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Orlando no era una fantasía, quería decirle sabiendo que nunca se atrevería a mencionar al joven rubio e inquietante, Orlando que era un seductor, me dio cita en el altillo, por eso nunca fui después de que él me dio cita allí, además la señorita Aznar quería ser respetada, eso pidió, eso…

– Ella misma dio órdenes de que no la molestaran. ¿Quién era yo para desobedecer?

– En otras palabras, no te atreviste.

– No, hay muchas cosas que no me atrevo a hacer -sonrió Laura con cara de falso arrepentimiento-. Contigo sí me atreveré. Tú me enseñarás, ¿verdad?

Él sonrió y la besó con la pasión que le estaba entregando desde la noche de bodas pasada en el Tren Interoceánico; era un hombre grande, vigoroso y amante, sin el misterio que rodeaba a su otro amor inminente, Orlando Ximénez, pero sin el aura de maldad del joven rubio y rizado del baile de San Cayetano. Al lado de Orlando, Juan Francisco era la llaneza misma, un ser abierto, casi primitivo en su apetito sensual directo. También por eso Laura lo iba amando más y más, como si su esposo confirmara la primera impresión que la joven mujer sintió en el Casino de Xalapa al conocerlo. Juan Francisco el amante era tan magnífico como Juan Francisco el orador, el político, el dirigente obrero.

(-No conozco otra cosa, no conozco nada más, no puedo comparar, pero puedo gozar y gozo, la verdad es que gozo en la cama con este hombrón, este macho sin sutilezas ni perfumes como Orlando, Juan Francisco, mío…)

– Quítate la costumbre de decirme «mi amor» en público.

– Sí, mi amor. Perdón. ¿Por qué?

– Andamos entre camaradas. Andamos en la lucha. No es bueno.

– ¿No hay amor entre tus camaradas?

– No es serio, Laura. Basta.

– Perdóname. Contigo a tu lado para mí todo es amor. Hasta el sindicalismo -rió, como siempre reía ella, acariciando la oreja larga y velluda de su macho, le salió decirle así, tú eres mi macho y yo soy tu esposita, mi amor es mi macho pero no debo decirle mi amor…

– Tú me dices «muchacha» siempre, nunca me has dicho «mi amor» y yo te lo respeto, sé que eso es lo que te sale natural, como a mí me sale decirte…

– «Mi amor»…

La besó pero ella se quedó con la desazón de una culpa, como si muy secretamente los dos se hubiesen dicho algo irrepetible, fundamental, de lo cual un día podían alegrarse o arrepentirse mucho. Todo se lo llevó lejos la certeza de que los dos, en verdad, se desconocían. Todo era sorpresa. Para ambos. Cada uno esperaba que poquito a poquito uno se revelara al otro. ¿Era un consuelo pensar esto? La razón inmediata de su desazón, la que registró en ese mo-

mento su cabeza, era que su marido la reprochaba por no haber tenido el coraje de subir la escalerilla y tocar a la puerta de Armonía Aznar. La presencia y la historia de Juan Francisco destruían su razón y la convertían en pretexto. La propia señorita Aznar había pedido aislamiento y respeto. Laura tenía esta excusa; la excusa escondía un secreto; el secreto era Orlando y de eso no se hablaba. Laura se quedaba con la culpa, una culpa vaga y difusa a la cual no sabía darle defensa propia, convirtiéndola, se dio cuenta repentinamente, en motivo de identificación con su marido, de solidaridad con la lucha, en vez de ser obstáculo entre los dos, alejamiento, no sabía qué nombre darle y lo atribuyó todo, al cabo, a su inexperiencia.

– No me digas «mi amor» en público.

– No te preocupes… mi amor -rió alto la joven casada y le arrojó una almohada a la cabeza revuelta, hirsuta, de su marido dormilón, desnudo, moreno, poderoso, sonriente ahora con una dentadura fuerte y amplia como un friso indígena; como un elote, se dijo Laura para no endiosar a su marido, «uy, tienes dientes de elote». Juan Francisco era la novedad de su vida, el principio de otra historia, lejos de la familia, de Veracruz, del recuerdo.

– No vayas a escogerlo sólo porque es diferente -le advirtió la tía María de la O.

– ¿Quién es más diferente que tú, tiíta, y a quién quiero más que a ti?

Se abrazaban y besaban gozosamente la sobrina y la tía y ahora, cerca del rostro de Juan Francisco al hacer el amor, Laura sentía la oscuridad atractiva, la diferencia irresistible. El amor era como empacharse con piloncillo o embriagarse con ese perfume de canela que heredan los seres del trópico, como si a todos los hubieran concebido en una huerta salvaje, entre mangos, papayas y vainilla. En esto pensaba en la cama con su marido, en mangos, papayas y vainilla, sin poder evitarlo, recurrentemente, entendiendo que al pensar en esas cosas le prestaba menos atención a lo que hacía, pero también lo prolongaba, temiendo sin embargo que Juan Francisco notase su distracción, la tomase por indiferencia y confundiese la pasión de los cuerpos unidos en la cama con una comparación desfavorable para él, aunque haya comprobado que Laura era virgen, que él era el primero. ¿Sospecharía que no era ser primero en la cama lo que le inquietaba, sino ser otro, uno más, el segundo, el tercero, quién sabe si el cuarto, en la sucesión de los afectos de la mujer?

– Nunca me hablas de tus novios.

– Tú nunca me hablas de tus novias.

La mirada, el gesto, el movimiento de hombros de Juan Francisco significaba «los machos somos distintos». ¿Por qué no lo decía de plano, abiertamente?

– Los machos somos distintos.

¿Porque eso no era necesario explicarlo? ¿Porque la sociedad era así y nadie la iba a cambiar…? Oyéndolo hablar en la gigantesca plaza en el corazón de la ciudad, bajo la lluvia, con su vozarrón profundo, Laura se llenaba desde él, con él, para él, de palabras y razones a las que ella quería darles un significado para entenderlo a él, para penetrar su mente como él penetraba el cuerpo de Laura, a fin de ser su compañera, su aliada. ¿No incluía esta revolución un cambio en lo que los hombres mexicanos le hacían a sus mujeres, no abría un tiempo nuevo para las mujeres, tan importante como el nuevo tiempo para los obreros que defendía Juan Francisco?

No había pertenecido a ningún otro hombre. Escogió a éste. A éste quería pertenecerle entera. ¿Se dejaría tentar Juan Francisco, iba a tomarla tan totalmente como ella quería ser tomada por él? ¿No temía, él que nunca hablaba de sus novias, él que nunca le diría «mi amor» ni en público ni en privado, no tendría miedo de que ella también lo penetrase a él, lo invadiera en su persona, le arrebatase su misterio? ¿Existía una persona detrás del personaje que ella seguía de mitin en mitin, con la serena anuencia de él, que nunca le dijo quédate en casa, esto es cosa de hombres, te vas a aburrir? Todo lo contrario, él celebraba la presencia de Laura, la entrega de Laura a la causa, la atención de Laura a las palabras del líder su marido, al discurso de Juan Francisco. El discurso, porque era uno solo en defensa de los trabajadores, del derecho de huelga, de la jornada de ocho horas. Era un solo discurso porque era una memoria sola, la de la huelga de los textileros de Río Blanco, la de los mineros de Cananea, la de la lucha liberal y anarcosindicalista; una evocación sin cesuras, un río de causas y efectos perfectamente concatenados e interrumpidos solamente por llamaradas de rebeldía que podían incendiar el agua misma, el cobre y la plata de las minas.

Laura no se preguntó nada más. Todo lo interrumpió, a los nueve meses de la boda, el nacimiento del primer hijo. Que Santiago López Díaz resultó ser macho lo celebró tanto su padre que Laura se preguntó, ¿qué tal si es niña? El solo hecho de parir a un

hombrecito y de notar la satisfacción de Juan Francisco le permitió a Laura determinar el nombre del niño.

– Le pondremos Santiago, como mi hermano.

– Tu hermano murió por la Revolución. Será un buen augurio para el niño.

– Yo quiero que viva, Juan Francisco, no que muera, ni por la Revolución ni por nada.

Fue uno de esos momentos en que cada uno se guardó para sí lo que pudo haber dicho. El destino de la gente sobrepasa al individuo, Laura, somos más que nosotros mismos, somos el pueblo, somos la clase trabajadora. No puedes ser tan mezquina con tu hermano y encerrarlo en tu pequeño corazón como se prensa una flor muerta entre las páginas de un libro. Es un nuevo ser, Juan Francisco, ¿no lo aceptas simplemente como eso, una novedad en la tierra, algo que nunca ha existido antes ni volverá a existir?; así lo celebro yo a nuestro hijo, así lo beso y arrullo y amamanto, cantándole bienvenido m'ijito, eres único, eres insustituible, te voy a dar todo mi amor porque tú eres tú, voy a expulsar la tentación de soñarte como un Santiago muerto y ahora vuelto a nacer, un segundo Santiago que va a cumplir el destino interrumpido de mi adorado hermano…