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– ¿Por dónde quieres empezar, Laura?

– Tú me dirás, Juan Francisco.

– ¿Te lo digo? Por tu casa. Lleva bien tu casa, muchacha, y vas a contribuir más que si vienes a estos barrios a organizar y salvar gentes que además ni te lo van a agradecer. Déjame el trabajo a mí. Esto no es para ti.

Tenía razón. Pero esa noche, de regreso en su casa, Laura Díaz se sintió apasionada, sin entender muy bien por qué, como si el descenso a una ciudad suya y ajena le hubiese dado ímpetu a la pasión con la que, en su infancia, amó y descubrió la selva y sus gigantas de piedra cubiertas de lianas y joyas, los árboles y sus dioses ocultos entre laureles, y en Veracruz, la pasión compartida con Santiago y acrecentada a lo largo de los años y a pesar de la muerte, y en Xalapa la pasión rechazada del cuerpo lánguido de Orlando, la pasión abrazada tenazmente al cuerpo vencido del padre. Y ahora Juan Francisco, la ciudad de México, la casa, los niños y una súplica aplastada por su marido como quien mata a una mosca: déjame apasionarme contigo y lo que tú haces, Juan Francisco.

– Puede que tenga razón. No me entendió. Pero entonces tiene que darle algo más a lo que se mueve en mi alma. Quiero todo

lo que tengo, no lo cambiaría por nada. Quiero algo más también. ¿Qué es?

Él le pedía muda obediencia a un alma apasionada.

– ¿Dónde está el coche, Juan Francisco?

– Lo devolví. No me mires con esa cara. Me lo pidieron los camaradas. No quieren que acepte nada del sindicato oficial. Lo llaman corrupción.

VII. Avenida Sonora: 1928

¿En qué pensaba él? ¿En qué pensaba ella?

Él era impenetrable, como una esfera de navajas. Ella sólo podía saber en qué pensaba él sabiendo en qué pensaba ella. En qué pensaba ella cuando él, con reiteración cada vez más irritante para ella y menoscabo para él, la acusaba de no haber subido al altillo de Xalapa a ver a la anarquista catalana, hasta que ella se fatigó, se dio por vencida, arrumbó sus propias razones y comenzó a anotar en un cuadernillo cuadriculado que usaba para llevar las cuentas de la casa las ocasiones en que él, sin provocación de parte de ella, la recriminaba por su omisión. Ya no era un regaño, era un hábito nervioso, como el guiño involuntario de unos ojos fijos sin luz propia. En qué pensaba ella cuando volvía a oír el mismo discurso escuchado durante nueve años, tan fresco, tan poderoso las primeras veces, luego cada vez más difícil de entender porque era más difícil de oír, era demasiado racionalista, ella esperaba en vano el sueño del discurso, no el discurso mismo, el sueño del discurso, sobre todo cuando empezaron a hablar los niños Santiago y Dantón, dándose cuenta como madre que a los hijos sólo podía hablarles en sueños, en fábulas. El discurso del padre había perdido el sueño. Era un discurso insomne. Las palabras de Juan Francisco no dormían. Vigilaban.

– Mamá, tengo miedo, mira por la ventana. El sol ya no está allí. ¿Dónde se fue el sol? ¿Ya se murió el sol? -preguntaba, con ojos de primer hombre, su hijo Santiago al atardecer y a la hora del desayuno, Laura interrumpía a su marido:

– Juan Francisco, no me hables como si fuera un auditorio de mil personas. Soy una sola persona. Laura. Tu mujer.

– Ya no me admiras como antes. Antes, me admirabas.

Quería quererlo, quería. ¿Qué le sucedía? ¿Qué cosa pasaba que ella ni sabía ni entendía?

– ¿Quién entiende a las mujeres? Ideas cortas y cabellos largos.

No iba a perder el tiempo contándole lo que los niños entendían cada vez. que contaban un cuento o hacían una pregunta, las palabras nacen de la imaginación y del placer, no son para un auditorio de mil personas o una plaza llena de banderas, son para ti y para mí, ¿a quién le hablas, Juan Francisco?, ella lo veía siempre en una tribuna y la tribuna era un pedestal en el que ella misma lo puso desde que se casaron; nadie lo había puesto allí más que ella, no la Revolución ni la clase obrera ni los sindicatos ni el gobierno, ella era la vestal del templo llamado Juan Francisco López Greene y le había pedido al esposo que fuese digno de la devoción de la esposa. Pero un templo es un lugar de ceremonias que se repiten. Y lo que se repite hastía si no lo sostiene la fe.

Laura no perdía la fe en Juan Francisco. Solamente era honesta consigo misma, registraba las irritaciones de la vida en común, ¿qué pareja no se irrita a lo largo del tiempo?, era normal después de ocho años de casados. Primero no se conocían y todo era sorpresa. Ahora ella quisiera recobrar el asombro y la novedad de antes sólo para darse cuenta de que la segunda vez el asombro era la costumbre y la novedad la nostalgia. ¿La culpa era de ella? Había comenzado por admirar a la figura pública. Luego había tratado de penetrarla, sólo para encontrar que detrás de la figura pública había otra figura pública y otra detrás de ésta, hasta que ella se dio cuenta de que esa figura, ese orador deslumbrante, el director de masas, era la figura real, no había ningún engaño, no había que buscar otra personalidad, había que resignarse a vivir con un hombre que trataba a su mujer y a sus hijos como público agradecido. Sólo que esa figura en la tribuna también dormía en la cama matrimonial y un día el contacto con los pies debajo de las sábanas la hizo, involuntariamente, retraer los suyos, los codos de su marido empezaron a causarle repulsión, miraba esa articulación de arrugas entre el brazo y el antebrazo y lo imaginaba a él entero como un enorme codo, un pellejo suelto de los pies a la cabeza.

– Perdóname. Estoy cansada. Esta noche no.

– ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Quieres que tomemos una criada? Pensé que entre tú y la tía llevaban muy bien la casa.

– Así es, Juan Francisco. No hacen falta criadas. Nos tienes a María de la O y a mí. Tú no debes tener criados. Tú sirves a la clase obrera.

– Qué bueno que lo entiendes, Laura.

– Sabes, tiíta -se atrevió a decirle a María de la O-, a veces echo de menos la vida en Veracruz; era más divertida.

La tía no asentía, nada más miraba con atención a Laura y entonces Laura reía para no darle importancia al asunto.

– Tú quédate aquí con los chicos. Yo voy al mercado.

No le costaba; le divertía ir al Parián en la Colonia Roma, rompía la rutina de la casa, que en verdad no era rutina, ella quería a su tía, adoraba a sus niños, le encantaba verlos crecer…, el mercado era una selva en miniatura, ahí estaban todas esas cosas que a ella le encantaban, las flores y las frutas, la variedad y abundancia de ambas en México, las azucenas y las gladiolas, las nubes y los pensamientos, el mango, la papaya y la vainilla en los que pensaba cuando hacía el amor, el mamey, el membrillo, el tejocote, la piña, la lima y el limón, la guanábana, la naranja, el zapote prieto y el chico zapote: el gusto, la forma, el sabor de los mercados la llenaba de alegría y de nostalgia por su niñez y su juventud.

– Pero si sólo tengo treinta años.

Regresaba pensativa de El Parián a la Avenida Sonora y se preguntaba, ¿hay algo más?, ¿esto es todo?, ¿quién te dijo que había algo más, quién te dijo que había otra cosa después del matrimonio y los hijos?, ¿alguien te prometió algo más? Se contestaba a sí misma con un ligero encogimiento de hombros y redoblaba el paso sin pensar en el peso de las canastas. Si ya no había automóvil, era porque Juan Francisco era honrado y le había devuelto el regalo a la CROM. Recordó que no lo regresó por voluntad propia. Se lo pidieron los camaradas. No aceptes regalos del sindicato oficial. No te corrompas. No había sido acto voluntario de él. Se lo pidieron.

– Juan Francisco, ¿habrías devuelto el coche si no te lo piden tus compañeros?

– Yo sirvo a la clase obrera. Es todo.

– ¿Por qué dependes tanto de la injusticia, mi amor?

– Ya sabes que no me gusta…

– Mi pobre Juan Francisco, qué sería de ti en un mundo justo…