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XVIII. Avenida Sonora: 1950

Llega un momento de la vida en que nada tiene importancia salvo amar a los muertos. Hay que hacerlo todo por los muertos. Podemos, tú y yo, sufrir porque el muerto está ausente. La presencia del muerto no es cierta. Su ausencia es lo único cierto. Pero el deseo que tenemos del muerto no es presencia ni ausencia. En mi casa ya no hay nadie, Jorge. Si quieres pensar que mi soledad es lo que me devolvió a ti, te doy permiso.

Murió mi marido Juan Francisco.

Murió la tiíta María de la O.

Pero la muerte de mi adorado hijo Santiago es la única muerte real para mí, las abarca todas, les da sentido.

La muerte de la tiíta hasta me da alegría. Se murió a gusto, en su Veracruz querido, bailando danzones con un hombre diminuto llamado Matías Matadamas que se vestía todo él de azul polvo para sacar a mi tía a bailar el danzón sobre el espacio de un ladrillo en la plaza pública dos veces por semana.

La muerte verdadera de Juan Francisco ya había ocurrido hace mucho tiempo. Su cuerpo inánime la confirmó. Llegó a la muerte arrastrando los pies, diciéndome «ya no me ocurre nada», preguntándome, «¿Debimos casarnos tú y yo?» Porque el día de la muerte le pedí que ya no nos recrimináramos más.

– He perdido demasiado tiempo odiándote.

– Y yo, olvidándote.

¿Quiénes dijimos esto, Jorge, él o yo? Ya no sé. Ya no sé cuál de los dos dijo «No me digas si yo merecía tu odio y yo no te diré si tú merecías mi olvido».

Quiero creer que no lo quería cuando murió. Siempre, desde mi regreso cuando tú te fuiste a Cuba, me pregunté, ¿por qué me acepta de vuelta?, los machos mexicanos repudian, no toleran; ¿era Juan Francisco algo más de lo que yo imaginaba o creía saber sobre él?

De mis hijos pude decir son fuertes, son más grandes de lo que yo misma sabía, pero de él sólo supe preguntar, ¿es débil, o es

perverso?, ¿hace una profesión de su fracaso a fin de solicitar la única forma de amor que le queda: la compasión ajena? ¿Cómo podría yo abandonar a un hombre tan débil?

Mi hijo Santiago me hace pensar todos los días que todo lo que quiero ha muerto.

Me consuelo como lo hacemos todos. Pasará el tiempo. Llegaré a soportar la ausencia.

Entonces reacciono con violencia, quiero que mi dolor no pase nunca, quiero que la ausencia de mi hijo sea siempre, para siempre, intolerable.

Entonces me avasalla mi propio orgullo. Me pregunto si un amor que no tiene más apoyo que el recuerdo no se vuelve al cabo tolerable, me pregunto si un amor que quiere ser siempre un dolor, debe vencer la caricia de la memoria y reclamar un vacío, un gran vacío en el que no quepan el recuerdo, la ternura, sino la ausencia, saberlo ausente, no admitir consolación alguna…

Llegó de donde menos la esperaba. La piedad.

Fueron las lágrimas de Juan Francisco sobre el cadáver de Santiago. El padre lloró la muerte del hijo como si nadie en el mundo lo hubiese querido más, más secretamente, con menos ostentación. ¿Por eso se mantenía lejos de él y cerca de Dantón? ¿Para sufrir menos cuando se fuera Santiago? ¿Lloró porque no estuvo nunca cerca de él o lloró porque lo quiso más que a nadie y sólo la muerte le permitió desnudar su sentimiento?

Ver al padre llorar sobre el cadáver del hijo le devolvió a la memoria de Laura una bofetada verbal tras otra, como si todo lo que su marido y ella se dijeron para herirse a lo largo de los años se estuviese repitiendo, con más saña, en ese momento, casarme contigo fue como darle la otra cara al destino, no me hables como el santo a la tentadora, dirígete a mí, mírame la cara, ¿por qué no me juzgaste por mi voluntad de amarte, Juan Francisco, en vez de condenarme por engañarte?, no sé por qué te imaginé como un hombre excitante y valiente, es lo que decían de ti, siempre fuiste un «dicen de él», un murmullo, nunca una realidad, entre tú y yo nunca hubo amor, hubo ilusión, espejismo, no amor basado en respeto y admiración, que nunca duran, la vida contigo me ha vencido, me ha dejado perpleja y enferma, no te odio, me fatigas, me quieres demasiado, un amante verdadero no debe querernos demasiado, no debe empalagarnos, Juan Francisco, nuestro matrimonio ha muerto, lo ha matado todo o lo ha matado nada, quién sabe, pero vamos enterrándolo, querido, apesta, apesta…

Y ahora podría decirle, gracias, gracias a tu adoración demasiado fácil pude ascender a algo mejor, a esa expectativa constante que requiere la pasión, gracias a ti llegué a Jorge Maura, el contraste contigo me permitió entender y querer a Jorge como jamás pude quererte a ti…

– Creí tener mas fuerza de la que tengo, Laura. Perdóname. -No puedo condenar lo mejor de mí misma a la tumba de la memoria. Perdóname tú.

Y ahora lo vio llorar sobre el cadáver del hijo exhausto y hubiese querido, ella, pedirle perdón a él, a Juan Francisco, por no haber podido, durante treinta años, penetrar más allá de las apariencias, las leyendas, la ignorancia de su origen, el mito de su pasado, la traición de su presente…

Fue terrible poderse hablar al fin gracias a la muerte del hijo.

Fue terrible identificarse los dos, Laura y Juan Francisco, revelando que ambos, en secreto, miraban con parejo amor a Santiago el Menor pensando lo mismo, lo tiene todo, belleza, talento, generosidad, todo menos salud, todo menos vida y tiempo para vivirla. Sólo ahora descubrieron padre y madre que ambos se rehusaron la compasión hacia Santiago porque nadie estaba autorizado para compadecer a nadie en esta casa. Se puede traicionar a un ser amado con la piedad.

– ¿Por eso te volcaste, tan ostentosamente, Juan Francisco, hacia Dantón?

Laura se había vanagloriado de la elocuencia del silencio entre madre e hijo. La soledad y la quietud los habían unido. ¿Era esto cierto también de la relación entre Juan Francisco y Santiago? ¿Ser explícito sobre lo que ocurría era más que una ofensa? ¿Era una traición? Madre e hijo vivieron una madeja de complicidades, adivinaciones, actos de gracias, todo menos la compasión, la maldita, la prohibida compasión…? ¿Vivió y sintió lo mismo, desde lejos, celebrando al otro hijo, el padre de ambos?

Cada madre sabe que hay hijos que se cuidan solos. Tratar de protegerlos es una impertinencia. Así era Dantón. La cercanía del padre le parecía un abuso; Juan Francisco no entendía nada, se lo daba todo al hijo que no requería nada, ese Dantón que desde pe-queñín retozaba el día entero, inconsciente de lo que ocurría en la sombra y el silencio del hogar donde habitaba su hermano. Pero Laura sabía instintivamente que aunque Dantón no necesitaba cui-

dados y Santiago sí, al chico débil le hubiese resultado más ofensivo y dañino que al fuerte una muestra excesiva de cuidados. No era ése el problema. Un hijo, Dantón, se movía en el mundo asimilándolo todo a su ventaja. El otro, Santiago, lo eliminaba todo salvo lo que le parecía esencial para su pintura, su música, su poesía, su Van Gogh y su Egon Schiele, su Baudelaire y su Rimbaud, su Schubert…

Ahora, viendo llorar a ambos, padre e hijo, Juan Francisco y Dantón, sobre el cadáver hermoso y asceta del joven Santiago, Laura se dio cuenta de que los hermanos se querían pero tenían el pudor de no amelcocharse el uno al otro, la fraternidad es viril de otra manera, la fraternidad a veces debe esperar hasta el instante de la muerte para demostrarse como amor, cariño, ternura… Ahora ella se culpó a sí misma. ¿Laura Díaz le había robado todas sus glorias al mundo para dárselas sólo a Santiago? ¿Sólo para el débil toda la virtud; no merecía nada el fuerte? ¿Había perdido, en realidad, a dos hijos?

– ¿Sabes? -le dijo Juan Francisco después del entierro-. Una noche los sorprendí hablándose como hombres. Los dos decían «nos bastamos». Estaban declarándose independientes de ti y de mí, Laura. Qué cosa sorprender a tus muchachos en el momento de la declaración de independencia. Sólo que Santiago lo dijo en serio. Se bastaba a sí mismo. Dantón no. Dantón necesita el éxito, el dinero, la sociedad. No se basta; se engaña. Por eso nos necesita más que nunca.