– ¿Quiere decir que te vas?

– Eso quiere decir, sí.

– ¿Cuándo?

– Tengo la maleta lista.

– Flor…

– Hay un vuelo dentro de una hora.

– Flor…

– Llamo un taxi, entonces…

– No, por favor. Te llevo yo.

– Entonces, vámonos ahora mismo.

– Flor, ¿por qué no te sientas un rato y hablamos de todo esto?

– Llamo un taxi, entonces.

– No, por favor, no. Déjame llevarte, al menos. Y además, tengo que pagarte.

– Llamo un taxi, entonces.

– Sólo quiero saber cuánto te debo, Flor a Secas.

– ¿Deberme tú a mí? Habrase visto semejante cosa.

– Has trabajado meses, y necesitas el dinero, lo sé. O sea que, como regalo de despedida, te ruego que me digas cuánto…

– Llamo un taxi, entonces.

– ¿Te podré llamar? ¿Te podré ver, cuando pase por Barcelona?

– Tienes mi número, ¿no?

– Tengo tu número, Flor, sí…

– Entonces, vamos ya.

En una curva, y muy ostensiblemente, porque antes me miró, me sonrió y me dijo que me adoraba, Flor a Secas abrió la puerta del carro y se arrojó. Perdí el control del volante, por tratar de alcanzarla a tiempo, y el viejo Alfa Romeo verde, una joya de coleccionista ya, fue a dar contra una tapia. Flor a Secas había muerto cuando recuperé el conocimiento. Yo no era pariente, yo no era nada, yo no era nadie, y unos familiares que vinieron me explicaron que tarde o temprano tenía que suceder y que, para su señora madre, esto, en el fondo, iba a ser una liberación.

– Ella ni siquiera usaba el apellido de esa señora. No usaba el de nadie -les dije.

– ¿Y entonces con qué nombre la conocía usted?

– Yo la llamaba Amor, y nada más. Sí, Amor. Así, a secas, tal como se los cuento.

– Ustedes los artistas, desde luego…

– Me duele mucho el brazo. ¿Podrían, por favor…?

– Pero parece que usted no le había pagado. El cadáver, en todo caso, no llevaba dinero. Sólo su ropa y un billete de avión.

– ¿Cuánto les debo, señores?

– Sin ofender, oiga…

– Es que me duele mucho el brazo.

– Bueno, usted sabrá cuánto le debía a la muchacha.

– Billete tras billete, como de aquí a Lima, más o menos…

– Descanse, señor, que ya nuestro abogado se pondrá en contacto con usted y con el señor comisario…

– Eso.

– No, oiga, no nos entienda mal. Culpa sabemos que usted no tuvo ninguna.

– Eso nunca se sabe…

– ¿Cómo que nunca se sabe? ¿Y el brazo roto y todo lo demás?

La vida tiene estas cosas. Quiero decir que, no bien regresé a casa, mi amigo el del Bar Bahía, me esperaba con esta carta:

San Salvador, 5 de abril de 1984

Adorado Juan Manuel Carpio,

Como La Valentina, «Rendida estoy a tus pies», y, «Si me han de matar mañana, que me maten de una vez». Y, ódiame, por favor, yo te lo pido, pues odio quiero más que indiferencia, ya que sólo se odia lo que se ha querido. O ruégale a Dios que yo sufra mucho pero que nunca muera. En fin, deséame y haz conmigo todo lo que sugieren las letras de aquellos increíbles valses peruanos que alguna vez me regalaste, por sus letras inefables, y que seguro estoy citando muy mal.

En fin, conmigo haz lo que te dé tu real gana, pero primero concédeme el indulto, aunque sea momentáneo, de leer los dos breves párrafos que siguen.

Cómo he podido reprocharte por haber encontrado lo que todos hemos buscado: un amor, un poco de felicidad, y paz. Es más, conozco mejor que nadie cómo ha sido de honrada tu búsqueda. Nunca has jugado el papel de seductor. Más bien has sido siempre seducido por el amor, que tan bien refleja tu corazón incansable, como una vez me dijiste.

Somos, mi amor, como perritos. Necesitamos caricias. Y como perrito fiel te agradezco las que me diste un día. Hoy, te deseo una maravillosa primavera, la mejor de todas, y que tu amor sea lindo como eres tú. Si lo es y si te ama, siempre la querré también. Te doy el más tierno abrazo de toda mi vida.

Tu Fernanda

PS. Yo también tengo una buena noticia que darte. Es bien probable que me publiquen, nada menos que en México, dos de mis libros de cuentos infantiles. Y, con suerte, aceptan también mis ilustraciones. O sea que estoy muy trabajadora y afanosa.

Mi respuesta fue una llamada. Una llamada tan cariñosa, tan tan sincera, tan todo. Claro que incorporaba en mis palabras, en cada una de ellas, la muerte de Flor a Secas. Y creo que estuve como tres o cuatro horas hablando con Mía. Hasta me hubiera podido pagar un billete de ida y vuelta al Salvador con lo que pagué por esa llamada. Pero eso no era lo importante. Oír la voz de Fernanda María, que sonaba tan a vida, tan a salud, que, al cabo de un buen tiempo, volvía a transmitir la sensación de alguien que se siente como Tarzán en el momento de arrojarse al agua, eso era lo importante. Fernanda María me estaba sacando de la mismísima mierda con el metal de su voz, con la forma en que cubría de palabras, casi hasta hacerla desaparecer, la desesperación que me llevó a marcar su número.

Y las cosas que me decía, la muy bárbara, sin duda alguna sólo para hacerme sentir a fondo, para siempre, que la vida sigue, Juan Manuel Carpio. Inolvidables por atrevidas las cosas que me dijiste esa noche, Fernanda Mía.

– Y es que escúchame, Juan Manuel Carpio. Y claro, bueno, perdona, pero la verdad es que, como por correspondencia, uno vive, como quien dice, «en el término de la enorme distancia», yo recién te estoy pidiendo disculpas, y aún muerta de celos -lo que resulta ya increíble-, por un amor que ya murió… Bueno, no, murió no es exactamente la palabra apropiada. Pues digamos, entonces, que yo recién te estoy pidiendo disculpas por un amor que ya se mató. Suena horrible, lo sé, pero tú me entiendes. Y si no me entiendes, te ruego que hagas el esfuerzo de atenerte al E.T.A. de la correspondencia, o sea ponerte en mi pellejo, en este caso. Una vive acostumbrada a determinados E.T.A. y el teléfono le resulta un verdadero salto cualitativo y cuantitativo en el tiempo y hasta en sus usos y costumbres, y hasta en la forma en que una fue educada, si me fuerzas un poquito. En fin, mi amor, mi amigo, que si el E.T.A. de la vida y las cartas nos ha sido siempre atroz, el del teléfono parece destinado a volvernos completamente locos, cuando menos. Y si a eso le agregas tragedia de por medio y una verdadera mezcolanza de E.T.AS por correo y E.T.AS por teléfono, ya me dirás tú qué culpa tengo yo, incluso de haberte colgado cuando probablemente si no lo hubiera hecho aquella noche, aún seguiríamos puteándonos y a lo mejor Flor a Secas viviría aún. Pero diablos, yo pensaba en tu bolsillo también. No sólo en mi rabia y en mis celos. Llamarme a mí… Con la tipa esa ahí, disfrutándolo todo…

– Falso, Mía. Todo te acepto menos que calumnies…

– Perdón, mi amor. Creí que había logrado hacerte reír un poquito, aunque sea. Y recurrí a cualquier cosa. Y metí la pata y te ruego que me perdones…

– Sigue, sigue hablando, Mía, por favor…

– Pero me preocupa tu bolsillo, Juan Manuel Carpio. Ya sé que hace rato que estás ganando bastante dinero, pero tampoco te pases…

– Entonces dime algo que me mande a la cama a dormir, con este brazo roto de mierda.

– Debe doler, sí.

– Y pica debajo del yeso, además. O sea que dime algo, por favor. Dime que nunca en la vida hemos discutido tú y yo. Y haz que me lo crea.

– Encantada de la vida, mi amor. O sea que ahora escúchame bien, muy bien, por favor: Los elefantes, esos mastodontes, son lentísimos valores seguros que D. H. Lawrence domesticó especialmente para nosotros. O sea que llegará el día…

– ¿Qué día, Fernanda?… ¿Qué?…

– Vaya con el bostezo que acaba de pegar el señor Juan Manuel Carpio… O sea que ya te lo contaré y te lo explicaré todo mejor, otro día, porque sería el colmo que te me quedaras dormido mientras razono y te voy explicando… ¿Aló?… ¿Juan Manuel?… Amor, ¿estás ahí?… ¿Me estás oyendo, amor?