Me abrazo a ti mucho, muy fuerte,

Tu Fernanda

PS. Rafael Dulanto se ha venido con su Patricia encantadora. Algo le pasa y me temo que no sea muy bueno que digamos. Dice que ya se hartó de andar de médico gringo en médico gringo, sin que nadie le encuentre nada. Yo lo veo flaco y palidísimo. Y ahora vuelve a ir de médico en médico, sólo que en castellano. Creo que le encantará recibir carta tuya. Debes escribirle. Mejor dicho, escríbele, por favor, que anda sumamente apagado y no cesa de repetir que está jodido y punto y que le traigan otro whisky y otro puro.

15 de diciembre de 1983

Amado y amigo mío,

Hoy tantas cosas me hicieron pensar en ti, que de milagro no te materializaste en la sala, sentado y sonriente en la silla más cómoda.

Uno: que Bing Crosby en Navidad siempre me ha hecho pensar en ti, no sé por qué. Debería ser Frank Sinatra, pero es Bing Crosby, lo siento.

Dos: el triste peregrinaje a la costa, a la casa familiar de los Dulanto, aunque ya no para saludar a Rafael enfermo, sino para acompañar el entierro. Rafael murió hace dos días. Pienso que no recibiste mi carta anterior -o que va con mucho retraso-, pues sé que no lo hubieras dejado sin el placer de tu saludo. En fin, el tiempo es todavía más loco que uno y toma sus propias decisiones.

Tres: esta mañana llegó a mis manos una entrevista tuya publicada en la revista de la Universidad de México, la UNAM, como se la conoce. Igual que siempre, me conmovieron tus palabras, pero debo confesarte que me morí también de celos y de envidia de la chica que salió a tu lado en las fotos.

Pero hoy, aunque te tengo tan presente, la verdad es que de nuevo no sé dónde ni cómo estás, y el globo terrestre parece que se ha inflado de tal manera que ya no te puedo alcanzar. ¿Será eso que llaman proceso inflacionario mundial?

Aunque cada palabra de tu entrevista me ha llegado tan nítida y tan bien.

Cuéntame, por favor, dónde te hicieron esa entrevista. Pura curiosidad femenina, lo confieso. Y muy malsana, además, lo cual ya no sé si es tan femenino o sólo es humano muy humano y común a ambos sexos, mi elemental y querido Watson. Por último qué. Mujer soy y con renovados bríos desde que una feroz amigdalitis me devolvió a mi realidad ultra femenina y me quitó cualquier veleidad de andar lanzándome al río a cada rato, cual Tarzán.

¡Cuéntame, desgraciado! O exige que te entrevisten sin fotos.

Bueno, si esta carta no te llega me sentiré muy sola.

Te abrazo desde la última vez que nos abrazamos. Porque eso sí que nunca se borra.

Tuya,

Fernanda

San Salvador, 16 de diciembre de 1983

Mi tan y tan querido Juan Manuel,

Ayer nomás te despaché carta y, mira tú, hoy me llega una tuya y además me llama Patricia y me comenta que tus entrañables palabras ya no le llegaron a Rafael. Te causará mucha tristeza saber que no las recibió, pero es mejor que estés enterado de todo. Patricia las ha leído y me las ha repetido en el teléfono. Las dos estuvimos muy conmovidas.

Te abrazo con deseos de que mi abrazo te llegue en Navidad y te lleve ternura y alegría. Ya verás, el año nuevo ha de ser bueno. Me lo ha dicho la luna, y eso que ella de costumbre es muy callada y gracias a Dios no cuenta chismes.

Qué pesada soy, ¿no? Pero insisto. Cuéntame quién es la chica de la entrevista, pues hora que pasa hora que la veo más jovencita. Yo diría que hasta demasiado jovencita para ti. Soy una pesada y una entrometida, lo sé. Pero siempre tuya,

Fernanda

La chica de la entrevista se llamaba Flor y estaba sentada a mi lado, no muy contenta que digamos, a pesar de que desde el primer día nos habíamos planteado nuestra relación como algo bastante libre. Nos conocimos a la salida de un concierto que di en Barcelona, y durante la semana que permanecí cantando en esa ciudad continuamos viéndonos cada noche. Yo casi le doblaba la edad, es cierto, pero ninguno de los dos veía aquello como un inconveniente, sobre todo porque nuestros encuentros consistían únicamente en larguísimas caminatas por la ciudad, interrumpidas por una comida en algún buen restaurante, y una copa en cualquier bar o discoteca que nos pescara a mano, antes de irnos a dormir, cada uno por su lado. Gracias a Flor conocí Barcelona y, la noche en que me despedí de ella en la puerta del edificio en que vivía, tomé conciencia de que en cambio a ella apenas la había conocido.

– Pocas veces me he topado con una persona tan callada como tú -le dije.

– Hablo poco, sí, pero esta vez ha sido intencional. Me limitaba a pedirte que cantaras tal o cual de tus canciones. No sé si te has dado cuenta de que siempre me diste gusto. ¿O es que sueles vagabundear y cantar de noche por las ciudades, sin que nadie te lo pida?

– No se me ocurriría, no.

– Entonces un millón de gracias. Es muchísimo lo que me has dado, y realmente la he pasado bien. Por eso he estado tan callada: para escucharte en silencio y ser muy feliz.

– También yo debo agradecerte estas caminatas tan lindas por Barcelona.

– Tú caminas con otra mujer, Juan Manuel. Eso se nota a la legua. Y de ella cantas, además de cantarle sólo a ella.

– ¿Y tú cómo sabes tanto?

– Porque muchas más veces me has llamado Fernanda María; en realidad, casi nunca me has llamado Flor.

– Perdóname. Te ruego…

– Olvídalo, que no tiene ninguna importancia. En todo caso, sólo ha sido el precio que he tenido que pagar por asistir a cada concierto privado.

– Tómalo como quieras, pero a mí el papelón no me lo quita nadie.

Pocos días después llamé a Flor desde un bar, pues aún no tenía teléfono en la pequeña finca que había comprado en Menorca, muy cerca del puerto de Mahón, aunque alejada del mar y rodeada de árboles y de una tupida vegetación. La jardinería era la especialidad de Flor y yo hasta el momento ni siquiera me había tomado el trabajo de podar unas cuantas plantas y de cuidar mínimamente lo que bien podría ser un hermoso espacio lleno de flores y enredaderas.

– ¿Lo crees posible, Flor? -le pregunté por teléfono.

– La idea me encanta, Juan Manuel. De tiempo en tiempo necesito descansar de la ciudad y Menorca me ha gustado siempre.

– Te llamaré por tu nombre, te lo prometo.

– Un millón de gracias, señor Joan Manuel Serrat.

– ¿Cuándo crees que podrás venir?

– Pienso que en dos o tres días podré encontrar alguien que me reemplace en lo de mis plantas. No quiero quedar mal con ninguno de mis clientes. ¿Tienes teléfono?

– No, todavía no, pero puedes dejarme cualquier recado en el Bar Bahía. Ahí me llega el correo y me reciben las llamadas. Anota el número…

– Perfecto. Te llamo, entonces.

Todo floreció a mi alrededor con la llegada de Flor a Secas, un nombre que puede sonar muy literario y hasta de ficción brasileña, como Antonio das Mortes, por ejemplo, el barbudo y sombrerudo sembrador de muertes de la célebre película cangaçeira de Glauber Rocha, de tamaña violencia y sertâo miserable, de vidas de perro y degüellos de matadero, de sequía total, sol de justicia y subdesarrollo de hambruna, de trágicas amenazas, venganzas de apocalipsis y demás cosas así por el estilo, pero que en el caso de la preciosa Flor a Secas sólo ocultaba ternura y fragilidad, muy graves traumas infantiles, pánicos nocturnos y amaneceres de animalito herido.

– ¿O sea que nunca me dirás tu apellido? -le pregunté, la mañana de verano en que aterrizó en Menorca, mientras nos alejábamos del aeropuerto en mi automóvil, rumbo a aquel predio rústico en el cual la única mejora que hasta entonces había introducido yo, era, por supuesto, todo un homenaje a María Fernanda, tremendo letrerazo en la entrada de la propiedad: