acostumbraba, abrió desmesuradamente los ojos e hizo un esfuerzo inmenso por no parpadear. Todas ellas -las mujeres de la casa- conocían esas dos tesituras, parpadear repetidas veces o evitar el parpadeo hasta que las órbitas de los ojos parecían saltar de las cuencas, aunque ignoraban el significado de uno u otro acto. En esta ocasión, Fernando hizo un esfuerzo por levantar las manos y cerrar los puños, pero los dejó caer sobre el regazo, vencidos. Sólo arqueó las cejas como dos acentos circunflejos.
– Ya encontraremos una casa para instalarnos y recibir huéspedes, aquí en la calle Bocanegra -anunció pocos días más tarde la Mutti Leticia.
– Yo le leeré todas las noches a Fernando -dijo la tía escritora, Virginia, con los labios muy apretados y la mirada febril-. No te preocupes, Laura.
Laura pasó a despedirse de su padre mudo, le leyó durante media hora pasajes de Jude el oscuro y gracias a la novela de Hardy, pudo imaginar al padre muerto, el rostro embellecido por la muerte, la muerte lo iba a rejuvenecer, había que esperarla con confianza y hasta con alegría, la muerte le borraría a don Fernando las huellas del tiempo y Laura se llevaría para siempre la imagen de un hombre cariñoso pero fuerte cuando hacía falta.
– No dejes pasar la ocasión -le dijo esa misma noche la tía pianista, Hilda Kelsen-. Mira mis manos. Tú sabes lo que yo pude ser, ¿verdad, Laura? No quiero que nunca tengas que decir lo mismo.
Laura Díaz y Juan Francisco López Greene se casaron en un juzgado en Xalapa el 12 de mayo de 1920, la fecha del cumpleaños de Laura Díaz que cantaba el doce de mayo la virgen salió vestida de blanco con su paletó y el negro Zampayita barría y cantaba oralacachimbá-bimbá-bimbá ora mi negra baila pa'cá ora mi negra baila pa'llá, y Laura Díaz salió con su marido en el Interoceánico a la ciudad de México y a medio camino se soltó llorando porque olvidó a la muñeca china Li Po entre sus almohadones en Xalapa y en la estación de Tehuacán le avisaron a Juan Francisco que habían asesinado en Tlaxcalantongo al presidente Venustiano Carranza.
VI. México DF: 1922
No hay estaciones en la ciudad de México. Hay temporada de secas de noviembre a marzo y luego hay la temporada de lluvias de abril a octubre. No hay de dónde colgar el tiempo, sino del agua y del sol que son la verdadera raya y cruz de México. Ya es bastante. A Laura Díaz, la figura de su marido Juan Francisco López Greene se le fijó para siempre una noche de lluvia. Descubierto, en pleno Zócalo de la ciudad, hablándole a una multitud, Juan Francisco no tenía que gritar. Su voz era grave y fuerte, lo contrario de su voz baja en privado, su figura una estampa de combate, con el pelo lacio y empapado colgándole sobre la nuca, la frente y las orejas, el agua corriéndole por las cejas, de los ojos a la boca, con la manta de hule cubriéndole el cuerpezote al que ella, en sus noches de recién casada, se había acercado con miedo, respeto, recelo y gratitud. A los veintidós años, Laura Díaz había escogido.
Recordaba a los muchachos en los bailes de provincia y no podía distinguir a uno de otro, al primero del segundo o a éste del siguiente. Eran canjeables, simpáticos, elegantes…
– Laura, es que es muy feo.
– Pero no se parece a nadie, Elizabeth.
– Es prieto.
– No más que mi tía María de la O.
– Con ella no te vas a casar, tú. Habiendo tanto muchacho blanco en Veracruz.
– Éste es más extraño, o más peligroso, no sé.
– ¿Por eso lo escogiste? ¡Qué loca estás! ¡Y qué peligrosa eres tú misma, Laura! Te envidio y te compadezco, tú.
Salieron de Xalapa los recién casados y apenas subieron a la meseta, Laura echó de menos la belleza y el equilibrio de la capital provinciana, las noches tan perfectas que le otorgaban vida nueva, cada atardecer, a todas las cosas. Recordaría su hogar y todos los infortunios parecían disolverse en la armonía envolvente de la vida vivida y recordada con sus padres, con Santiago y las tías solteras, con
los abuelos muertos. Dijo la palabra «armonía» y se sintió turbada por la memoria de la heroica anarquista catalana a la que aludía en un discurso esta tarde de lluvia Juan Francisco, defendiendo la jornada de ocho horas, el salario mínimo, la maternidad pagada, las vacaciones con sueldo, todo lo prometido por la Revolución, decía con voz grave y resonante, hablándole a la plaza, a la multitud reunida para defender y hacer valer el artículo 123 de la Constitución este primero de mayo de 1922 bajo la lluvia nocturna, la primera vez en la historia de la humanidad que el derecho al trabajo y la protección al trabajador tenían rango constitucional, por eso la Revolución mexicana era de veras una revolución, no un cuartelazo, ni una rebelión, ni una asonada como sucedía en el resto de Hispanoamérica, lo de México era distinto, era único, todo aquí se fundaba de vuelta, de raíz, en nombre del pueblo, por el pueblo, le decía Juan Francisco a las dos mil personas reunidas bajo la lluvia, se lo decía a la lluvia misma, a la noche precipitada, al nuevo gobierno, a los sucesores del asesinado Venustiano Carranza que todos imaginaban ultimado por el triunvirato de la rebelión de Agua Prieta, Calles, Obregón y De la Huerta. A todos ellos les hablaba López Greene en nombre de la Revolución, pero le hablaba también a Laura Díaz, su joven esposa recién traída de la provincia, una muchacha bella, alta, extraña por sus facciones tan marcadas y aguileñas, hermosa por su extrañeza misma; me habla a mí también, a mí, yo soy parte de sus palabras, tengo que ser parte de su discurso…
Ahora llovía sobre el valle central y ella recordaba el ascenso en el tren de Xalapa a la estación de Buenavista en la ciudad de México. Estoy cambiando de la arena a la piedra, de la selva al desierto, de la araucaria al cacto. La subida a la meseta pasaba por un paisaje de brumas y tierras quemadas, luego por un llano duro de canteras de roca y trabajadores de la piedra, parecidos a la piedra; uno que otro álamo de hoja plateada. A Laura el paisaje le cortó el aliento y le dio sed.
– Te dormiste, muchachita.
– Me dio susto el paisaje, Juan Francisco.
– Pues te perdiste los bosques de pinos de la parte alta.
– Ah, por eso huele tan bonito.
– No vayas a creer que todo es llano pelón por aquí. Ya ves, yo soy tabasqueño, añoro el trópico, igualito que tú, pero ya no podría vivir sin el altiplano, sin la ciudad…
Cuando ella le preguntó por qué, Juan Francisco cambió el tono de voz, la impostó, quizás hasta la engoló un poquito para ha-
blar de la ciudad de México que era el centro mismo del país, su corazón, como quien dice, la ciudad azteca, la ciudad colonial, la ciudad moderna, una encima de la otra…
– Como un pastel -rió Laura.
Juan Francisco no rió. Laura siguió comparando.
– Como una de esas portaviandas que le subían a la señorita Aznar tu heroína, mi amor.
Juan Francisco se puso todavía más serio.
– Perdón. Hablo en broma.
– Laura, ¿nunca sentiste curiosidad por ver a Armonía Aznar?
– Era muy niña.
– Ya tenías veinte años.
– Será que mi impresión infantil perduró, Juan Francisco. A veces, por más que crezcas, te siguen asustando los cuentos de fantasmas que te contaron de niña…
– Deja eso atrás, Laura. Ya no eres una niña de familia. Estás al lado de un hombre que lucha seriamente.
– Lo sé, Juan Francisco. Lo respeto.
– Necesito tu apoyo. Tú razón, no tu fantasía.
– Trataré de no decepcionarte, mi amor. Te respeto mucho, tú lo sabes.
– Empieza por preguntarte por qué nunca te rebelaste contra tu familia y subiste a ver a Armonía Aznar.
– Es que me daba miedo, Juan Francisco, te digo que era yo muy niña.
– Perdiste la oportunidad de conocer a una gran mujer.
– Perdóname, mi amor.
– Tú perdóname a mí -Juan Francisco la abrazó y le besó un puño cerrado nerviosamente-. Ya te iré educando en la realidad. Has vivido demasiado tiempo de fantasías infantiles.