y volver a ser los jóvenes de quince años atrás sólo que ahora los dos venían acompañados. Ya y para siempre. Laura Díaz acompañada de Jorge Maura. Basilio Baltazar acompañado de Pilar Méndez. Y Jorge, en su isla, acompañado para siempre de la otra Mendes, Raquel.

Se miraron con inmensa ternura, incapaces de hablar durante varios segundos.

– ¿Ya ves? -sonrió Basilio detrás de sus ojos húmedos-. Nunca salimos de los problemas. Nunca dejamos de perseguir o ser perseguidos.

– Ya veo -dijo con la voz quebrada ella.

– Hay gente muy maja entre estos «gringos». Casi todos son directores de cine y teatro, escritores, uno que otro veterano de nuestra guerra y de la Brigada Lincoln, ¿te acuerdas?

– ¿Cómo me voy a olvidar, Basilio?

– Casi todos viven en Cuernavaca. ¿Por qué no vamos juntos un fin de semana a charlar con ellos?

Laura Díaz sólo pudo plantarle un beso en la mejilla a su viejo amigo el anarquista español, como si besara otra vez a Jorge Maura, como si viese por primera vez el rostro siempre escondido de Armonía Aznar, como si surgiese del fondo del mar la efigie de su adorado hermano el primer Santiago… Basilio Baltazar fue el catalizador de un pasado que Laura Díaz añoraba pero consideraba perdido para siempre.

– Y no. Tú haces presente nuestro pasado, Basilio. Gracias.

Ir a Cuernavaca a discutir política, pero esta vez con norteamericanos, no con españoles ni con dirigentes obreros mexicanos traicionados por la Revolución, por Calles y Morones… La idea le