– Ya me has dicho que es la mujer más callada del mundo.

– Y tanto que ya ni nos saludamos.

– Y tanto que… Sí, entiendo. Pero, bueno, requetesalud por tu primer día en Menorca, Flor.

– A Secas. No lo olvides nunca, porque me encanta apellidarme así para ti. Sólo para ti, Juan Manuel Carpio.

– Se agradece, y mucho…

– Para ti sólo y para nadie más nunca jamás en la vida, ¿me entiendes, Juan Manuel Salud?

– Te entiendo a fondo y te entiendo horrores y te entiendo… Ven, acércate y entenderás hasta qué punto sólo yo te entiendo.

Casi le rompo las costillas de tanto abrazo feroz, mientras Flor apenas lograba decir: «La realidad supera a la ficción, Juan Manuel, porque ahora resulta que, de golpe, llamarme Flor a Secas, contigo, sólo contigo, es verdad aunque parezca mentira. Y es, sobre todo, maravilloso, aunque quieras a quien quieras y esperes a quien esperes, o sea a tu Tarzana, y aunque no veas la hora de que yo acabe con mi trabajo aquí, para poderla invitar y recibirla en mis lindos jardines…».

– Flor…

– Vámonos ya, cantautor.

Pero el diálogo seguía una semana después:

– Muchas flores es lo que te dejaré, porque soy una profesional en temas de jardinería, porque ya amo tus áridos jardines, y porque tienes tanto miedo de que yo despierte dando de alaridos y bañada en pesadillas empapadas, cada noche, que te metes preventivamente a mi cama.

– Flor…

– Un millón de gracias, doctor, por su terapia de choc.

– Flor…

– Lo malo, claro, es que la paciente se enamora siempre hasta del diván…

– Flor…

– Perdona, Juan Manuel, por tanta charla. Creo que en los días que llevo aquí he hablado más que en el resto de mi vida.

– Me alegro tanto, Flor…

– Ya no te hablaré más, mi amor. Háblame tú, mucho, y acaríciame todo lo que puedas. Yo después le transmitiré cada una de tus palabras y mimos a todas y cada una de tus plantas, de tus árboles y enredaderas, también a esa buganvilia, que, no sé si te has fijado, ya empieza a prender.

Flor a Secas hacía un milagro al día, en los jardines que rodeaban la casa, pero hablar, lo que se dice hablar y conversar, nada de nada, salvo que se tratara de algo absolutamente indispensable. Y entonces me decía, por ejemplo, que se había terminado el papel higiénico y yo salía disparado a buscar una botella de vino para brindar por el nuevo rollo.

– ¿Estás loco, Juan Manuel? Te dije papel higiénico, no vino.

– Y te entendí. Pero que sea pretexto, pues…

– Ni hablar. Mi trabajo antes que nada, con tu perdón…

Y así a cada rato y yo recibe que te recibe cartas de Fernanda María, desesperada, ¿estaba enfermo?, ¿estaba grave?, ¿me había muerto?, ¿me había enamorado de alguien hasta el punto de olvidarme incluso de contestar sus cartas?, ¿era la chica de la foto, la que podía ser mi hija?, ¿me había muerto?, ¿me había matado?, ¿me había vuelto a morir? En fin, que a la legua se notaba que, entre sus diversas opciones, Fernanda María prefería a gritos mi muerte que mi felicidad en brazos de una foto. Y yo sufría también por esto. Y Flor a Secas se quedaba cada día más callada, desde el amanecer hasta el siguiente amanecer. Total que, ya con los chicotes totalmente cruzados -o sea «presa de mil contradicciones», como suele decirse, curioso contagio, tanto en las rosadas telenovelas como en las crónicas rojas-, opté por sobornar a un empleado de la telefónica, en Mahón, y no bien me instalaron el aparato lo estrené declamando en larga distancia una carta especialmente escrita para ser gritada y escuchada tanto en mi casa como en la de Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, cuyo letrero, dicho sea de paso, había vuelto a pintar yo mismo, reemplazando lo de Villa Trinidad del Monte Montes y todo eso por Can Flor, y enfureciendo enseguida porque aparecí por los jardines cada día más bonitos y logrados, sí, pero también cada día más a punto de ya terminé, Juan Manuel, o sea que me debes tanto y chau, fue un gran gusto trabajar para ti, sí, enfureciendo enseguidita porque yo ahí parado con el tablón pesadísimo ese y yo ahí rogándole a Flor que se trajera una botellita de vino para declararnos en huelga por una tarde y brindar por el tablón y ella muda, muda, muda…

– Muda de mierda, carajo. Y frígida, encima de todo. Y Flor sin retoño, como el bolero…

– …

– ¿Sabes a cuál bolero me refiero, o ni eso sabes, muda de eme?

– …

Y continuaba riega que te poda y poda que te riega y su abonito por aquí y por allá y por acullá, la tal Flor a Secas, mientras yo desentonaba furioso y herido Flor sin retoño, haciendo hincapié en la parte en que el pobre diablo de jardinero se lamenta a mares y canta Mis amigos me dijeron, ya no riegues esa flor, esa flor ya no retoña, tiene muerto el corazón. Pero Flor a Secas nada de nada y no tuve más remedio que irme con mi bolero y mi tablón a otra parte, o mejor dicho al garaje, porque ahí guardaba yo la pintura y la brocha con las que mi pobre ilusión de casa, presa de mil contradicciones, terminó llamándose «Canseco», que parece muy mala ortografía en catalán, o en mallorquín, o en menorquín, o qué sé yo, pero que en el Perú es el apellido muy distinguido de un gran amigo mío y jódanse…

Todo esto me llevó pues a sobornar al alto empleado de la telefónica, en Mahón, o sea que los gritos con que leí mi carta en larga y muy corta distancia, para que me oyeran muy muy bien Fernanda María, allá en El Salvador, y Flor a Secas, aquí en su absoluto mutismo, tenían de amor y de sombras, de amistad y de compinchazgo, de contradicciones mil y de S.O.S., de ternura y amor doble, aunque totalmente desprovisto de cualquier atisbo de deseo de cama redonda ni moderneces de esas del tercer tipo, y de pica y de rabia y pena contra la de allá y la de acá, porque por culpa de la una, vida de mierda, y por culpa de la otra, una mierda es lo que es la vida, y así, en fin, como diría Eurípides, a las dos tenía ganas de rajarles el culo a patadas y darles la última como para que ambas se murieran de hambre en el aire…

Las dos me colgaron en plena lectura de mi carta, Fernanda María de un telefonazo y Flor a Secas descorchando una botella de vino y dejándola ahí sobre la mesa de la sala, con un solo vaso al lado, por supuesto, y haciendo mutis por el foro, acto seguido. Y de aquel vaso de vino bebí, compuse y canté, hasta componer un cassette entero de noventa minutos llenecitos unos tras otro de tufo y mil contradicciones, lo cual motivó las más elogiosas críticas de los especialistas, cambió totalmente mi estilo triste por uno grave, cargado de humo en la mirada, ronco, bronco y finalmente patético. Y hasta hoy hay críticos que no logran descifrar el sentido de la canción que le dio título a aquel cassette que tanta fama y dinero me dio: «¿"Canseco"? ¿Qué quiso expresar el ya célebre cantautor peruano con la repetición constante de la palabra "Canseco"? Porque lo que es el artista, cuando le preguntan por tan enigmático título, crea aún mayor confusión cuando sonríe aindiadamente y responde:

»-Es el nombre, pues, de un gran amigo. Y un apellido muy conocido allá en el Perú. Y en Lima hay los "Canseco", a secas, y los Diez "Canseco", cuyo escudo de armas, me aseguran, y yo me limito a repetir, porque de eso sí que nada sé, lleva diez canes secos en todo su alrededor.»

Y de aquel telefonazo en El Salvador y aquel botellazo de vino con un solo vaso, bebí, compuse y canté, hasta que llegó la tan y tan y tan esperada carta de Mía. Aunque claro, para entonces yo ya no imitaba en nada a Charlie Boston. Yo era yo y vestía íntegramente de negro, diría casi que por dentro y por fuera. Y lloraba muy a menudo mientras alteraba las letras de todas las canciones que empecé a componer el día mismo en que Flor a Secas me anunció, monosilábica, y con ese temblor tan suyo en los labios:

– Tarea cumplida. Y ya te he conseguido también alguien para regar, podar y eso…