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– Es un viejo encantador. Pero sus ideas son utópicas. Por allí no camino yo.

En la mesa de al lado del Bellinghausen comía Max Aub con otros escritores del exilio. Era un hombre de aspecto concentrado, bajo, de pelo ensortijado y frente inmensa, ojos perdidos en el fondo de una piscina de vidrio y un gesto que no era posible separar, como las caras de una moneda, de su águila que era el enojo y su sol que era la sonrisa. Aub había sido compañero de aventuras de André Malraux durante la guerra y le pronosticaba a Franco una «muerte verdadera» que no coincidiría con ninguna fecha del calendario porque sería, más que una sorpresa una ignorancia de la propia muerte del dictador por el dictador.

– Mi mamá lo conoce -le dijo Dantón a su compañe-. Ella se lleva muy fuerte con los intelectuales porque trabaja con Diego Rivera y Frida Kahlo.

– Y porque era novia de un espía español comunista -dijo el compañero de Dantón y fue lo último que dijo porque el hijo de Laura Díaz le rompió de un golpe la nariz, se voltearon las sillas, se mancharon los manteles y Dantón se zafó encabronado de los meseros, marchándose del restorán.

Pero en México llenaba también las plazas Manolete, franquista él, pero en realidad invento póstumo de El Greco, flaco, triste, estilizado, Manuel Rodríguez «Manolete» era el diestro del hieratis-mo. Inmutable, toreaba derecho, vertical como una vela. Se disputaba los triunfos con Pepe Luis Vázquez, le contaba Juan Francisco a Dantón cuando padre e hijo concurrían a la nueva Plaza Monumental México, en medio de sesenta mil aficionados, sólo para ver a Manolete, pero Pepe Luis era el sevillano ortodoxo y Manolete el cordobés heterodoxo, el que violaba las leyes clásicas y no adelantaba la muleta para templar y mandar, el que no cargaba la suerte para que el toro entrase a los terrenos de la lidia, el que paraba, templaba y mandaba sin moverse de su sitio, expuesto a que el toro lo toreara a él. Y cuando el toro embestía al torero inmóvil, la plaza entera gritaba de angustia, aguantaba la respiración, y estallaba en un olé de victoria cuando el maravilloso Manolete resolvía la tensión con un volapié lentísimo y hundía el estoque en el cuerpo del toro, ¿te fijaste, le decía Juan Francisco a su hijo al salir, apretujados, de la plaza, por largos corredores que la recorrían como un panal-, ¿te fijaste?, toreó todo el tiempo por la cara, sin quiebro, dominando por bajo al toro, ¡a todos se nos paró el corazón viéndolo torear!, pero Dantón no retenía más que una lección: el toro y el torero se vieron las caras. Eran dos caras de la muerte. Sólo en apariencia moría el toro y sobrevivía el torero. La verdad es que el torero era mortal y el toro inmortal, el toro seguía y seguía y seguía, salía y salía y salía, una y otra vez, cegado por el sol, a la arena manchada por la sangre de un solo toro inmortal que veía pasar a generación tras generación de toreros mortales, ¿cuándo moriría Manolete, en qué plaza encontraría a la muerte que sólo en apariencia le daba a cada toro, cómo se llamaría el toro que le daría su muerte a Manuel Rodríguez «Manolete», dónde lo esperaba?

– Manolete embruja al toro -dijo, melancólico, Juan Francisco cenando solo con su hijo Dantón en El Parador después de la corrida.

El hijo quería guardarse en secreto la lección de esa tarde en que vio torear a Manolete: el triunfo, la gloria, son pasajeras, hay que matar a un toro tras otro para aplazar nuestra propia derrota final, el día que nuestro toro nos mate, hay que cortar oreja y rabo y salir en triunfo todos los días que nos dure la vida…

– Dicen que la gente hasta vende sus coches y colchones para comprar entradas a la plaza y ver a Manolete, ¿será cierto? -preguntó Dan ton.

– Por primera vez, hay tres corridas por semana en la plaza -sentenció Juan Francisco-. Por algo será.

El torero galán se paseaba por los nuevos centros nocturnos de la nueva ciudad cosmopolita -Casanova, Minuit, Sans Souci- con Fernanda Montel, una mujer tamaño valkiria que compensaba la hondura de sus escotes con la altura de sus peinados, verdaderas torres teñidas de azul, verde, color de rosa. En Coyoacán paseaba sus poodles el destronado rey Carol de Rumania, bigote de aguacero, ojos de ostra y mentón en retirada, con su amante Magda Lupescu, más atenta a sus zorros plateados que a su rey exiliado y desde una mesa del Ciros del Hotel Reforma Carmen Cortina hacía planes de batalla con sus viejos aliados, la actriz Andrea Negrete, el Nalgón del Rosal y la pintora inglesa Felicity Smith para reclutar a toda la fauna internacional llegada a México con la marea de la guerra ¡Dios te bendiga, Adolfo Hitler!, suspiraba la hostess Cortina a su grupo sentado no lejos del patrón del Ciros, un enano de fistol llamado A.C. Blumenthal, testaferro del gángster hollywoodense «Bugsy» Siegel, cuya amante desechada, Virginia Hill, dueña en el mentón tembloroso y el pelo desteñido de esa tristeza repentina que ataca a algunas mujeres de la ciudad de Los Angeles, bebía martini tras martini que el novelista John Steinbeck, con sus ojos de Gordon's Gin llenos de batallas perdidas, y venido a México para la filmación de su novela La perla, le servía en biberón a su cocodrilo amaestrado, superando las audacias bravuconas del director de la película, Emilio «El Indio» Fernández, amigo de amenazar a mano armada a quienes discrepasen de sus ideas arguméntales y enamorado de la actriz Olivia de Havilland, en cuyo honor mandó bautizar con el nombre de «Dulce Olivia» la calle donde se encontraba el castillo que «El Indio» se mandó hacer con los salarios del éxito, Flor silvestre, María Candelaria, Enamorada…

Laura Díaz tuvo que ir al Ciros porque Diego Rivera estaba pintando una serie de desnudos femeninos para decorar el lugar,

inspirados en el propio amor estelar de Rivera, la actriz Paulette Go-dard, una mujer inteligente y ambiciosa que sólo le habló a Laura para no hacerle caso a Diego y picarlo mientras Laura, a su vez, miraba con una ironía tan dulce como la calle donde vivía El Indio, a la concurrencia de gente que no había vuelto a ver en quince años, el grupo de Carmen Cortina y los satélites que iban y venían por su mesa, el pintor tapatío Tízoc Ambriz empeñado en vestirse de riele-ro a pesar de sus cincuenta años, la huella imborrable del tiempo impresa en cada rostro invulnerable en su pretensión, comido en su realidad como un panteón de figuras de cera, la «Berrenda» Andrea muy gorda, el otrora gordo y chapeteado gachupín Onomástico Galán desinflado y arrugado como un condón usado, el pintor británico James Saxon cada vez más parecido a la Casa de Windsor en su conjunto, y su vieja compañera de Xalapa, Elizabeth Dupont ex-de-Caraza, flaca como una momia, con un temblorín en una mano y la otra apretada a la de un hombre joven, moreno, bigotón, e imperturbable padrote.

Una mano tocó el hombro de Laura Díaz. Reconoció a Laura Riviére, la amante de Artemio Cruz, vencedora de los quince años pasados gracias a una belleza elegante, perlada, concentrada en el cariño melancólico de una mirada que no se hacía vieja.

– Búscame cuando quieras. ¿Por qué no me has buscado?

Y entró, con sombrero homburg en mano, Orlando, Orlando Ximénez, y Laura no pudo darle medida al tiempo, sólo pudo regalarle a Orlando la misma cara juvenil de los bailes en la Hacienda de San Cayetano, hacía ya treinta años. La mareó la imagen de aquel muchacho que la enamoró en las terrazas olorosas a naranjo nocturno y cafetales dormidos, pidió permiso y se fue.

Gravitar no es caer, es acercar, acercarse, le dijo Laura a su hijo Dantón, quien desde el día que pasó con su padre entre la CTM y la Cámara de Diputados, pensó esto no es para mí, pero mi papá tiene razón, ¿qué es lo mío? Él también miraba desde el balcón con vista al Bosque de Chapultepec y sabía que detrás del parque estaban Las Lomas de Chapultepec y allí vivían los ricos, nuevos o viejos, no le importaba, pero allí se estaban construyendo las nuevas mansiones con piscinas y pelusas para garden parties y «sonadas bodas», garajes para tres coches, decorados encargados a Pani y Paco el de La Granja, vestuarios de Valdés Peza y sombreri-tos de Henri de Chatillon, flores encargadas a Matsumoto y banquetes a Mayita.