– ¿Qué parece mentira, Mía? ¿Que haya cumplido los doce años o que se rasque cada vez menos por minuto?

– Las dos cosas, Juan Manuel Carpio, qué alegre.

Nos traían erizos para el almuerzo y la comida, los hermanitos, y los preparaban a la chilena, o así decían ellos, celebrando, probablemente sin darse cuenta, siquiera, par de angelitos, la única contribución que hizo jamás su padre a su educación y cultura. Y alegremente los comíamos y alegremente los digeríamos y alegremente el postre y la sobremesa con mi guitarra arrulladora, también, pero un día amaneció en que, excepcionalmente, aunque debo confesar que la vida es así porque aquella excepción se repitió luego más de una vez, Fernanda no dijo qué alegre al despertar la mañana conmigo a su lado, aunque sí me sonrió y me deseó amable los buenos días con beso en la frente, y me agradeció por enésima vez la invitación a primera línea de mar con tal cantidad de vistas, en fin, lo nunca visto, Juan Manuel Carpio. Pero la muy desgraciada y siempre adorada, hasta hoy no me ha contado por qué varias veces no dijo, matinal, desnudita y soñadora, qué alegre es abrir los ojos a tu lado con vista al mar, mi amor, aunque yo siempre he sospechado que fue porque, de golpe y porrazo, debí dejar de parecerme eternamente a Burt Lancaster, y, tras haber soñado con Flor a Secas, en voz alta, recuperé íntegro lo aindiado y poco esbelto de frente y de perfil que le debo a los seres que me trajeron al mundo, en Lima, ya en segunda generación urbana, por más que luego lograran darme íntegra una educación blanca y costeña, y tan occidental y cristiana como la que ya había recibido mi padre, que hasta vocal de la Corte Superior de Justicia llegó a ser, cuando en el Perú esto significaba algo, además. Y, como mi padre en el campo de las leyes, también yo destaqué muchísimo, pero en la facultad de Letras, especialidad de literatura, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la más antigua de América y mi eterna alma máter, y hasta gané dos juegos florales seguidos, siendo además declarado poeta joven del año, por unanimidad, poco antes de zarpar rumbo a Europa, aunque el poeta y alumno Carpio más bien canta y no declama, un poco como Brassens en Francia, aunque, valgan verdades, Carpio toca todavía mejor la guitarra, y la música que compone, señores miembros del jurado, autodidactamente, además, tiene…, tiene…, sí, tiene algo de Atahualpa Yupanqui y hasta de Edith Piaf, me atrevería a decir, si me fuerzan un poquito…

– Lo que tiene, con su permiso, señor decano, es un gran porvenir por delante. Y debería viajar, por ejemplo, a París, porque yo creo que lo único que le falta es un poquito más de hambre, como a nuestro inmortal César Vallejo con aguacero en la Ciudad Luz…

– Usted limítese a sus actas, señor secretario…

En fin, As time goes by, que se dice.

Pero debo decir, también, en honor a la verdad, que qué no hice desde aquella primera mañana en que Mía no me dijo qué alegre, antes y después de darme sus Gracias a la vida, que me ha dado tanto. Empecé, por ejemplo, a encontrarlo yo todo qué alegre, incluso fingiendo que aún dormía y soñaba en voz alta con ella y Burt Lancaster a su lado, o sea el mío y yo, pero, o Fernanda era la mujer más inteligente e intuitiva del mundo, o yo soñaba pésimo en voz alta, porque lo cierto es que cuanto más soñaba y soñaba, incluso con la voz de mis mejores conciertos, arrullándole además inéditas canciones de amor, sin lugar a dudas fruto de un soñar largo y profundamente enamorado, más aindiados amanecíamos el día, yo, y hasta la vista al mar. Y terminé, también, por ejemplo, porque ya ni me acuerdo de la cantidad de trucos ni del orden en que los utilicé, para que, a diario, Fernanda volviera a decirme qué alegre, al despertar la mañana, literalmente terminé intentando violarla dormido como un tronco, aunque siempre imitando en mis sueños al más fino, elegante y refinado Burt Lancaster del Gatopardo, pero lo menos que puedo decir es que, ya no sólo sus muslos, como en el poema de García Lorca, sino Fernanda enterita se me escapaba como el más sorprendido de los peces. Y así hasta que una mañana, ya no sólo me harté de despertar tan aindiado como siempre, sino que, cual Burt Lancaster furioso en película de serie negra, se me salió el indio, como decimos en el Perú, y:

– ¡Carajo! -le grité-. ¡Flaca de mierda! ¡No me he gastado un platal en alquilar este departamento para que te me pongas a extrañar al alcohólico de Enrique!

El resto, cualquiera se lo puede imaginar. De aquí a la eternidad se convirtió ipso facto en la versión invertida de Gilda, o sea Mía en Glenn Ford y yo en Rita Hayworth, y la bofetada de la película me sonó tan fuerte en la mejilla que, en la cama camarote de su dormitorio, despertaron, sobresaltados y nerviosos, Mariana y Rodrigo, más un día nubladísimo, al abrir las vistas, y ya desde el desayuno de fingidas sonrisas, fracasados abrazos, y besitos-umhuufff, te como, Rodrigo, picadito de mi corazón, sin resultado alguno, el tarantulado empezó a rascársenos casi tanto como el día en que aterrizó en Menorca y, esa misma noche, a la hora de la comida, ya se nos estaba rascando casi tanto como el día en que lo vio el médico en Londres, por primera vez, lo cual me dio tanta pena que estuve horas rascándome la cabeza y piensa y piensa en una salida negociada a una crisis tan grave como estremecedora. Debo confesar, eso sí, que Mía también se rascó muchísimo la cabeza y que a cada rato los dos nos mirábamos nuevamente con amor y compinchazgo, y que, por momentos, hasta estuvimos a punto de convertirnos en pensantes estatuas de Rodin, a fuerza de rascarnos.

Y tengo el inmenso honor y placer de haber sido yo quien vio tierra primero, aunque bueno, esto ya medio mundo lo sabe, como también sabe, porque Fernanda y yo lo hemos contado en mil y una entrevistas, al menos por el urbi et orbi hispanohablante, cómo empezó todo aquel día feliz de Cala Galdana, en que yo grité: «¡Tierra! ¡Tierra! ¡Se me acaba de ocurrir una idea genial, Mía!», poniendo en marcha todo un proyecto literario y musical, que no sólo le resolvió para siempre todos los problemas económicos a Mía, con el paso de los años, sino que ha logrado que hoy ya haga rato que Rodrigo y Mariana sean dos cum laude de Harvard y hasta posean sendas fincas de vacación veraniega en la costa salvadoreña. Él es especialista en seguir ganando dinero en la bolsa de Nueva York, y ella en adorar a un hijito que tiene por nombre de pila mi nombre y apellido, o sea que se llama Juan Manuel Carpio y se apellida primero Monte Montes y después, la verdad, nadie se acuerda muy bien cómo se apellida la criatura, araucanotamente, eso sí.

Pero bueno, tras haberme lanzado, como un Jonathan Swift cualquiera, «por tan vastos y retorcidos desvíos, retomo el camino -y, como quien dice, el hilo de mi narración-, con la firme intención de seguirlo hasta el final de mi viaje, salvo, claro está, que alguna perspectiva más agradable vuelva a presentárseme ante los ojos», como se me presentó hace un momento el recuerdo del exitosísimo porvenir del tarantulado y del cariño tan maternal que llegaría a sentir por mi nombre completo la siempre linda y sonriente Mariana, por más que en alguna futura carta Mía me escribiera: «El Rodrigo y la Mariana crecen cada día más excéntricos».

Pero bueno, andábamos en que yo grité: «¡Tierra! ¡Tierra!», y: «¡Se me acaba de ocurrir una idea genial, Mía!».

– Muero por saberla, hermano mío. ¡Cuéntame! ¡Cuéntame!

– Ven, Mía. Vámonos a la playa y te lo cuento todo.

– Juan Manuel Carpio, como me salgas con bordes de mar en un momento como éste…

– Vamos, Tarzán, una zambullidita en el mar, una nadadita cheek to cheek, y yo te lo voy contando todo…

– Ni bañito ni nada, Juan Manuel, que hoy la sartén no está para bollos, lo cual, en resumidas cuentas, te lo advierto, quiere decir que hoy tengo amigdalitis aguda.