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– Cuando le digo Santiago a mi hijo pienso en el heroísmo de tu hermano.

– Yo no, Juan Francisco. Ojalá que nuestro Santiago no sea lo que tú dices. Duele mucho ser héroe.

– Está bien. Te comprendo. Creí que te gustaría ver en el nuevo Santiago algo así como una resurrección del primero.

– Perdón si te contrarío pero no estoy de acuerdo contigo.

Él no dijo nada. Se levantó y se fue a la ventana a ver la lluvia del mes de julio.

¿Cómo le iba a negar a Juan Francisco el derecho de ponerle Dantón al segundo hijo del matrimonio, nacido once meses después del primero, cuando el general Alvaro Obregón llevaba dos años en presidencia y el país regresaba poco a poco a la paz? A Laura le gustaba este presidente tan brillante, o por lo menos tan listo, que para todo tenía respuesta, que había perdido un brazo en la batalla de Celaya, que aniquiló a Pancho Villa y sus Dorados y que era capaz de reírse de sí mismo.

– El campo de batalla era una carnicería. Entre tanto cadáver, ¿cómo iba a recuperar el brazo que me volaron? Señores, tuve

una brillante idea. Arrojé al aire una moneda de oro y mi brazo salió volando a pescarla. ¡No hay general de la revolución que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos!

– Tendrá una sola mano, pero la tiene bien dura -le oyó decir a uno de los dirigentes obreros que se reunían en su casa con Juan Francisco para discutir política.

Ella se iba mejor a recorrer una ciudad que desconocía y a descubrir parajes pacíficos, lejos del ruido que hacían Los camiones pintados de acuerdo con su destino -ROMA MÉRIDA CHAPULTEPEC Y ANEXAS, PENSIL BUENOS AIRES PENITENCIARÍA SALTO DEL AGUA, COYOACÁN, CALZADA DE LA PIEDAD, NIÑO PERDIDO- y los tranvías amarillos que llegaban más lejos -CHURUBUSCO, XOCHIMILCO, MILPA ALTA- y los automóviles, sobre todo los «libres», los taxis que anunciaban su «libertad» con letreros encajados en los parabrisas, y los «fotingos», los coches Ford que confundían el Paseo de la Reforma con una pista de carreras.

Laura era la amante de los parques; así se llamaba, con una sonrisa, a sí misma. Primero un niño y luego dos, en el cochecito que Laura empujaba del hogar matrimonial en la Avenida Sonora al Bosque de Chapultepec donde olía a eucalipto, a pino, a heno y a lago verde.

Cuando nació Dantón, la tía María de la O se ofreció a ayudar a Laura y Juan Francisco no puso reparos a la presencia de la tía mulata, cada vez más gorda y con tobillos tan gruesos como sus brazos, y gruesas también, y tambaleantes, las piernas. La casa de dos pisos tenía un frente de ladrillos dispuestos en grecas en la planta baja y de estuco amarillento, en la alta. Se entraba por un garaje que Juan Francisco estrenó el día siguiente del nacimiento del segundo hijo con un Ford convertible que le regaló la Confederación Regional Obrera Mexicana, la CROM, la agrupación de trabajadores más poderosa en el nuevo régimen. El líder de la central obrera, Luis Napoleón Morones, le entregó el auto a Juan Francisco, dijo, en reconocimiento de sus méritos sindicales durante la Revolución.

– Sin la clase obrera -dijo Morones, un hombre más que gordo, espeso, con labios gruesos, nariz gruesa, cuello y papadas gruesas, y párpados como cortinas de carne-, sin la Casa del Obrero Mundial y los Batallones Rojos, no hubiéramos triunfado. Los obreros hicieron la Revolución. Los campesinos, Villa y Zapata, fueron un lastre necesario, el lastre reaccionario y clerical del negro pasado colonial de México.

– Te dijo lo que querías oír -le dijo Laura, sin interrogantes a Juan Francisco, que le puso la pregunta a sus palabras.

– No dijo más que la verdad. La clase obrera es la vanguardia de la Revolución.

Allí estaba sentado el Ford Modelo T, menos impresionante que el fastuoso Issota-Fraschini que Xavier Icaza llevó a Xalapa, pero comodísimo para una familia de cinco en excursión a las pirámides de Tenayuca o a los jardines flotantes de Xochimilco. Al fondo del garaje, ocupaban lugar de honor los boilers, unos tinacos necesarios para tener agua caliente y alimentados por pilas de leña y papel periódico. Por el garaje se entraba a la pequeña recepción con pisos de mosaicos y a la sala que daba a la calle, amueblada con sencillez y comodidad, pues Laura había abierto cuenta en el Palacio de Hierro y Juan Francisco le dio rienda suelta para comprar un ajuar de sofá y sillones de terciopelo azul y lámparas que imitaban la moda del art déco tan mentado en las revistas ilustradas.

– No te preocupes, mi amor. Existe una nueva modalidad que es el pago a plazos, no hay que darlo todo de un golpe.

Por puertas de cristal se pasaba al comedor, con su mesa cuadrada sobre un pedestal de madera hueco, ocho sillas pesadas de caoba y respaldo rígido, un espejo que atesoraba la luz de la tarde y la puerta de acceso a la cocina con sus estufas de carbón y hieleras que requerían la visita diaria del vendedor de leña y del carbonero, del camión de la leche y del camión del hielo.

Era una bonita sala. Se levantaba varios metros sobre el nivel de la calle y tenía un balconcillo desde donde se podía admirar el Bosque de Chapultepec.

Arriba, accediendo por una escalera pretenciosa para el tamaño de la casa, había cuatro recámaras y un solo baño con tina, retrete y -cosa que nunca había visto la tía María de la O- un bidet francés que Juan Francisco quiso retirar pero que Laura le rogó retener, por lo novedoso y divertido que era.

– Te imaginas a mis amigos del Sindicato sentados allí.

– No, me imagino al panzón de Morones. No les digas nada. Que se hagan bolas.

Los amigos de Juan Francisco a veces regresaban del baño con aire incómodo y hasta con pantalones mojados. Juan Francisco lo pasaba todo por alto con su digna seriedad innata que no admitía bromas o las apagaba con el relámpago de una mirada, a la vez, fogosa y fría.

Se reunían en el comedor y Laura se quedaba leyendo en la sala. La lectura en voz alta junto al lecho del inválido don Fernando en Xalapa, aventurada como una botella de náufrago arrojada al mar, con la esperanza de que su padre la entendiese, se convirtió para la mujer casada en hábito silencioso y placentero. Se iniciaba una literatura viva sobre el pasado reciente y Laura leyó Los de abajo de un doctor llamado Mariano Azuela, dándole la razón a los que hablaban de las tropas campesinas como una horda de salvajes, pero al menos vital, en tanto que los políticos citadinos, los abogados e intelectuales de la novela, eran sólo salvajes pérfidos, oportunistas y traidores. Se daba cuenta, sobre todo, de que la Revolución había pasado, casi, como un suspiro por Veracruz mientras rugía en el norte y en el centro del país. La compensación de estas lecturas fue para Laura el descubrimiento de un joven poeta tabasqueño de apenas veintitrés años. Se llamaba Carlos Pellicer y cuando Laura leyó su primer libro, Colores en el mar, no supo si hincarse y dar gracias, o rezar, o llorar porque ahora el trópico de su niñez estaba vivo y a la mano entre las tapas de un libro y como Pellicer era de Tabasco igual que Juan Francisco, leerlo la acercaba aún más a su marido.

Trópico, ¿por qué me diste las manos Llenas de color?

Además, Laura sabía que a Juan Francisco le gustaba tenerla cerca, para servir a los amigos si la reunión se prolongaba, pero más que nada para que ella fuese testigo de lo que él les decía a sus compañeros mientras la tía cuidaba a los niños. Le costaba darle rostro a las voces que llegaban del comedor, porque una vez fuera de allí, éstos eran hombres silenciosos, distantes, como si hubiesen surgido muy recientemente de lugares oscuros y hasta invisibles. Algunos usaban saco y corbata, pero los había de camisa sin cuello y gorra de lana, y hasta uno que otro de overol azul y camisa rayada y enrollada hasta los codos.

Esta tarde llovía y los hombres fueron llegando mojados, algunos con gabardina, la mayoría desprotegidos. En México casi nadie usaba paraguas. Y eso que la lluvia era puntual y poderosa, abriéndose en cascadas hacia las dos de la tarde y continuando a ritmos alternos hasta la madrugada del día siguiente. Luego regresaba el sol mañanero. Los hombres olían fuerte a ropa mojada, a zapato embarrado, a calcetín húmedo.