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«El sueño» era una belleza de otra parte, levantina u oriental, de esa parte del mundo que los libritos de historia universal de Malet e Isaac llamaban «el Asia anterior». El «Asia anterior» de Magdalena Ayub Longoria convertía sus aparentes defectos -las cejas sin cesura, la nariz prominente, la quijada cuadrada- en contrapunto o marco de unos ojos de princesa árabe, soñadores y aterciopelados, elocuentes bajo párpados aceitados e incitantes como un sexo oculto. Su sonrisa era tan cálida, dulce e ingenua que justificaba

el velo en un serrallo que la ocultase de todos, salvo su amo, Su talle era alto, esbelto, pero, de nuevo, anunciaba aquí y allá redondeces apenas imaginables: así, con estas palabras, se la describió Dantón a sí mismo.

Su imaginación acertó.

La vio por primera vez sorbiendo un «Shirley Temple» y así la llamó de ahí en adelante y para siempre, «mi sueño»: este «sueño» tenía nombre, se llamaba Magdalena Ayub, era hija de un mercader siriolibanés -un «turco» les decían en México-, Simón Ayub, llegado al país hacía apenas veinte años y dueño ya de una fortuna colosal y la casa neobarroca más cursi de la Colonia Polanco. ¿Que cómo hizo la lana? Con acaparamientos desde la época de Obregón y Calles, aumentados durante la guerra con precios artificialmente elevados, exportaciones de henequén esencial para la causa aliada comprado barato a los ejidos yucatecos y vendido caro a las compañías gringas; exportando legumbres en invierno para las tropas yanquis, creando fábricas farmacéuticas cuando todas las medicinas gringas dejaron de llegar y se produjeron más baratas en México, introduciendo aquí las sulfas, la penicilina. ¡Él era el inventor del hilo negro y, quizás, hasta de la aspirina! Por eso le decían el Aspirina Ayub, recordando acaso al general revolucionario que le curaba los dolores de cabeza a sus soldados con un tiro bien dado en la sien. Y si era más feo que pegarle a Dios, se había casado con una linda norteña de algún pueblo de la frontera, una de esas hembras que pueden tentar al Papa y hacer bigamo a San José. Doña Magdalena Longoria de Ayub. Dantón la revisó, porque decían que la novia, con el tiempo, se iba a parecer a la suegra: todas las novias todas las suegras. Magdalena la grande lo era, pero pasaba la prueba. Estaba, le dijo Dantón al «Cura» López Landa, «buenota». No cabía en sus satines.

– Palabra, Dan, ve ahí en su palco a la madre y a la hija y di-me a cuál le vas.

– Con suerte, a las dos dijo Dantón con un manhattan en la mano derecha y un Pall Malí en la izquierda.

Le fue a la hija y tuvo éxito. La invitó a bailar. La sacó del aislamiento de lo nuevo y la llevó a la comunidad de lo viejo. Él mismo se asombró de ser él, Dantón López Díaz (y Greene y Kel-sen) quien condujo de la mano a la princesita afortunada hasta el círculo exclusivo de los reyes de la ruina.

– Es Magdalena Ayub. Nos vamos a casar.

Ella abrió la boca con el asombro de sus diecinueve años. El muchacho bromeaba. Se acababan de conocer.

– Óyeme, preciosa. ¿Quieres regresar al palco con tus papas a ver correr yeguas? ¿O quieres tú misma ser yegua fina, como les dicen aquí a estas niñas popof? ¿Alguien más que yo se atrevió a acercarse a tu palco, saludar a tus jefes, pedirte que bailáramos? ¿Ahora qué sigue? Yo ya te presenté en sociedad, yo que no soy de sociedad, para que veas con quién te vas a casar, mi sueño, yo consigo lo que quiero, ¿ves?, y no te veo los ovarios -perdonando la expresión, pero así soy yo y más vale que te vayas acostumbrando- para seguir sola y abandonada en este mundo sin mí. ¿Qué hubo? ¿Te hago falta o te hago falta, mi cuero?

Fueron a los bailes, bailaron de cachetito, ella le fue permitiendo «libertades», que la acariciara la espalda, el cuello, la axila bien rasurada, que le mordiera el lóbulo de la oreja, vino el primer beso, el segundo, miles de besos, el ruego, por fuera, mi sueño, no Dan, tengo mi regla, entre tus muslos, mi sueño, uso mi pañuelo, no te asustes, sí mi amor, ay mi sueño, me gustas demasiado, no sabía nada de estas cosas, no había conocido a nadie como tú, qué fuerte eres, qué seguro, qué ambicioso…

– Tengo una debilidad, Magdalena…

– ¿Cuál, mi amor?

– Hago lo que sea con tal de ser admirado. ¿Te das cuenta de lo que te digo?

– Yo te haré sentir eso. Te lo juro. No te va a hacer falta nada más.

Blue moon, 1sawyou shining along

La familia de Magdalena lo miró de pies a cabeza. Él hizo lo mismo, insolente, con ellos.

– Esta casa necesita un buen redecorado -pronunció, mirando con desprecio el alarde churrigueresco de emplomados, falsos altares y rejas garigoleadas de la mansión de Polanco-. Menos mal que vas a vivir conmigo en un lugar de buen gusto, mi sueño.

– ¿Ah sí? -tronó furioso Ayub-. ¿Y quién va a pagarle sus lujos, caballerito?

– Usted, mi generoso suegro.

– Mi hija no requiere generosidad, requiere comodidad -emitió con altanería boba la madre norteña.

– Lo que su hija necesita es un hombre que la respete, la defienda y no le haga sentirse inferior y aislada que ésa ha sido la obra de ustedes, malos padres -martilló muy sonado Dantón y se fue dando un portazo que por poco quiebra los vitrales con la efigie del papa Pío XII bendiciendo a la ciudad, al orbe y a la familia Ayub Longoria.

Que regresara. Que Malenita no salía de su recámara. Que no probaba bocado. Que lloraba el día entero, pues, como una Magdalena.

– Yo no pido nada regalado, don Simón. Déjenme contarle y no me mire con esa cara de impaciencia, porque me impacienta a mí. Contrólese. No me hace usted el gran favor, yo se lo hago a usted y le voy a decir por qué, perdóneme…, yo le ofrezco a su hija lo que ella no es y quisiera ser. Ya es rica. Le falta ser aceptada.

– Es el colmo. Tú no eres nadie, pobre diablo.

– ¿Nos tuteamos?, OK, don Aspirina, yo soy algo que tú ya no puedes ser. Eso mero. Yo soy lo que va a ser. Lo que viene. Tú has sido muy chingón durante veinte años. Pero te das cuenta, suegro de mi alma, que llegaste a este país cuando Caruso cantó en El Toreo. Se acabó tu época. La guerra se acabó. Ahora viene otro mundo. Ahora ya no vamos a acaparar. Ahora va a sobrar todo en los Estados Unidos. Ya no vamos a ser indispensables aliados, vamos a ser otra vez dispensables mendigos. ¿Te digo algo, mi Aspirina?

– De usted, señor Dantón, de usted… por favor.

– Le digo algo, pues. Ahora vamos a vivir del mercado interno o no vamos a vivir. Ahora tenemos que crear riqueza aquí adentro y gente que compre lo que producimos nosotros.

– Nosotros. Abusa usted del plural, Dantón.

– Nosotros que tanto nos quisimos, sí mi señor don Simón. Usted y yo, si se pone abusado, si en vez de andar acaparando henequén y explotando a los pobres mayas, le entra a las cadenas de restaurantes, a las tiendas de al por mayor, a las cosas que la gente consume, a las gaseosas baratas en un país tropical lleno de sedientos, a las aspiradoras para ahorrarle trabajo a las amas de casa, a los refrigeradores para que la comida no se eche a perder, en vez de esas hieleras incómodas y derretibles, a los radios que le llevan entretenimiento hasta a los más amolados…, vamos a ser un país de clase media, ¿no se da cuenta? Éntrele, mi jefe, no se me achicopale.

– Es usted muy elocuente, Dantón. Sígale.

– ¿Le sigo? Muebles, conservas, ropa barata y de buen gusto en vez de manta y huarache, restaurantes decentes, estilo gringo, con fuente de sodas y todo, ya no fondas y cafés de chinos, coches baratos para todos, ya no camiones para los pobres y Cadillacs para los ricos. ¿Sabe que mi bisabuelo era alemán? Pues grábese este nombre. Volkswagen, el auto del pueblo. Deje que vuelvan a funcionar las fábricas alemanas, usted agarre ya la licencia de los VW para México, déme a mí la mitad de las acciones y de ahí pal real, mi señor don Aspirina. Ni un dolor de cabeza más. ¡Se lo juro por ésta!