Juan Francisco insistió. -Sí. Yo ya sé que todos tratan de usarnos.
– ¿De usar a quién? -preguntó sin afectación Laura.
– A los trabajadores.
– ¿Tú lo eres? -se lanzó Laura de nuevo, tuteando convencida de que no lo ofendía, desafiándolo un poco a tratarla igual, no de señorita o usted, buscando inciertamente el terreno común con el desconocido, husmeándolo, sintiéndose un poco bestia, un poco salvaje, como nunca se sintió con Orlando, que la obligaba a pensar cosas perversas, refinadas y tan sutiles que desaparecían como un perfume ponzoñoso, fuerte pero deletéreo pero fugaz.
No pudo. -Es el riesgo, señorita. Hay que aceptarlo.
(Que me hable de tú, rogó Laura, quiero que me hable de tú, que no me diga señorita, quiero por una vez sentirme diferente, quiero que un hombre me diga y me haga cosas que yo no sé o no espero o no puedo pedir, esto no se lo puedo pedir, tiene que salirle a él, y de eso va a depender todo lo que venga después, de un simple tú o usted…)
– ¿Cuál riesgo, señor Greene? -Laura revirtió al usted formal.
– El de que nos manipulen, Laura.
Añadió, sin darse cuenta (o quizás fingiendo que no se enteraba) del cambio de color en la cara de la muchacha, que «nosotros» también podían sacarles ventajas a «ellos». Laura se acostumbró allí mismo a ese extraño plural que abrazaba, sin pretensiones, sin falsas modestias, a una comunidad de gente, trabajadores, luchadores, camaradas, sí, del hombre que hablaba con ella.
– Icaza no tiene ilusiones. Yo sí -sonrió por primera vez, con un dejo de malicia, pero más que nada con ironía propia, pensó Laura-. Yo sí.
Dijo que tenía ilusiones porque la Constitución le hizo concesiones que no tenía por qué hacerle a los campesinos y a los obreros mexicanos, Carranza era un antiguo hacendado al que la barba de chivo se le crispaba cuando tenía que tratar con trabajadores y con indios, Obregón era un criollo inteligente pero oportunista que lo mismo podía sentarse a cenar con Dios o con el Diablo y hacerle creer al Diablo que en efecto era Dios, y a Dios que no se preocupara, podía ser un Diablo y no tenía por qué envidiar tanto a Lucifer; pero en todo caso, el general Alvaro Obregón sería el juez, él dictaminaría: tú eres Diablo… La Constitución consagró los derechos del trabajador y de la tierra porque sin «nosotros» -dale y dale, se dijo Laura Díaz- «ellos» no ganan la Revolución ni se mantienen en el poder…
La sacó a bailar y ella soltó la risa con una mueca adolorida y las zapatillas pisoteadas, pidiéndole al dirigente obrero que mejor practicaran en el balcón y él también se rió y dijo que sí, ni Dios ni el Diablo me hicieron para los salones de baile… Pero si a ella le interesaba lo que «nosotros» hacían, le contaría en el balcón cómo se organizó la lucha obrera en la Revolución, la gente creía que la revolución era sólo una élite criolla seguida de guerrilleros campesinos, se olvidaban que todo empezó en las fábricas y en las minas también; en Río Blanco y en Cananea; los obreros organizaron los
Batallones Rojos que salieron a luchar contra la dictadura de Huerta y fundaron la Casa del Obrero Mundial en el palacio de los Azulejos en la ciudad de México, en el antiguo Jockey Club de la aristocracia; cómo «nos» invadió la policía huertista, nos arrestó, le quiso poner fuego al palacio, «nos» obligó a huir y encontramos los brazos abiertos del general Obregón…
– Cuidado -dijo Icaza reuniéndose a Laura y Juan Francisco-, Obregón es un zorro. Quiere apoyo obrero para darle en la madre a los rebeldes campesinos, Zapata y Villa. Habla de un «México proletario» para azuzarlo contra el México campesino e indígena, que según los jefes criollos de la Revolución, cuidadito, siguen siendo el México reaccionario, retrasado, religioso, ahorcado entre sus escapularios y fumigado por el incienso de demasiadas iglesias, cuidado con el engaño, Juan Francisco, mucho cuidado…
– Pero es que es verdad -dijo con cierto calor Juan Francisco-. Los campesinos traen en los sombreros la imagen de la Virgen, van a misa de rodillas, no son modernos, son católicos y rurales, licenciado.
– Oye, Juan Francisco, deja de llamarme «licenciado» o vamos a acabar a las patadas. Y no seas tan de a tiro ranchero. Cuando conozcas a una señorita de sociedad que te guste, trátala de tú, tarugo. No te portes como un campesino reaccionario, retardado y pre-moderno -lanzó una gran carcajada Xavier Icaza.
Pero Juan Francisco insistió, sin el menor humor, que los campesinos eran reaccionarios y los obreros de la ciudad eran los verdaderos revolucionarios, los quince mil trabajadores que lucharon en los Batallones Rojos, los ciento cincuenta mil adherentes a la Casa del Obrero Mundial, ¿cuándo se había visto eso en México?
– ¿Quieres contradicciones, Juan Francisco? -lo cortó Icaza-. Piensa en los batallones de indios yaquis que se le unieron a Obregón para derrotar al muy agrario Pancho Villa en Celaya. Y vete acostumbrando, mi amigo. Las revoluciones son contradictorias, y si ocurren en un país tan contradictorio como México, pues es como para volverse loco -gimió Icaza- igual que cuando se mira a los °jos de Laurita Díaz. En pocas palabras, López Greene. Cuando la Revolución llegó al poder con Carranza y Obregón, ¿a poco aceptaron los caudillos la autogestión en las fábricas y la expulsión de los capitalistas extranjeros, como se lo prometieron a los Batallones Rojos?
No, protestó Juan Francisco, él sabía que «nosotros» íba- a vivir en el estira y el afloja con el gobierno, pero «nosotros»
no vamos a ceder en lo fundamental, «nosotros» hemos armado las huelgas más grandes de toda la historia de México, resistimos todas las presiones del gobierno revolucionario que quería convertirnos en títeres del obrerismo oficial, obtuvimos aumentos de salarios, negociamos siempre, volvimos loco a Carranza que no sabía por dónde cogernos, nos encarceló, nos llamó traidores, cortamos la luz de la ciudad de México, capturaron al líder de los electricistas Ernesto Ve-lasco y con un revólver en la sien lo obligaron a decir cómo se restauraba la energía eléctrica, nos quebraron una vez y otra pero «nosotros» nunca nos rendimos, siempre regresamos a la lucha y siempre regresamos a la mesa de negociaciones, ganamos, perdimos, volveremos a ganar poco y perder mucho, no le hace, no le hace, no hay que arriar las banderas, nosotros sabemos apagar y prender la luz, ellos no, nos necesitan…
– Armonía Aznar fue una luchadora ejemplar -dijo Juan Francisco López Greene al develar la placa en honor de la catalana en la casa habitada por Laura y su familia-. Como todos los anarcosindicalistas, entró a Veracruz, llegó con el anarquista español Amedeo Ferrés y organizó a los impresores y tipógrafos, en la clandestinidad, siendo don Porfirio presidente. Luego, durante la Revolución, Armonía Aznar militó en la Casa del Obrero Mundial con heroísmo y lo más difícil, sin gloria, sirviendo de correo aquí mismo en Xalapa en secreto, llevando y trayendo los documentos del puerto de Veracruz a la ciudad de México, y de la capital al puerto…
Juan Francisco hizo una pausa en su discurso y buscó, entre un centenar de asistentes a la ceremonia, los ojos de Laura Díaz.
– Esto fue posible gracias a la generosidad revolucionaria de don Fernando Díaz, gerente del Banco, que aquí permitió a Armonía Aznar refugiarse y hacer su trabajo en secreto. Don Fernando está enfermo y yo me atrevo a saludarlo y darle las gracias a él, a su mujer y a su hija, gracias en nombre de la clase obrera. Este hombre discreto y valiente actuó así, nos lo hizo saber, en memoria de su hijo Santiago Díaz, fusilado por esbirros de la dictadura. Honor a todos ellos.
Esa noche, Laura miró intensamente a los ojos mudos de su padre inválido. Luego repitió lentamente lo que dijo en la ceremonia Juan Francisco López Greene y Fernando Díaz parpadeó. Cuando Laura escribió unas palabras en un pizarrón portátil con el que la familia apostaba a la comunicación con su padre, sólo puso GRACIAS POR HONRAR A SANTIAGO. Entonces Fernando Díaz, como