Изменить стиль страницы

En esto se le iba el día. Pero en el trayecto de las oficinas de la central obrera a la Cámara y de vuelta a la oficina, Dantón vio un mundo que no le gustaba. Todo parecía una gran feria de complicidades, una pavana de acuerdos dictados desde arriba por los verdaderos poderes y repetida acá abajo, en el Congreso y los sindicatos, de manera mecánica, sin discutir o dudar, sino en un círculo interminable de abrazos, palmadas en los hombros, secretos al oído, sobres lacrados, risotadas ocasionales, leperadas que tenían la obvia intención de rescatar la hombría maltrecha de los líderes y diputados, citas constantes para grandes comilonas que podían culminar a la medianoche en casa de La Bandida, guiños de tú-me-entiendes para cuestiones de sexo y de lana, y Juan Francisco circulando a su vez entre todos.

– Son instrucciones…

– Es lo más conveniente…

– Claro que son tierras comunales, pero los hoteles en la playa le van a dar chamba a toda la comunidad…

– El hospital, la escuela, la carretera, todo integra mejor su región, señor diputado, sobre todo la carretera que va a pasar junto a su propiedad…

– Bueno, ya sé que es un capricho de la señora, vamos dándole gusto, ¿qué perdemos?, el señor secretario nos lo va a agradecer de por vida…

– No, hay interés superior en detener esta huelga. Eso se acabó, ¿me entiende usted? Todo se puede obtener mediante las leyes y la conciliación, sin pleitos. Dése cuenta, señor diputado, que la razón de ser del gobierno es que en México haya estabilidad y paz social. Eso es lo revolucionario hoy.

– Yo sé que el presidente Cárdenas les prometió una cooperativa, compañeros. Y la vamos a tener. Sólo que las condiciones de producción requieren una gerencia fuerte y ligada nacionalmente a la CTM y al Partido de la Revolución Mexicana. Si no,

camaradas, se los vuelven a tragar los curas y los latifundistas, como siempre.

– Tengan fe.

¿No iba a pedir una oficina, pues, un poco más chicha?

No, le contestó Juan Francisco a Dantón, me conviene un lugar así, modesto, desde donde operar mejor. Así no ofendo a nadie.

Pero yo creo que la lana es para lucirla.

Hazte contratista o empresario entonces, a ésos se les perdona todo.

¿Por qué?

Crean fuentes de trabaja. Es la fórmula.

¿Y tú?

Todos tenemos que desempeñar un papel. Es la ley del mundo. ¿Cuál te agrada, hijo? Político, empresario, periodista, militar…

Ninguno, padre.

¿Entonces qué vas a hacer?

Lo que más me convenga.

XVI. Chapultepec-Polanco: 1947

La inauguración del presidente Miguel Alemán en diciembre de 1946 coincidió con un hecho asombroso en la casa de la Avenida Sonora. La tía María de la O volvió a hablar. «Es jarocho. Es veracruzano», dijo del nuevo, joven y apuesto mandatario, el primer presidente civil después de la sucesión de militares en el poder.

Todos -Laura Díaz y Juan Francisco, Santiago y Dan-tón- se maravillaron, mas no terminaron allí las sorpresas de la tiíta que se dio a bailar sin ton ni son La Bamba a cualquier hora, a pesar de los tobillos hinchados.

– A la vejez, viruelas -dijo con sorna Dantón.

Finalmente, a principios del año nuevo, María de la O hizo su anuncio sensacional.

– Se acabaron las tristezas. Me voy a vivir a Veracruz. Un viejo novio del puerto rne ha propuesto que nos casemos. Es un hombre de mi edad, aunque yo no sé cuál es mi edad porque mi mamá no me registró. Quería que creciera pronto para seguirla en la vida alegre. Vieja pendeja, ojalá se achicharre en el infierno. Lo único que me consta es que Matías Matadamas -es el nombre de mi galán- baila danzón como un ángel y me ha prometido sacarme a bailar dos veces por semana a la Plaza de Armas y entre el público y la gente.

– Nadie se llama «Matías Matadamas» -dijo el aguafiestas de Dantón.

– Baboso -le replicó la tiíta-. San Matías es el último apóstol, el que sustituyó a Judas el traidor después de la crucifixión para tener completita la docena. Pa que lo sepas.

– Apóstol y novio de última hora -se rió Dantón-. Como si Jesucristo fuera un abonero que vende santos más barato por docena.

– Ya tú verás si la última hora no es a veces la primera, descreído -lo regañó María de la O, quien en realidad no estaba para regaños, sino para bulerías-. Ya me veo pegada a él -conti-

nuó con su mejor aire de ensoñación-, de cachetito, bailando sobre un ladrillo, como se debe bailar el danzón, sin mover apenas el cuerpo, sólo los pies, los pies llevando en ritmo lento, sabroso, cachondo. Ey familia, ¡Voy a vivir!

Nadie pudo explicarse el milagro de la tía María de la O, nadie pudo impedir su voluntad ni acompañarla siquiera al tren y menos a Veracruz.

– Es mi novio. Es mi vida. Es mi hora. Ya me cansé de ser la arrimada. De aquí a la tumba, pura alegría caribeña y noches de jarana. ¡Una viejita se murió barajando! ¡A la chingada! ¡Yo no!

Con esas palabras, prueba nada insólita de cómo liberan su lenguaje los viejos cuando ya no tienen nada que perder, María de la O abordó el Tren Interoceánico casi con alivio, renovada, un milagro.

Aunque con la silla vacía de la tiíta, Laura Díaz insistió en continuar la ceremonia vespertina de sentarse en el balcón y ver el paso de la ciudad físicamente poco cambiada entre la toma de posesión del general Ávila Camacho y la del licenciado Alemán, aunque durante la guerra México se convirtió en una Lisboa latinoamericana (una Casablanca con nopales, diría el irreprimible Orlando), puerto de refugio para muchos hombres y mujeres que huían del conflicto europeo. Los republicanos españoles llegaron en número de doscientos mil y Laura se dijo que no había sido en vano el trabajo de Jorge Maura. Esto era lo mejor de la inteligencia española, una sangría terrible para la oprobiosa dictadura franquista pero una transfusión magnífica para la vida universitaria, literaria, artística y científica de México. A cambio del techo hospitalario, los republicanos españoles le dieron a México la renovación cultural, el universalismo que nos salva de los virus nacionalistas en la cultura.

Aquí vivía con modestia, en un pequeño apartamento de la calle de Lerma, el gran poeta Emilio Prados con sus anteojos de ciego y su melena entrecana y revuelta. Prados ya había previsto «la huida» y «la llegada» en sus bellos poemas del «cuerpo perseguido», que Laura se aprendió de memoria y le leyó en voz alta a Santiago. El poeta quería huir, dijo, «cansado de ocultarme en las ramas… cansado de esta herida. Hay límites», leía Laura en voz alta y escuchaba la voz de Jorge Maura llegando desde lejos, como si la poesía fuese la única forma de verdadera actualidad permitida por el Dios de la eternidad a sus pobres criaturas mortales. Emilio Prados, Jorge Maura, Laura Díaz y acaso Santiago López-Díaz que la escuchaba leer al poeta, querían todos llegar «con mi cuerpo yerto…

que va como un río sin agua, andando en pie por un sueño con cinco llamas agudas clavadas sobre el pecho».

Aquí iba y venía, atildado como un paseante inglés, Luis Cernuda con sus sacos hound's tooth y sus corbatas Duque de Wind-sor y su pelo aplacado y su bigotillo de galán del cine francés, dejando por las calles de México los más bellos poemas eróticos de la lengua española. Ahora era Santiago quien se los leía a su madre, corriendo febrilmente de un poema a otro, sin terminar ninguno, detectando la línea perfecta, las palabras inolvidables,

Qué ruido tan triste hacen dos cuerpos cuando se aman. Pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor… Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien… Besé su huella…

Aquí llegó Luis Buñuel con cuarenta dólares en el bolsillo expulsado de Nueva York por los chismes y calumnias de su antiguo compañero Salvador Dalí convertido en Ávida Dollars, y Laura Díaz sabía de Buñuel por Jorge Maura que le mostró una copia de una película de dolor y abandono insoportables sobre la región de Las Hurdes en España, que la propia República censuró. Aquí vivía en la calle de Amazonas don Manuel Pedroso, antiguo rector de la Universidad de Sevilla, rodeado de ediciones primas de Hobbes, Maquiavelo y Rousseau, los alumnos a sus pies y Dan-tón llevado a una de las tertulias por un condiscípulo de la Facultad de Derecho, diciéndole después a éste, mientras caminaban por el Paseo de la Reforma a cenar en el Bellinghausen de la calle de Londres: