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– Perdón -interrumpió Laura-. Es tarde y tú tienes clases mañana, Dantón.

El joven rió. -Mi mejor escuela está aquí, con mi papá.

Habían bebido. La botella de Ron Potrero estaba medio vacía y la pesantez alcohólica de Juan Francisco le impedía separar la mano extendida sobre el mapa de su estado natal.

– A la cama, caballerito.

– Oh, qué lata. Tan chicho que estábamos.

– Pues mañana vas a estar bien gacho si no duermes.

– Chicho, gacho, tatanacho, hijo de Ávila Camacho -tarareó Dantón y se retiró.

Laura miró intensamente a su marido y al mapa.

– ¿Dónde tienes puesto el dedo? -sonrió Laura-. Deja ver. Macuspana. ¿Es puro azar? ¿Te dice algo?

– Es un lugar escondido en la selva.

– Me lo imagino. ¿Qué te dice?

– Elzevir Almonte.

Laura no pudo hablar. Volvió como un hachazo a su mente la figura del sacerdote poblano que llegó un día a Catemaco a sembrar la intolerancia, a imponer ridiculas restricciones morales, a perturbar la inocencia en el confesionario, y a fugarse otro buen día con las ofrendas del Santo Niño de Zongolica.

– Elzevir Almonte -repitió en un trance Laura, recordando la pregunta del cura a la hora de la confesión, «¿te gustaría ver el sexo de tu padre, niña?».

– Fue a refugiarse a Tabasco. Pasaba por civil, claro está, y nadie sabía de dónde sacaba el dinero. Iba a Villahermosa una vez al mes y pagaba de un golpe todas sus deudas al día siguiente. El día que murió mi madre no había cura en toda la zona de Macus-pana. Yo corrí por las calles gritando, mi madre quiere confesarse, quiere irse al cielo, ¿no hay un padre que la bendiga? Es cuando Almonte se reveló como sacerdote y le dio los últimos auxilios a mi madre. No olvidaré nunca la cara de paz que puso mi viejecita. Se murió agradeciéndome que la mandara al cielo. ¿Por qué se escondía, le pregunté al padre Elzevir? Me contó y le dije, es hora de que usted se redima. Me lo llevé a la huelga de Río Blanco. Atendió a los heridos por los rurales. Hubo doscientos muertos por el ejército, Almonte bendijo a todos y cada uno. No se lo podían negar, aunque tenían prisa en cargar los cadáveres en trenes descubiertos y echarlos al mar en Veracruz. Pero el cura Elzevir era incorregible. Se unió a Margarita Ramírez, una valiente trabajadora que le prendió fuego a la tienda de raya. Entonces se hizo reo por partida doble. La Iglesia lo buscaba por su robo en Catemaco. El gobierno, por su rebelión en Río Blanco, yo acabé por preguntarme, ¿para qué sirve el clero? Todo lo que hizo el padre Elzevir pudo hacerse sin la Iglesia. Mi madre se moriría con o sin bendición. El ejército de Porfirio Díaz mató a los trabajadores de Río Blanco y los mandó arrojar al mar con o sin la venia del señor cura, y Margarita Ramírez no tenía necesidad del cura para pegarle candela a la tienda. Me pregunté, con toda buena fe, para qué chingados servía la Iglesia. Como si quisiera confirmar mis dudas, Elzevir luego luego mostró el cobre. Se fue a Veracruz y declaró que todo lo de Río Blanco era una «conspiración anarquista» y apareció en los periódicos con el Cónsul de los Estados Unidos felicitando al gobierno por su «acción decisiva». Todo por hacerse perdonar su ratería y su fuga de Catemaco. Traía la traición en las venas. Me usó cuando creyó que íbamos a ganar, nos traicionó apenas perdimos. No sabía que íbamos a ganar a la larga. Le agarré un desprecio y un odio profundos a la Iglesia. Aprobé por eso la persecución de Calles y entregué a la monja Soriano. Son una plaga y hay que ser implacables con ellos.

– ¿Entonces no les debes nada?

– A Elzevir Almonte sí. Me contó de tu familia. Te describió como la niña más bonita de Veracruz. Creo que te deseaba. Me contó cómo te confesabas con él. Me inflamó a mí mismo. Decidí conocerte, Laura. Fui a Xalapa a conocerte.

Juan Francisco dobló cuidadosamente el mapa. Ya tenía puesto el pijama y se acostó sin decir palabra.

Ella no pudo dormir pero pensó mucho en la inmensa impunidad que puede sentir un carácter fundado en viejos sentimientos, como si habiendo bebido toda la cicuta de la vida, ya no le quedase más que sentarse a esperar la muerte. ¿Hay que adquirir el sufrimiento para ser alguien?;Recibirlo, o buscarlo? La historia del padre Almonte, a quien ella había visto refugiado, una sombra más que un hombre, en la casa de huéspedes de la Mutti Leticia en Xa-lapa, acaso era asumida más que como un pecado, como un dolor por Juan Francisco, sin que él mismo se apercibiese. Quién sabe qué hondas raíces religiosas había en cada individuo y en cada familia de este país, que rebelarse contra la religión era sólo una manera más de ser religioso. Y la Revolución misma, sus ceremonias patrias, sus santos civiles y sus mártires guerreros, ¿no eran una iglesia paralela, laica, pero tan confiada en ser la depositaría y dispensadora de la salud como la Apostólica y la Romana que había educado, protegido y explotado a los mexicanos -todo revuelto- desde la Conquista? Pero nada de esto explicaba o justificaba, finalmente, la delación de una mujer acogida al asilo de un hogar, el suyo, el de Laura Díaz.

Juan Francisco era imperdonable. Se moriría -Laura cerró los ojos para dormirse- sin el perdón de su mujer. Se sintió, en esa noche, más la hermana de Gloria Soriano que la mujer de Juan Francisco López Greene. Más la hermana que la esposa, más la her…

Es que ella no quería atribuir -continuó cavilando en la mañana- el cambio en la vida de su marido -aquel enérgico y generoso tribuno obrero de la Revolución, ahora este político y operador de segunda- en términos de pura supervivencia. Quizás el juego de padre e hijo con el mapa guardaba la clave de Juan Francisco, más allá de la pobre saga del padre Almonte, y Dantón, que podía ser secretero, también podía ser hablador, hasta echador, si ello le convenía a la estima de sí mismo, a su fama y oportunidad. No, ella no iba a disfrazar simpatías y diferencias en esta casa, aquí se iba a hablar con la verdad de ahora en adelante, como lo había hecho ella, dando el ejemplo enfrente de todos, se había confesado ante su familia y en vez de perder respeto, lo ganó.

Eso le dijo a Dantón ese fin de semana. -Fui muy franca, hijo.

– Te confiesas ante un marido impotente, un hijo marica, otro borracho y una tía nacida en un burdel. ¡Ay sí, qué valiente!

Ya le había pegado una vez. Juró no hacerlo más.

– ¿Qué quieres que te cuente yo de mi padre? Si te acostaras con él, le podrías sacar todos sus secretos. Ten más valor, mamá. Te lo digo bonito.

– Eres un pequeño miserable.

– No, espero graduarme de gran miserable, ya tú verás, chico, como dice Kiko Mendive, ¡guachachacharachá!

Hizo un pasito de baile, se ajustó la corbata de rayas azules y amarillas y le dijo no te preocupes, mamacita, ante el mundo, cada uno a su modo, mi hermano y yo nos bastamos. Me cae de a veinte. No vamos a ser una carga para ti.

Laura se guardó su duda. Dantón iba a necesitar toda la ayuda del mundo, y como el mundo no ayuda gratuitamente a nadie, iba a tener que pagar. La anegó un sentimiento de repulsión profunda hacia su hijo menor, se hizo las preguntas inútiles, ¿de donde salió así?, ¿qué hay en la sangre de Juan Francisco?, porque en la mía…

Santiago entró a una etapa febril de su vida. Descuidó el trabajo con Rivera en el Palacio, convirtió la recámara de la Avenida Sonora en un estudio de agresivos olores de óleo y trementina; entrar a ese espacio era como internarse en un bosque bárbaro de abetos, pinos, alerces y terebintos. Las paredes estaban embadurnadas como una extensión cóncava del lienzo, la cama estaba cubierta por una sábana que ocultase el cuerpo yacente de otro Santiago, el que dormía mientras su gemelo el artista pintaba. La ventana estaba oscurecida por un vuelo de pájaros atraídos a una cita tan irresistible como el llamado del Sur durante un equinoccio de otoño, y Santiago recitaba en voz alta mientras pintaba, atraído él mismo por una manera de gravedad austral,